'La bestia' es un fascinante poema de ciencia ficción sobre el miedo a dejar entrar el amor en nuestras vidas

George MacKay y Léa Seydoux en 'La bestia'. IL

Un hombre y una mujer se encuentran en una fiesta, pongamos que a inicios del siglo XX. El hombre cuenta que vive angustiado con el temor de que algo malo vaya a ocurrirle, y al hallar a alguien que recibe con total empatía dicha angustia contraen una duradera amistad. El tiempo transcurre y no pasa nada: solo una vida que los protagonistas viven siempre pendientes del temor del hombre. Entonces ella muere, y frente a su tumba él lo entiende. Ese “algo malo”, esa idea que habían llegado a imaginar como un monstruo acechando desde un lugar oscuro, era el hecho de no consumar nunca un amor. Justo lo que había ocurrido.

“La liberación hubiera sido amarla; entonces, entonces hubiera vivido. Ella había vivido”, concluía Henry James La bestia en la jungla. Las cursivas enfatizaba el dolor, y rubricaban uno de sus relatos más célebres. El absurdo error de John Marcher abanderaba las profecías autocumplidas, toda vez que un lamento personal del propio James por su soledad. Se leyera como se leyera el relato era muy evocador. Lo atravesaba la universalidad de la experiencia humana, y parecía predispuesto a que otros artistas lo combinaran con sus inquietudes. En el episodio final de La mansión de Bly Manor, por ejemplo, Mike Flanagan le daba una vuelta de tuerca (en honor a otra obra de James) para que no fuera tan deprimente.

En meses recientes se ha dado por lo demás la simpática tesitura de que dos cineastas europeos, Patric Chiha y Bertrand Bonello, han querido adaptar libremente La bestia en la jungla. Ambas películas han llegado con semanas de diferencia, siendo la aproximación de Bonello notoriamente más ambiciosa: mientras que Chiha ha ceñido la relación de los no-amantes a varios encuentros de discoteca según la cambiante escena musical entre los 80 y los 2000, Bonello ha optado por expandir el esqueleto narrativo de La bestia en la jungla. Podría decirse que ha querido adaptar el relato tres veces seguidas, y mezclarlas en un enrevesado laberinto que sirva de comentario hacia lo que quiso decir James.

En este empeño Bonello podría haberse topado con una gran dificultad y es que su cine nunca ha parecido confiar en lo universal, entendiendo este como un aquí y ahora extrapolable a cualquier época. El director de Casa de tolerancia posee, por decirlo así, una hiperconsciencia histórica: sus imágenes llegan mediadas por el conocimiento de lo que dejan atrás, marcadas no tanto por una perspectiva marxista como por una búsqueda de la sensualidad a caballo del pasado y el presente. Entre ambos tiempos verbales nace la energía estética de Bonello, que no iba  limitarse a los avatares de dos únicos personajes.

Tenía que ir más allá, proyectarse en distintas direcciones y razonar que algo tan potente tenía por fuerza que haber ocurrido en más de una ocasión. El punto de partida de La bestia tiene lugar en el futuro, 2044, donde la Inteligencia Artificial ha ahogado al ser humano en el paro y la única forma de acceder a los escasos empleos disponibles es someterse a la “purificación”. Este mundo distópico asume —como lo asume Bonello— que ningún humano vive únicamente en el presente, sino que su subjetividad es resultado de un pasado colectivo. La purificación destruiría el recuerdo instintivo, la impronta, de ese pasado. Gabrielle (Léa Seydoux) sería abocada a un presentismo estricto, flotando en el vacío. 

Lo que, tal es la admirable pirueta discursiva del cineasta, enlazaría con la capacidad de enamorarse y de amar. Es decir, con Henry James, deviniendo su bestia selvática un ente ahistórico, mucho más aterrador por su amplio radio de alcance. En la modulación de esta nueva bestia reside el logro más categórico de la película, al confirmar que las inquietudes de Bonello están perfectamente definidas y ansían evolucionar. Desde que Bonello profetizara sin querer los atentados de París en 2015 con esa Nocturama que justo andaba rodando cuando sucedieron —con lo que su acercamiento sensorial al flujo histórico evidenciaba de repente un terrible riesgo de frivolidad—, el director no ha dejado de aprender.

Su cine se ha hecho más rico, más riguroso, más honesto. Zombi Child o, sobre todo, Coma —deslumbrante ensayo nacido del confinamiento por coronavirus—, han ido allanando el camino para la sofisticación conceptual de La bestia, y para que cada una de las piezas que integran este complicado puzle no parezcan fuera de lugar. Seydoux y George MacKay se encuentran y desencuentran varias veces con varias identidades, en efecto. Antes de 2044 ocurrió en 1910 y 2014, cuando la bestia acogió formas diversas e históricamente documentadas. En 1910, en París, pudo ser su famosa inundación. En 2014, en Los Ángeles, un episodio de violencia muy parecido al que cometió Elliot Rodger.

Elliot Rodger asesinó a seis personas en California y es un obvio precursor del movimiento incel: ese que pueblan hombres misóginos y frustrados por el supuesto rechazo de las mujeres, que en los últimos años ha impulsado más crímenes. Bonello asocia ese homicida temor al “rechazo” con la resistencia ante el enamoramiento que comparten las distintas encarnaciones de Seydoux y Mackay. Podría ser una frivolidad mucho mayor que el retrato del terrorista juvenil de Nocturama. Pero de algún modo cuaja.

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La bestia comete muchos errores en su tránsito de una época a otra, o de un género a otro —toda la parte incel saca un partido de Los Ángeles como la ciudad inquietante por antonomasia que agradaría al David Lynch de Mulholland Drive—, mientras las conexiones entre el thriller, el melodrama parisino o la ciencia ficción de 2044 parecen más endebles cuanto más las piensas. Bonello se lo juega todo a que entendamos cómo funciona su cabeza, a que no nos perdamos entre sus asociaciones de ideas. 

Porque son asociaciones febriles, erráticas y a veces ridículas —su mirada a la soledad en tiempos de Internet es bastante banal, aún con momentos logrados en su tremendismo—... y también muy románticas. La bestia es presa de un romanticismo exacerbado y rabioso, al que la crítica escéptica apenas puede hacer mella. Una gran baza para ello es el magnetismo escénico de Seydoux —absolutamente entregada a esta locura quijotesca—, pero la propia convicción de Bonello, desesperada y visceral, se basta para blindar la película.

De modo que finalmente La bestia resulta ser una adaptación fiel en extremo de Henry James. Bonello ha logrado retener su aliento fatalista y ha construido a partir de él un poema monumental, concienciado con el que pese a todo no ha dejado de ser el temor determinante, antropológico, que siempre ha acosado a la humanidad. En nuestra época, y en todas las épocas que nos preceden o sucederán. 

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