Templanza

“Una sociedad que usa y tira sin contemplaciones los objetos que fabrica, usa y tira también a los usuarios”, sostiene el autor.

J. Á. González Sainz

Siempre hay que preguntarse por los demonios de las cosas. Si nos preguntáramos de verdad en estos momentos, tan decisivos en lo tocante a las peligrosísimas tendencias que han tomado ciertos hábitos masivos en nuestras sociedades, hábitos físicos y hábitos mentales, por qué demonios una virtud fundamental, cardinal en el mundo clásico, como la templanza está tan desacreditada en realidad entre nosotros y ha sido tan orillada y ridiculizada por nuestras generaciones; por qué nuestra sociedad, incapaz no ya de estimarla sino de entender mínimamente en qué consiste y qué valor tiene, le ha dado presuntuosamente la espalda y la ha echado, con desdeñoso desparpajo, al basurero reaccionario de la historia, tal vez —siempre tal vez— nos daríamos de bruces con los demonios de alguna cuestión crucial de nuestra época y de los derroteros de nuestra época. 

A mi generación, a las generaciones aledañas (de aquellos polvos estos lodos), nos apretaban mucho los corsés. No sólo nos apretaban mucho porque muchos realmente apretaban, sino que además no veíamos más que corsés en todo o bien lo que todo tenía de corsé que nos apretaba insoportablemente por todas partes y no nos dejaba respirar. Nada nos dejaba respirar a nuestro aire, que era un aire prístino y radical, limpísimo y absoluto que llevábamos en nuestros corazones y frente al que todo eran cortapisas y corsés: el corsé del franquismo, el del sistema, el corsé del catolicismo y el corsé también de todo lo que venía de atrás, la miseria o la pobreza en primer lugar y también el corsé de nuestros padres y el de las costumbres y formas de la tradición, todo más o menos revuelto y embarullado en un mismo saco. Teníamos nuestras buenas razones y nuestras maravillosas pasiones, también todo ello revuelto y embarullado. Pero no sospechábamos entonces, sobre todo los más sofocados por los corsés, que además de apreturas efectivamente sofocantes, de llagas y rozaduras reales, eso era también una canción, una canción eterna, pegadiza y machacona, muy bailable, claro, pero una canción que, también como los corsés, venía de atrás, de tan atrás como el Romanticismo y el Idealismo, en cuyos altares, sin saberlo, sin saberlo incluso ahora, hacíamos nuestros sacrificios y elevábamos nuestras plegarias y nuestros programas y, muchos, sus tejemanejes. Esos altares sacrificiales, con las mejores intenciones de algunos y las peores de otros, han producido en el siglo XX las mayores catástrofes de la historia de la humanidad, a cuyas causas materiales, ideológicas y sentimentales, y a cuya realidad —material e ideológica y sentimental— todavía permanecemos sordos y ciegos.

Nada nos dejaba respirar a nuestro aire, que era un aire prístino y radical, limpísimo y absoluto que llevábamos en nuestros corazones y frente al que todo eran cortapisas y corsés.

Nosotros aspirábamos a liberarnos de todos los corsés y todos los límites y a mandarlos a tomar viento fresco, sobre todo los que más aspirábamos a algo romántico e ideal; la sola idea o el solo barrunto de que algo estuviera encorsetado o se atuviera a unos límites o una forma ya definida nos producía un repeluzno instantáneo y pulsional. Aspirábamos a algo grande, nítido y puro, sin medias tintas, sin componendas ni mediaciones, sin pararnos en barras ni reparar en nada que no sirviera para asfaltar de alguna forma nuestra aspiración: directos al fin sin con-templaciones. Templar, contemplar, andarse con contemplaciones y templanzas, pararse, eran cosas reaccionarias. Aspirábamos a darles la vuelta a todas esas cosas, a darle la vuelta a la tortilla del mundo, sin valer ver o querer ver que, una vez dada la vuelta, si la dejas ya ahí, la tortilla se quema. 

Transgredir todo el rato

Teníamos poca experiencia en hacer nada, sobre todo en hacer humildes tortillas de a diario, y nuestro lema era la transgresión, tender a transgredirlo todo y a transgredir todo el rato, a deformar, a translimitar, a cambiar todo y saltárnoslo todo. Si hasta entonces una cosa se hacía de un modo o se ponía de una forma, pues nosotros, o buena parte de nosotros, instintivamente al revés. Tanto en las formas de vestir, como en las maneras en la mesa o las de edificar, cada uno como se le antojaba. O eso es lo que creíamos. Si nuestros padres ahorraban, nosotros despilfarrábamos; si trataban de comprar cosas “para toda la vida”, nosotros para la moda de estar a la última; si las casas de un pueblo o una calle eran de un modo, nuestras generaciones construyeron lo que les dio la gana y como les dio la gana sin atenerse a nada que no fuera especulación. Si una actitud era virtuosa y la otra viciosa, pues nosotros hacíamos de la virtud vicio y del vicio virtud. Un vicioso de hasta entonces, un lujurioso, un soberbio o un envidioso, un colérico, se convirtió sólo en una forma de carácter, en uno de los tipos posibles de la “caracterología” que el mismo Kant exponía en su Antropología Pragmática. 

Qué duda cabe de que todo ello hubo de traer sus buenas liberaciones y sus avances, avances en la economía, en el consumo, en las costumbres. La templanza, sin embargo, que desde los griegos era una de las virtudes fundamentales, junto a la justicia, la prudencia y la fortaleza, quedó para vestir santos, y para nuestra sociedad desde luego pasó a ser algo morigerado y ridículo, blando, insípido, algo antiguo y reaccionario. 

Lo nuestro era destemplar, desmedir, infringir y desobedecer a todo trapo, a todo trance y en todo ámbito. Nos las dábamos de anticapitalistas, por ejemplo, pero no nos habíamos dado cuenta, por ignorancia, por falta de luces, por inmadurez o bien falta de honestidad intelectual y moral, que el capitalismo de fondo, o lo que más bien sea esto que es nuestra sociedad cada vez más, se basaba, y se basa cada vez más, justamente en la destemplanza. En la falta de templanza, de medida y de prudencia (también de justicia y de fortaleza, claro), en la falta de temple, de capacidad de templar una cosa con otra, de considerar una cosa y la otra, de medir, de distinguir y evaluar. 

Una absoluta falta de templanza y prudencia, de carácter y fortaleza para advertir esas faltas y sostener esas virtudes personales y sociales y sostener la virtud de la virtud, ha llevado a nuestras sociedades al borde de un raro colapso en medio de un mariposeo sentimental e ideológico suicida. Por esa falta transgresiva de consideración y templanza, por nuestros hábitos de producción y consumo material, sentimental e ideológico, corremos el riesgo de agotar materias primas o llenar los mares de plásticos, de contaminar el aire y las aguas de superficie y los acuíferos y degradarlo todo, de producir objetos que ya no son objetos sino sombras de objetos, imágenes de objetos, cachivaches al poco inservibles material o socialmente porque su obsolescencia está programada en el disparadero de una gregaria obediencia disparatada a la moda y a la costumbre de usar y tirar.

Usar y tirar sin contemplaciones

Una sociedad que usa y tira sin contemplaciones continuamente los objetos que fabrica, usa y tira también a sus usuarios (y tiradores), que no se distinguen ya de sus objetos obsolescentemente producidos. La completa destemplanza generalizada en el consumo de mercancías (incluidas aquí por supuesto no sólo las imágenes y las comunicaciones sino las personas y sus relaciones subjetivas, sociales o políticas), la inadvertencia gregaria ante nuestros modos de actuar y comportarnos y el capricho, el antojo inmediato o el deseo fabricado (o para decirlo como suele el vulgo hablar hoy con su vecino: el “porque me sale de los cojones” como causa universal suficiente), convertidos en eje central de nuestras costumbres, producen un despilfarro intolerable de materias y de vida, una conversión de parte del planeta en basurero, desguace, vertederos de residuos o de vertidos tóxicos cuyo alcance y toxicidad amenaza la salubridad de la vida. Sin contar, pero por ahí se empieza, que somos así nosotros mismos los que nos convertimos en vertederos, en desguaces de nosotros mismos, en nuestro propio basurero de pasiones y razones (sic) y que nuestra toxicidad y peligrosidad va aceleradamente en aumento.

Si es así, si lo que llamamos rumbosamente “identidad” a lo que más se parece a lo mejor es a un vertido tóxico ideológico, a un desguace de imágenes, a un almacén de chatarra comunicativa o una papelera de ordenador, si ya no se trata tanto de una desviación viciosa de la personalidad sino de una verdadera disolución de la personalidad, si ya no hay carácter que valga, temple, entereza, valor sereno y ecuánime —todas esa antiguallas— desde el que advertir primero, desde el que darnos cuenta, tomar conciencia, y aprestar una resistencia suficiente, si de todo se hace enseguida palabrería, publicidad, propaganda, politiquería, y si todo ello es indiscriminado e imparable, una tendencia imparablemente destemplada, toda acción en ese sentido será, en la medida en que es tal, una acción o una postura antisocial, antimasiva, aristocrática si se quiere. 

Para concluir, y por si de algo vale, vamos a recordar brevemente lo que es templar, templanza, temple. Templar es atenuar, moderar, suavizar; es también apaciguar la violencia, la vehemencia, la cólera y los extremos; es mezclar una cosa con otra, un color con otro, como en la pintura; es afinar, pero para ello también atirantar, tensar, buscar la tensión en las cosas, entre el arco y la cuerda. Es asimismo dar dureza y elasticidad, fortaleza, como al templar el hierro, y es adaptar las velas a la fuerza del viento. También combinar con armonía los colores para que no desentonen. Templar es, como en la tauromaquia, adecuar el capote o la muleta a la embestida. Ahí es nada: adecuar a la embestida, adaptar a la fuerza del viento, dar dureza y elasticidad, fortaleza, tensar con justeza, atenuar, moderar, mezclar, combinar. De que de todo esto se haga tesoro, pensamiento, meditación, acción, carácter, y no palabrería, intoxicación, consumo y manipulación del lenguaje, tal vez dependa en buena medida nuestro futuro como sociedades y como personas, si es que queremos seguir siendo eso.

*J. Á. González Sainz (Soria, 1956) es escritor. Su último libro es ‘La vida pequeña. El arte de la fuga’ (Anagrama, 2021).

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