La subversión de la Movida, o de cuando ser políticamente incorrecto era ‘lo más’

'A tope' (1984), de Tito Fernández, llevó al cine el esplendor musical de la Movida, con figuras ya históricas del pop español como Alaska, en la imagen.

Javier Menéndez Flores

Hace ya años que ese cáncer social que es la corrección política comenzó a abrirse paso entre nosotros de un modo paulatino pero firme, y hoy, crecidísima, se nos ha ido fatalmente de las manos como el cuerpo resbaladizo de un pez. ¿Cómo no poner cara de gilipollas cuando asistimos al disparate que supone condenar obras artísticas del pasado por su supuesto contenido ofensivo, ya sea este de carácter racial, religioso o sexual, o bien hechos históricos que de ninguna manera pueden ser enjuiciados con las inmaculadas gafas del tiempo presente? El mayor problema se da, no obstante, en el día a día, cuando expresar las propias ideas se ha convertido en una carrera de obstáculos. Quienes creemos de veras en la salvaguarda de una libertad de expresión que tantísimo costó conquistar, sentimos un crujido interior cada vez que es socavada. Pero es que eso, tratar de debilitarla, es justamente la razón de ser de la corrección política. 

Vivimos sojuzgados por una implacable policía de la moral que nos obliga a examinar con ojo de entomólogo cuanto sale de nuestras bocas y teclados. Hablo de la dictadura del eufemismo, que pretende, y muchas veces logra, arrancar de nuestros diccionarios palabras que nacieron para ser dichas con todas sus letras, pero que según los severísimos criterios de la corrección política se han vuelto una amenaza para la convivencia pacífica.

El efecto más perverso de esa corriente represora es que el veneno nos ha sido ya inoculado y nos hemos convertido, todos, sin excepción, en nuestros propios censores. Quiero decir que hemos tenido que aprender a hablar y a escribir sometiendo cada término a un rápido proceso de depuración; a un control de calidad interno cuyo propósito es el de no zaherir a absolutamente nadie, con lo cual vamos camino de ser una masa tan civilizada y homogénea como ineludiblemente aprisionada. Eso, en el caso concreto de periodistas, escritores, conferenciantes y, sobre todo, personas públicas equivale a caminar descalzos sobre cristales o brasas. Un infierno.   

No hace tanto, la Movida, que no fue otra cosa que un estallido de libertad, una primavera superlativa tras cuatro demoledoras décadas de invierno, se caracterizó por el deseo de transgredir. Desde finales de los setenta la provocación, que se extendió por España en general y Madrid en particular como el agua incontenible de un río desbordado, era celebrada de forma casi unánime, ya que al venir de donde veníamos lo que tocaba era llamar a las cosas por su exacto nombre y hacerse notar todo el tiempo. Es decir, mostrar y no tapar. Gritar hacia fuera, y bien fuerte, y ya nunca más hacia dentro. 

En el ámbito de la cultura y el espectáculo hay numerosos ejemplos de ello. Almodóvar y McNamara cantaban que iban a tener un bebé al que llamarían Lucifer y al que enseñarían a criticar, vivir de la prostitución e incluso matar, algo que ningún sello discográfico de hoy día se atrevería a publicar. De Parálisis Permanente escuchábamos aquello de “Quiero ser canonizada, / azotada y flagelada, / levitar por las mañanas / y en el cuerpo tener llagas. / ¡Quiero ser santa! / ¡Quiero ser beata!”, una canción que sonó en las radios de los incipientes ochenta a pesar de que entonces España estaba superpoblada de meapilas a quienes aquello debió de parecerles el advenimiento del Anticristo. Entretanto, el grupo Leño retrató sin una gota de clemencia a la ciudad en la que nació y se desarrolló: “Es una mierda este Madrid / que ni las ratas pueden vivir”. Del mismo modo, Ramoncín abría sus conciertos con un rugido de napalm: “¡Eh, Madrid, pozo de mierda, escucha mi nombre!”, más o menos en las mismas fechas en las que el vocalista de los arrogantes Gabinete Caligari, Jaime Urrutia, presentaba las actuaciones de la banda con este misil: “Hola. Somos Gabinete Caligari y somos fascistas”. Y-no-pasaba-nada. 

Y luego estaban las primeras películas de Almodóvar, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y Laberinto de pasiones, que nos mostraron violaciones, lluvia dorada, brutalidad policial, sumisión, dominación, sadismo/masoquismo, lesbianismo, relaciones homosexuales, tríos, incesto y consumo de cocaína en un tono surrealista que lograba mitigar tales excesos. Aun así, unos pocos años antes semejante cóctel habría provocado un sismo mediático y social. También Iván Zulueta en Arrebato y Eloy de la Iglesia en varios títulos, con El pico y su secuela a la cabeza, le echaron un par y radiografiaron para todos los públicos el monstruo marrón de la heroína, al lado del cual Frankenstein, Drácula y el Hombre Lobo parecían inofensivos ositos de peluche. 

Eso no significa, cuidado, que una buena parte de la sociedad no se escandalizara con esas manifestaciones artísticas. De hecho, ocurrió muchas veces. Como cuando Javier Krahe, Joaquín Sabina y Alberto Pérez acudieron a Televisión Española, en 1981, y el primero cantó Marieta y pronunció la palabra “gilipollas” doce veces, lo que motivó que la centralita de Prado del Rey escupiera lava: cientos de llamadas de telespectadores indignados se sucedieron a lo largo de la noche. Aquellos tres cachondos acapararon durante días la atención de los medios, y encima le sacaron rédito, puesto que a Krahe y sobre todo a Sabina les sirvió como trampolín para sus emergentes carreras. 

Canciones y películas subversivas

Más grave fue cuando, un par de años más tarde, el programa Caja de ritmos fue retirado de forma fulminante de la programación de la primera cadena de la televisión pública después de que el grupo punk femenino Vulpes, natural de Bilbao, cantara Me gusta ser una zorra, la cual contenía estos preciosos versos: “Prefiero masturbarme yo sola en mi cama / antes que acostarme con quien me hable del mañana. / Prefiero joder con ejecutivos / que te dan la pasta y luego vas al olvido. / Me gusta ser una zorra… / ¡Cabrón!”. En aquel escándalo, denunciado de forma contundente por el diario ABC, llegó a intervenir nada menos que el Fiscal General del Estado. Increíble. La censura, en esa ocasión, sí se alzó con la victoria, a pesar de que entonces gobernaba el justiciero PSOE de los más de diez millones de votos. La guerra abierta a raíz de aquello entre los dos principales diarios del momento, rivales tanto en lo económico como en lo político, ABC y El País, que se cruzaron editoriales y artículos con firmas de mucho pedigrí, mostró de nuevo a las dos Españas: aquella de la que veníamos y que vinculaba esa actuación a “campañas en marcha de descristianización de la sociedad y corrupción de la juventud”, y la que defendía que la Constitución “consagra la pluralidad en todos los campos, incluido el ámbito de la moralidad y las costumbres”.

En esos años hubo muchas más canciones y películas subversivas, y la televisión y la radio se caracterizaron por su ausencia de maquillaje y contención: la espontaneidad lo cubría todo, y el artificio y la cautela no encontraban sitio. Vamos, que si en el transcurso de una entrevista lanzabas una bomba, o dos, habías triunfado. 

Uno de los momentos más políticamente incorrectos de esa época lo protagonizó precisamente un político, Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid entre 1979 y 1986. Fue durante una fiesta organizada en el Palacio de los Deportes de Madrid, en 1984, cuando el viejo profesor pronunció un minibando que pasaría a la historia: “¡Roqueros! El que no esté colocao, que se coloque. ¡Y al loro!”. Si esas populistas palabras, que recibieron el aplauso enfebrecido de aquellos a quienes iban dirigidas, los jóvenes, fueran pronunciadas en la actualidad, el escándalo sería de tal calibre que el político en cuestión tendría que darse el piro de la política después de que los medios de comunicación hubieran clavado su cabeza en una pica.

Pero es que entonces lo importante era beberse la vida, esnifarla, acoplarse a ella, y los días sombríos, tenebrosos, de la recién superada dictadura parecían estar a años luz. El internacional Antonio Banderas, otro de los protagonistas de aquel Madrid audaz e irreverente, feo y libérrimo, salvaje y en vías de modernización, lo explicó no hace mucho como no lo ha hecho ningún sociólogo: “En los ochenta, Franco estaba más muerto que ahora”. La frase es incontestable, puesto que el pasado era un lastre demasiado oneroso como para cargar con él y aquellos que estrenaban la democracia no tenían espacio en sus cabezas para nada que no fuera el estupefaciente momento que vivían. Y como no existían teléfonos móviles ni redes sociales (malditos sean unos y otras), la gente se echaba a la calle con voluntad caníbal, es decir, para alimentarse de gente, cualquier día, a todas horas, porque Madrid era una fiesta mayúscula y como fuera de casa en ningún sitio. Y todo eso hace que la Movida, que no fue un movimiento sino una atmósfera, se nos revele ahora, 40, 35 años después, como un momento de libertad suprema.

Hoy, la corrección política es la nueva Inquisición. Una hoguera en cada emisora de radio, en cada canal de televisión, en cada redacción de periódico y, por supuesto, en las redes sociales, donde los talibanes de la corrección política son legión. Y lo peor de todo: una hoguera en la cabeza de cada ciudadano, como un recordatorio constante de que ese comentario ingenioso y a la contra que bulle dentro de sí puede ser reprendido de inmediato si comete el error de verbalizarlo o escribirlo. 

La corrección política, en fin, como un centinela incansable en forma de fuego interior que nos advierte que el lenguaje no es una autopista, sino una calle con una serie de semáforos que a partir de determinada velocidad se ponen en rojo (sangre).

Íbamos, todos, para estrellas de rock contestatarias, y mirad en lo que nos hemos quedado.

Menuda mierda. 

*Javier Menéndez Flores (Madrid, 1969) es escritor y periodista. Autor de la reciente novela ‘Todos nosotros’ (Planeta) y de ‘Madrid sí fue una fiesta. La Movida y mucho más, de la A a la Z’ (Cúpula).

Más sobre este tema
stats