Ucrania. Lo que no se dice de la izquierda exquisita

No hace mucho, Santiago Alba identificó y describió a cierta izquierda, en un espectacular hallazgo terminológico, como la “izquierda estalibana”. Esa izquierda, ya afortunadamente muy marginal, defiende, más o menos abiertamente, la invasión rusa de Ucrania, con argumentos más bien trogloditas. No merece la pena insistir sobre ello, fue un excelente trabajo (“Ucrania y la izquierda”. CTXT, 8/4/2022).

Sin embargo, no se tocaba en aquel artículo el problema de otra izquierda, la que yo llamo “exquisita”, que se empecina en rechazar el envío de armas a Ucrania, para que ese desgraciado pueblo pueda defenderse de tan sangrienta invasión. Ya he analizado los falaces mantras en los que esa izquierda se basa para justificar semejante rechazo: en 2014 hubo un golpe de Estado en Ucrania; los gobiernos sucesivos han carecido de legitimidad, y se han inclinado por la extrema derecha, siendo el batallón “neonazi” de Azov la manifestación de esa simpatía. Asimismo, criticaba yo, en general, su recurso al pacifismo, igualmente falaz en este caso (“¿Por qué debemos enviar armas a Ucrania? Una reflexión desde la izquierda”. Público.es 7/5/2022). Toca ahora entrar en detalle en las posiciones concretas de los principales protagonistas de esa izquierda exquisita, denunciando sus —en mi opinión— lamentables declaraciones recientes sobre la guerra de Ucrania.

Toda la izquierda exquisita coincide en que la OTAN tiene la culpa de la invasión rusa. Lo que nunca dicen es que la OTAN misma nació a causa del expansionismo soviético de posguerra, cuando instaló y mantuvo por la fuerza militar dictaduras comunistas en todos los “países del Este”, es decir, los países que el ejército soviético había ocupado en su marcha hacia Berlín. Ahora está de moda, tras los papeles desenterrados por un periódico alemán, decir que el “acoso” militar de la OTAN ha sido el desencadenante de la invasión rusa, y que se le prometió a Gorbachov que no habría expansión hacia el Este. ¿De qué acoso militar hablamos? ¿Alguien puede creer que la OTAN se disponía a atacar a Rusia? Cuando Putin dice que se estaba preparando un ataque para recuperar Crimea sabe que miente, de cara a su parroquia, que por cierto también sabe que miente, excepto algunas “babushkas” (abuelas) que solo ven la TV rusa oficial. La prueba, por si hiciera falta alguna, es la declaración reciente de Putin, según la cual no le importa que Suecia y Finlandia se incorporen a la OTAN, siempre que no instalen armas cerca de Rusia. Algunos aún ignoran que en la península de Kola, junto a Finlandia, hay ya hace años armas nucleares, como las hay en Kaliningrado, a un tiro de piedra de Finlandia, Suecia y toda Europa.

La OTAN tiene poco o nada que ver con la invasión rusa. Igual que no lo tuvo con la invasión de Afganistán, ni con las guerras contra Chechenia, que casi hicieron desaparecer del mapa la pequeña república que ansiaba la independencia. Ni tuvo que ver con los “mordiscos” rusos a Georgia (Abjasia y Osetia del sur) y a Moldavia (Transnistria). Ni tampoco con las salvajes matanzas que organizó Putin en Siria, solo para sostener en el poder al sátrapa Bashar Al-Asad, que permite bases militares rusas en su territorio. Insistir pues en que el “acoso” militar ha llevado a Putin a invadir Ucrania no es más que seguir a Putin, repitiendo sus consignas; resumiendo: es convertirse, objetivamente, en pro-Putin.

Nadie engañó a Gorbachov, que de todos modos estaba forzado a permitir la unificación de Alemania, ya que la URSS se deshacía por momentos. En las negociaciones sobre el tratado de unificación no se tocó para nada el tema de la posible expansión de la OTAN, como reconoció Gorbachov posteriormente. El hecho de que, en las conversaciones informales, alguien (como Blake) hubiera pronunciado las palabras de que la OTAN no se expandiría “ni una pulgada” hacia el Este, no significa nada: no constaron en el tratado, carecían de fuerza política. Hay muchas páginas de conversaciones, todo informal y sin validez ni vigencia, ni entonces ni ahora. Las conversaciones diplomáticas preparatorias de un tratado no cuentan si no quedan reflejadas por escrito y firmadas oficialmente. Pablo Iglesias gusta ahora de insistir en aquel “engaño”, aduciendo alguna oscura queja posterior del propio Gorbachov, y se empecina en que ahí radica la causa de la invasión actual. De nuevo una justificación, enmascarada, del proceder invasor de Putin, el cual dice rechazar. ¿Dónde está el espíritu crítico de la izquierda, que nos ha distinguido siempre de la derecha?

A quien sí engañaron fue a la joven Ucrania independiente (la tercera potencia nuclear del mundo entonces), cuando, en diciembre de 1994, presionaron a su inexperto gobierno para que cediera todas sus armas nucleares, y la logística involucrada en su uso, a la Federación Rusa. Nadie hace ahora caso de que aquello fue un tratado en toda regla, firmado solemnemente por Rusia, EEUU y el Reino Unido. Las tres potencias nucleares se comprometieron a “respetar la independencia, soberanía e integridad territorial de Ucrania” (art. 1), asumiendo la “obligación de abstenerse de amenazar o usar la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de Ucrania” (art. 2). Es un escándalo que se haya tolerado la invasión rusa de Crimea y la posterior del Donbás en 2014; así hemos llegado a donde ahora estamos. Solo ahora Occidente ha reaccionado como debía haberlo hecho antes. No he escuchado nunca a la izquierda exquisita denunciar la traición hacia Ucrania por aquel tratado clamorosamente incumplido.

Por cierto, el término “Occidente”, favorito de Putin, se ha demostrado ahora como engañoso: ya no son solo Europa, EEUU y Canadá quienes se oponen frontalmente a la invasión de Rusia, sino también Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, Japón, Taiwán, y muchos otros países. La confrontación no es ya entre Rusia y Occidente, sino la existente entre un gobierno totalitario padecido por Rusia, sin democracia ni libertades, y los países democráticos de todo el mundo.

El odio de Putin por Ucrania viene de lejos, y en él le acompañan algunos personajes del imaginario “Russkiy mir, el mundo ruso, que no es sino un conglomerado ideológico ultraconservador, pariente cercano del trumpismo, de Vox e tutti quanti. Uno de tales personajes es el patriarca Kiril, exagente del KGB (como Putin), implicado durante años en el suculento negocio de la importación de tabaco extranjero, que gusta llevar un reloj de 30 mil dólares. Kiril fue siempre un aliado y protegido de Putin, con cuya ayuda logró hacerse con el poder absoluto en la iglesia ortodoxa rusa, pasando así a engrosar la ya larga lista de oligarcas que se lo deben todo. En esa línea, Kiril ha bendecido la guerra de Siria y demás agresiones de Rusia, como la actual de Ucrania, describiendo el gobierno de Putin como un “milagro”. Es de notar el reciente asombro del Papa Francisco cuando, tratando de conversar con Kiril, tuvo que soportar veinte minutos de una encendida defensa de la invasión de Ucrania, despliegue de mapas incluido.

Todos ellos desean absorber, desmembrar o destruir Ucrania, en parte porque saben que lo que usualmente más se asocia a la cultura rusa procede en realidad de Ucrania: desean apropiárselo, falseando así la historia. Es una relación de amor-odio: unas veces dicen que Rusia y Ucrania son el mismo pueblo, y otras que Ucrania es “nazi” y hay que “purificarla”, cuando no reeducarla o incluso exterminarla. Cuando San Petersburgo era aún un pantano deshabitado, y Moscú la pequeña capital de un principado incipiente, recién salido del dominio mongol, el Rus de Kiev llevaba largo tiempo siendo una nación floreciente y poderosa, con una cultura variada y riquísima, que se extendía desde el Mar Negro al Báltico. Incluso algunos de los símbolos de los que se enorgullecen más los rusos son en realidad ucranianos: los cosacos y su legendario baile en cuclillas (el kasachok u hopak) proceden de la zona sureña ucraniana de Zaporiyia, que en estos momentos está siendo bombardeada por Rusia. Es más, incluso la famosa sopa de verduras y carne, el “borsch”, es originaria de Ucrania, no de Rusia, donde hacen una mala imitación. Es tal la envidia de algunos rusos por estos hechos, archiconocidos por cualquier historiador o persona bien informada, que hace poco la portavoz de Lavrov, María Zajarova, declaró, con toda solemnidad, que la afirmación de que el borsch es un plato ucraniano es una afirmación nazi (sic), que viene a demostrar el carácter fascista de los ucranianos.

En numerosas ocasiones Putin ha declarado que Ucrania no tiene derecho a existir, que es un país “artificial”, sin identidad nacional. Llegan informaciones, aún poco claras, de que con los cientos de miles de deportados forzosos que Putin está tomando en los territorios ocupados, incluso del propio Donbás, se está llevando a cabo una política de “filtración”, que podría conllevar la separación de familias, de reeducación obligatoria para los niños, en la que se les prohíbe hablar ucraniano y se adopta el currículo ruso. Ello sin mencionar la destrucción de libros ucranianos en las bibliotecas. Se trataría entonces de una auténtica limpieza étnica, tanto física como cultural.

Quieren hacer desaparecer a todo un pueblo: es la desucranización. Todo ello no tiene nada en absoluto que ver con la OTAN: se trata de obsesiones enfermizas, totalmente ahistóricas, muy antiguas. En realidad Putin aún tiene mentalidad soviética: invadir Ucrania es un episodio más de los tanques en Hungría y Checoslovaquia en los años 50 y 60 del pasado siglo. Sin embargo, ahora es mucho más grave: para Putin Ucrania es, además, un pueblo “traidor” a las esencias de la madre Rusia.

Según Putin y su entorno, la deriva democrática de Ucrania la aleja de las tradiciones del “mundo ruso”, acercándola peligrosamente a Occidente, según ellos un nido de drogadictos y homosexuales, encharcado en una enfermiza y descontrolada libertad de prensa, no digamos de asociación y manifestación. Todo ello son “extremismos” para el “mundo ruso”. Según proclaman, Occidente exhibe un modo de vida degenerado, unas costumbres decadentes, sin valores profundos, sin religión, como sí que aún permanecen intocables en la madre Rusia. (Es obligado recordar aquí el término hitleriano entartete, para señalar las costumbres, el arte y la música que había que prohibir, para que el pueblo no se contaminase.) Paradójicamente, todos los oligarcas hacen sus mejores negocios financieros en Occidente, envían a estudiar a sus hijos a Occidente, y compran sus yates y palacetes para residir todo el tiempo que pueden en Occidente. Londres, Suiza y Marbella están entre sus lugares favoritos.

En Rusia tienen elecciones, sí, pero antes de que se celebren, los jueces, a las órdenes de Putin, se inventan supuestas causas criminales justo contra los oponentes que ofrecen algún peligro de atraer votos: a todos se les prohíbe participar. Ahí está el pobre Navalny, pudriéndose en Siberia, y no digamos Nemtsov, al que mataron frente a las murallas del Kremlin, mientras paseaba tranquilamente al atardecer. Lo mismo sucede con los periodistas que se atreven a decir la verdad en sus medios: los matan (Politkovskaya) o desaparecen en el exilio, eso si tienen tiempo de escapar; es más, incluso escapando los envenenan a distancia (Litvinenko).

Un momento, dirán algunos: es que la OTAN representa los intereses del capitalismo, y la implantación de políticas neoliberales en cada vez más territorios. Y yo pregunto: ¿hay algo más capitalista que la Rusia actual?

Eso es en realidad el “mundo ruso”, y la democracia de Ucrania, aunque todavía imperfecta, pero con un gran impulso de integración en Europa, era un tremendo peligro, que podría ser seguido por otras “repúblicas” de la llamada Federación Rusa. Véase si no lo ocurrido hace poco en Bielorrusia, donde las masas ansiaban democracia, habiendo ganado la oposición unas elecciones que Lukashenko, guiado por Putin, falseó sin problemas. El peligro no es la OTAN, nunca lo fue, el peligro que causa terror en el Kremlin es el ansia de democracia. Algunos aquí, desgraciadamente, aún no han superado aquello de “OTAN no, bases fuera”, que gritábamos por las calles en los primeros 80, y permanecen anclados en la idea de que todo lo malo del mundo viene de EEUU, del “complejo militar-industrial”; como si Rusia no fuera otro complejo similar, pero sin control alguno ni el menor rastro de democracia.

Un momento, dirán algunos: es que la OTAN representa los intereses del capitalismo, y la implantación de políticas neoliberales en cada vez más territorios. Y yo pregunto: ¿hay algo más capitalista que la Rusia actual? Los oligarcas que la gobiernan, y que sostienen a Putin, son neoliberales en lo económico, aunque claro, no en lo político, pues ello les llevaría a acercarse peligrosamente a la democracia. Y claro que su neoliberalismo no es el de Occidente: su capitalismo, fuertemente intervencionista, es mucho más salvaje que en cualquier país capitalista de nuestro entorno, pues se basa en el saqueo de sus recursos naturales y de sus propias sociedades, con un nulo control y una protección social indigna de tal nombre. ¿O es que todavía hay quien ve en Putin a un comunista? Nada o casi nada de todo lo anterior parece ser entendido por la izquierda exquisita. Pero veamos más detalles de sus declaraciones.

El coordinador de IU, Alberto Garzón, y el secretario general del PCE, Enrique Santiago, dieron un triste espectáculo con ocasión de la visita virtual del presidente Zelensky al parlamento español. Sus tímidos y dudosos aplausos, cuando los hubo, pusieron de manifiesto la real inquina de tales dirigentes por Zelensky. Es más, el ministro Garzón, preguntado al respecto, declaró que aunque el respeto institucional era debido, el gobierno de Ucrania pecaba de simpatías por la extrema derecha, y era culpable de la prohibición de varios partidos políticos. Además, el diputado Miguel A. Bustamante, miembro del PC de Andalucía y de IU, incluso se negó a asistir al discurso de Zelensky, aunque confesó más tarde haberlo seguido por la pantalla interior. Sin embargo, junto a otros diputados de partidos pequeños, de cuyo nombre no quiero acordarme, repitió los falsos mantras de siempre: en Ucrania hubo un golpe de Estado en 2014, los gobiernos sucesivos no fueron realmente democráticos, y se había prohibido el Partido Comunista.

No hay que mezclarlo todo. Ya en 2015, mucho antes de Zelensky, no solo se prohibió, por ley, cualquier partido comunista, sino también cualquier partido nazi, tanto organizativa como simbólicamente. Mucha gente ignora este hecho y sus causas: para el pueblo ucraniano la dictadura comunista suscita tan malos recuerdos como la invasión nazi: ambas condujeron a hambrunas, masacres e intentos de exterminio del pueblo ucraniano y de su cultura. Cuando Putin hoy añora a Stalin, reivindica su memoria y, con la boca pequeña, sus políticas de exterminio y deportaciones, hablando de Ucrania como país “artificial”, lo que hace es tratar de terminar el trabajo no completado por el viejo sátrapa. Con ocasión de la actual invasión rusa, el parlamento ucraniano ha implantado la ley marcial, que limita ciertos derechos, solo mientras dure la guerra, y faculta al gobierno para intervenir medios, organizaciones y propiedades. Es una práctica habitual en caso de guerra.

En ese marco, se han limitado las actividades de otros partidos, todos de poca implantación. La razón es simple: se trata de partidos abiertamente pro-Putin que, o bien defienden la invasión rusa, o bien la justifican, al tiempo que apoyan a los “rebeldes” pro-Putin del Donbás y celebran la incorporación militar de Crimea a Rusia. Dado que pueden ser plataformas de propaganda pro-Putin, desinformando e incluso aprovechando sus medios para pasar información sensible a Rusia, es normal que se les limite. Muchos olvidan que Ucrania está llena de espías que trabajan para Rusia, fotografiando objetivos y pasando sus coordenadas al agresor, que lo tiene fácil para enviar sus misiles de precisión.

La ministra Belarra y el exvicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias han lanzado una acusación muy grave contra quienes defienden la ayuda militar a Ucrania. Según ellos, enviarles armas constituye una acción hipócrita: en realidad esconde el interés de los fabricantes de armas y el de EEUU. Sin embargo, varios líderes morales de los países democráticos, nada sospechosos de esconder oscuros intereses, se han mostrado comprensivos con esa ayuda militar. El propio Chomsky no rechaza el envío de armas, que interpreta como la ayuda a un pueblo que se defiende de una agresión injustificable, por más que también defienda, de forma paralela, todo esfuerzo hacia una negociación de paz. Incluso el Vaticano ha declarado recientemente que enviar armas a Ucrania es legítimo, desde el punto de vista moral, pues forma parte de lo que su doctrina considera como guerra justa. En consecuencia, según el dúo Belarra/Iglesias ambos personajes, Chomsky y el Papa Francisco, serían hipócritas y estarían defendiendo secretamente los intereses de los fabricantes de armas y de EEUU. De nada vale que Belarra e Iglesias se hayan apuntado a firmar un “manifiesto por la paz” donde constaba la firma de Chomsky. En ese manifiesto no se menciona a Putin y se limita a lo de siempre: pedir medidas de negociación para la paz y de protección humanitaria.

Otro personaje digno de nota, en este marco incomparable, es el eurodiputado Manu Pineda, de Podemos. Sin olvidar sus encomiables esfuerzos por defender al pueblo palestino, hay que denunciar la forma en que se sirve de su voz en el Parlamento Europeo para criticar la ayuda militar a Ucrania. Pineda ataca ferozmente todo envío de armas a ese país, cuyo gobierno casi califica como neonazi. No solo eso; siguiendo la línea oficial del PCE, incluso rechaza las sanciones contra Rusia. Los argumentos oficiales del PCE son conocidos: las sanciones las sufren los más débiles, alegando cosas tales como que en Irak fueron las responsables de la muerte de medio millón de niños. No se paran a pensar (o lo disimulan) que las sanciones contra Rusia ya están teniendo gran efecto en su economía y, más concretamente, en su creciente incapacidad para importar armas o sus componentes, así como para fabricar los repuestos necesarios.

La ministra Irene Montero ha declarado varias veces estar en contra de la invasión rusa, que califica de horrible. Sin embargo, rechaza también el envío de armas a Ucrania. Según ella, debemos limitarnos a buscar la paz mediante la negociación, etc. Su original aportación en este campo es notable: hay que utilizar la “diplomacia de precisión” (sic). Como señalaba con ironía cierto comentarista experto en temas militares, los diplomáticos que supieron de tal concepto coincidieron en una cosa: se debieron perder todos la clase donde en la escuela diplomática se explicó esa idea.

Lo que sí echamos en falta en el proceder de la ministra de Igualdad, sin negar sus admirables logros en la protección de la mujer y sus derechos, es que recapacite en su rechazo al envío de armas, precisamente por motivos propios de su departamento. En efecto, ha sido precisamente la ayuda militar la que ha hecho posible que Ucrania gane la batalla de Kiev. Como es sabido, al abandonar la zona los soldados rusos se han descubierto horribles crímenes, muchos de ellos contra las mujeres. No solo han aparecido cadáveres desnudos y mutilados de mujeres, sino incluso alguna que otra “cuadra”, donde los salvajes militares mantenían presas a un grupo de jóvenes ucranianas disponibles para la violación, que ejecutaban repetida y sistemáticamente.

Asimismo, se ha descubierto que el ejército ruso ha venido usando la violación como arma de guerra sistemática: los oficiales permitían a sus hombres ejecutar el plan sin problemas, incluso algunos participando. Es decir: gracias a la ayuda militar Ucrania ha podido detener esas atrocidades, aunque solo en los lugares liberados. Pocos se atreven a imaginar lo que estará ocurriendo en los lugares donde Rusia aún mantiene su bota, como Mariúpol, Jersón, etc. Quizá nunca lo sepamos. Las mujeres que han logrado escapar cuentan historias de auténtico terror. No estaría de más que la ministra sugiriera alguna medida al respecto del Gobierno del que forma parte. Otra inconsecuencia de la izquierda exquisita, ahora clamorosa, es la forma en que se limitan a rechazar el envío de armas a Ucrania. No se les ve el mismo entusiasmo por rechazar el envío de armas a Rusia. Es sabido que, incluso tras la ocupación rusa del Donbás y de Crimea, algunas empresas han continuado vendiendo armas a Rusia.

Igualmente, se sospecha que China se las está arreglando para suministrar al menos chips, para que Rusia pueda seguir fabricando misiles y otro armamento militar. Es más, al parecer, en algunas de las armas arrebatadas al ejército ruso, o formando parte de misiles o drones derribados, han aparecido chips de reciente fabricación europea. Finalmente, hay indicios de que Irán puede estar enviando armas a Rusia por vía marítima, a través del mar Caspio. Sería de agradecer un poco de coherencia por parte de la izquierda exquisita, por ejemplo sirviéndose de su influencia en el Gobierno de España, donde tienen varios ministerios, para promover alguna iniciativa en la que se investiguen, o al menos se condenen, tales suministros.

A la luz de semejante panorámica, no me parece excesivo el calificar la actitud y la conducta de Podemos, IU y PCE respecto a Ucrania de lamentables, cuando no de vergonzosas. Lo más triste es que muchos de los datos que he reunido aquí no se suelen divulgar, e incluso a menudo se ignoran, o se tapan, de manera también vergonzosa. Para quienes compartimos el mismo territorio ideológico, esa vergüenza se vive, penosamente, como vergüenza ajena.

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Francisco Rodríguez Consuegra es catedrático retirado de Lógica y Filosofía de la Ciencia

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