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El periodista bombardeado

José Couso

Aquel día lucía el sol y la visibilidad era buena. Al otro lado del Tigris se veían columnas de humo de los combates y del petróleo quemado por las tropas de Sadam Husein para dificultar la acción a los aviones y satélites. "No necesitabas salir del hotel porque la guerra había llegado hasta ti”, recuerda Jon Sistiaga 10 años después de la muerte de su compañero José Couso, de Telecinco.

Eran las 11.56 de la mañana (09.56 hora peninsular española) del 8 de abril de 2003. Un carro de combate estadounidense se mantenía inmóvil sobre el puente Al Jumhuriya, uno de los que cruzan el río. El camarógrafo de la agencia Reuters, el ucraniano Taras Protayuk, filmaba la entrada de las tropas de EE UU en Bagdad desde la habitación 1503 del hotel Palestina. En él se concentraban los periodistas extranjeros, incluidos los norteamericanos. La señal de Protayuk se emitía en directo por CNN y Al Yazeera. Todos –Casa Blanca, Pentágono, Sadam– podían seguir la guerra en tiempo real.

El carro de combate que no hacía nada sobre el puente giró su torreta y disparó un obús de espoleta retardada (explosionan a siete metros del objetivo) contra los pisos superiores del hotel. No era su munición más mortífera. Su intención, relata Sistiaga, era silenciar la cámara que emitía en directo. Couso grababa desde el piso inferior, en la habitación 1403. El ataque acabó con la vida de Couso y de su colega ucraniano.

La primera versión del Ejército de EE UU sostenía que el blindado había sido atacado, que en la azotea del Palestina había francotiradores. Ningún periodista lo confirmó. Horas antes del disparo que mató a Couso y Protayuk, la aviación estadounidense bombardeó las sedes de las televisiones Al Arabiya y Al Yazeera. En esta última falleció el periodista Tarek Ayoub. La cadena catarí había facilitado a EE UU las coordenadas de su posición. No quería revivir la experiencia de Kabul, en 2001, cuando una bomba norteamericana destruyó su oficina. La Federación Internacional de Periodistas consideró “intencionado” el ataque al Palestina. Nadie ha sido juzgado.

Un día después se escenificó el final de la guerra. Las tropas norteamericanas ocuparon el centro de Bagdad. Delante de los hoteles Palestina y Sheraton y de las cámaras de la CNN, derribaron la estatua de Sadam de la plaza Fardus. Fue un acto propagandístico fallido. Antes de que un blindado la arrancara de su pedestal, el soldado Edward Chin se encaramó al dictador de bronce y le colocó en el cuello la bandera de las barras y las estrellas. Fue un lapsus: dejó al descubierto las intenciones del presidente George W. Bush. Después se corrigió con la iraquí. Era tarde: todos habían captado el mensaje.

Un día antes del ataque contra el hotel Palestina, el 7 de abril, falleció el periodista de El Mundo El MundoJulio Anguita Parrado. Se hallaba empotrado en una unidad de la 2ª Brigada de la Tercera División de Infantería del Ejército de EE UU. El día de su muerte decidió no acompañar a los soldados en una misión cercana a la capital. Le habían advertido de que sería duro. Anguita no confiaba en su chaleco antibalas. En el cuartel general, un sitio teóricamente seguro, estalló un misil iraquí. Murió junto al alemán Christian Liebig, de la revista Focus, y dos soldados.

“TIRO PIEDRAS EN UN ESTANQUE”

En una guerra no hay medidas de seguridad, solo prudencia y, sobre todo, mucha suerte. Cada generación tiene sus muertos: Gerda Taro (España), Enrie Pyle (Pacífico), Robert Capa (Indochina), David Seymour (Egipto), Kurt Schork, Miguel Gil (Sierra Leona), Julio Fuentes (Afganistán), Tim Hetherington y Chris Hondros, (Libia), Marie Colvin (Siria)... El periodista que va a guerras se siente inmortal. Es la receta contra el miedo. Pero cuando mueren los buenos todos se sienten vulnerables.

La crisis económica, los recortes, el desplome publicitario, la renuncia a conocer el mundo complejo que nos rodea por una cuestión de ahorro, ha sacado de las zonas de conflicto a cientos de enviados especiales. La mirada propia ha quedado en manos de los freelancefreelance, jóvenes como Antonio Pampliega, que se juegan el tipo y la cartera en lugares peligrosos como Alepo. Carecen de seguros de vida y garantías de publicación; también carecen de un pago digno. Ya nada es como hace 10 años: Irak y Afganistán, las últimas coberturas en un mundo periodístico que se desmorona. El periodismo deja de ser una aventura en la que el reportero se adentra en una guerra sin los titulares en una maleta y una fecha cerrada de regreso. Ese dejarse llevar, dejarse sorprender desde la paciencia, ha dejado de ser la pauta de muchos medios. Quedan las excepciones. El periodista que iba a guerras, que tenía la maleta preparada para salir, los Couso y los Ricardo Ortega (muerto en Haití hace siete años), se desesperan pie en tierra. Hay dos formas de matar a un reportero: de un tiro o anclado en una redacción.

El fotógrafo sudafricano Greg Marinovich recuerda que descubrió para qué servía su trabajo en un ataque del partido zulú Inkatha contra la sede del Congreso Nacional Africano (ANC, en inglés) de Nelson Mandela. Eran los tiempos del apartheid. La policía racista dirigía el asalto. El comunicado oficial alteró los hechos culpando al ANC. La foto de Marinovich desmontó la versión gubernamental. “Ese día supe qué significaba ser fotoperiodista”, escribe en el libro El club del Bang Bang.

¿Morirá esta profesión? Emilio Morenatti, fotógrafo de AP, que perdió una pierna en una explosión en Kandahar en agosto de 2009, está convencido de que no: “Siempre habrá alguien dispuesto a pagar por fotografías de alta calidad”. La periodista estadounidense Martha Gellhorn, tercera esposa de Hemingway, única mujer en el desembarco de Normandía el 6 de junio de 1944 y que cubrió la guerra civil española, tenía una frase que explica el porqué de este loco oficio de viajar a sitios destruidos, en los que matan a los testigos incómodos: “Yo tiro piedras sobre un estanque; no sé qué efecto tienen en el agua, pero yo al menos tiro piedras”.

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