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Netanyahu entre dos fuegos: bombardea Gaza mientras decide si inicia una nueva guerra en Oriente Próximo

Palestinos inspeccionan sus casas destruidas tras la retirada del ejército israelí de la localidad de Abasan, en la Franja de Gaza.

René Backmann (Mediapart)

Benjamin Netanyahu sigue en la tentación de realizar por fin uno de sus sueños más preciados: implicar a Estados Unidos, a sus aliados europeos y a algunas monarquías árabes "moderadas", es decir, próximas a Washington, en una intervención militar destinada a destruir el programa nuclear iraní. Puede también que se conforme con ataques aéreos de la aviación israelí contra los intereses estratégicos de Teherán en Irán o en el extranjero. ¿Encargará al Mossad operaciones de ciberataque contra las instalaciones de enriquecimiento de uranio de Irán, como hizo a principios de la década de 2000? 

Puede que piense que su proclamada obsesión por mantener una indiscutible capacidad disuasoria contra la República Islámica ha quedado satisfecha con el espectacular fracaso de la ofensiva aérea de Teherán contra Israel del domingo. Según los militares israelíes, el 99% de los vectores –drones, misiles de crucero, misiles balísticos– lanzados por Irán fueron interceptados y destruidos por la defensa antiaérea israelí y la de sus aliados antes de alcanzar sus objetivos. 

Al parecer, uno de los pocos misiles que logró atravesar las barreras iba dirigido a la base de Nevatim, cerca de Be'er Sheva, en el norte del Néguev, base de los cazabombarderos furtivos F-35 que utiliza la fuerza aérea israelí. Según el Estado Mayor, los hangares de los F-35 se libraron del proyectil iraní, cuya principal víctima fue una niña herida por la metralla en una aldea beduina cercana a la base. Pero el primer ministro israelí, claramente exultante por el nuevo estatus de su país como Estado-víctima, objeto de la solidaridad de las democracias tras un periodo de auténtico aislamiento diplomático y casi en situación de paria por los crímenes cometidos por su ejército durante los últimos seis meses en la Franja de Gaza, parece decidido a seguir las sugerencias de sus ministros más extremistas. 

Los nacionalistas religiosos Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich, colonos mesiánicos que pretenden expulsar a los palestinos, son partidarios de una "guerra regional". En sus últimas reuniones, tanto el gabinete de guerra israelí como su Estado Mayor, al parecer han dado luz verde al primer ministro para una "respuesta militar" al ataque iraní. "Irán tendrá que afrontar las consecuencias de su ataque", se limitó a advertir el general Herzl Halevi, jefe del Estado Mayor del Ejército. 

Y ello a pesar de las presiones de muchos de los aliados, amigos y socios de Israel, entre ellos Washington, Londres, París y Ammán, que participaron el domingo en la detección e interceptación del ataque iraní, y que piden una desescalada de las tensiones, con la esperanza de evitar el estallido de una guerra regional. Una guerra que el régimen de Teherán tampoco parece desear. 

En efecto, mientras los dirigentes iraníes aumentan las amenazas rituales de "dolorosas represalias" en caso de nueva agresión israelí –amenazas poco creíbles, dado el contexto–, han repetido que, para ellos, este asunto está ya "cerrado". Los próximos días o semanas mostrarán si Netanyahu ha escuchado por fin las exigencias de los aliados de Israel o si ha decidido ceder, una vez más, ante sus aliados extremistas, de los que depende la supervivencia de su coalición. Es decir, de su supervivencia en el poder. 

En cualquier caso, este enfrentamiento israelo-iraní confirma la curiosa concepción "amnésica" de la historia que improvisan Netanyahu y sus partidarios para defender sus posiciones o acciones cuando la cronología y la realidad de los hechos les llevan la contraria. En la guerra de Gaza contra Hamás, el primer ministro y sus portavoces han impuesto prácticamente una visión según la cual el conflicto entre los habitantes del enclave e Israel comenzó el 7 de octubre de 2023 con el ataque terrorista de Hamás y sus aliados contra las aldeas, granjas y kibbutz de los alrededores. Como si fuera un relámpago en un cielo azul, es decir, como si la Franja de Gaza no hubiera sido desde 1967, junto con Cisjordania y Jerusalén Este, un territorio ocupado militarmente y colonizado, evacuado en 2005, sino transformado en una prisión al aire libre por el bloqueo militar israelí. 

Pérdida de memoria

Desde hace casi veinte años, la frontera con Israel es una barrera terrestre salpicada de ametralladoras automáticas y considerada infranqueable hasta el 7 de octubre de 2023. Y en la frontera egipcia, doble barrera. La costa, estrechamente vigilada por la marina israelí, es inaccesible. El aeropuerto internacional, destruido en 2002 por el ejército israelí, está inutilizado. La actividad agrícola e industrial del enclave, víctima también de la incompetencia, la corrupción y la negligencia de Hamás, sin salidas se reduce a casi nada. La tasa de desempleo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), supera las tres cuartas partes de la población activa. La población se mantiene con vida gracias a la ayuda internacional, entregada y distribuida por las agencias de la ONU. 

Hasta la guerra, un "goteo" de 500 camiones diarios garantizaba esta misión. A principios de año, el Programa Mundial de Alimentos estimaba que el volumen autorizado había descendido a 150 camiones diarios y que habría que duplicarlo como mínimo para satisfacer las necesidades más básicas del territorio. Según la ONU, hace dos semanas casi 2 millones de personas de una población de 2,3 millones estaban al borde de una hambruna devastadora. Según las Convenciones de Ginebra, Israel, la "potencia ocupante", es responsable de ello. Según la OMS, se han contabilizado casi 600.000 casos de infecciones respiratorias agudas y más de 310.000 casos de diarrea debido a la falta de agua potable. 

Al parecer, esta información sobre la situación humanitaria fue la que convenció a Joe Biden para no vetar la última resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que pedía un alto el fuego inmediato en Gaza. Desde la creación de Israel en 1948, Estados Unidos ha utilizado su veto 46 veces para impedir la votación de textos que condenan las políticas de su aliado y protegido. Pero para Netanyahu y sus asesores, el trauma del 7 de octubre borra tanto el presente como el pasado. 

El presente es esta "guerra total" en la que los civiles están pagando el precio más alto, expulsados de sus hogares destruidos y condenados a huir entre los escombros, aterrorizados y hambrientos. El pasado son las humillaciones, frustraciones y revueltas nacidas de medio siglo de ocupación y veinticinco años de confinamiento. Estas humillaciones, frustraciones y revueltas no excusan el salvajismo del 7 de octubre, pero pueden ayudarnos a analizar sus causas, suponiendo que nos interesen. No ha sido el caso de Netanyahu y no parece ser el de la mayoría de los israelíes, que ahora están más convencidos que nunca de que tienen razón contra "los árabes" porque "ellos son los que atacaron". 

"Amenaza existencial" para Israel

El mismo "olvido" de la realidad cronológica, por reciente que sea, da la impresión de que Israel ha sido víctima de un ataque sorpresa de Irán en la noche del 13 al 14 de abril. Pero fue un ataque de represalia de la República Islámica tras un ataque inicial de la fuerza aérea israelí el 1 de abril contra una dependencia de la embajada iraní en Damasco, durante el cual murieron siete altos mandos del ejército iraní, entre ellos Mohammad Reza Zahedi, comandante de la fuerza Al-Quds de los Guardianes de la Revolución para Siria y Líbano. 

Con su habitual grandilocuencia amenazadora, varios dirigentes iraníes advirtieron que el ataque aéreo israelí del 1 de abril no quedaría impune y que, dada la naturaleza del ataque, que había tenido como objetivo una sede diplomática, la respuesta provendría probablemente del propio territorio iraní, y no de alguno de sus aliados regionales en Irak, Yemen o Líbano. Sería muy osado afirmar que Netanyahu se vio sorprendido por esta amenaza. El primer ministro israelí la había previsto claramente, si no esperado, cuando aprobó la orden de eliminar a los militares iraníes. 

En primer lugar, porque le daba la oportunidad de subrayar la "amenaza existencial", su leitmotiv, que Irán representa para Israel. En segundo lugar, y sobre todo, porque desviaba la atención nacional e internacional del conflicto con Hamás, donde su situación es cada día más incómoda y su actitud cada vez menos legible y admisible dentro y fuera del país. 

Incapaz de conseguir la liberación de los rehenes que siguen en manos de los terroristas o de idear, tras seis meses de guerra, el más mínimo escenario para poner fin a la crisis, acusado por su principal aliado y protector histórico, la administración americana, de acumular "errores" en su gestión del conflicto, acusado por la mayoría de la comunidad internacional de mantener a la población civil de Gaza en una situación humanitaria catastrófica, Netanyahu se encuentra ahora en una precariedad política sin precedentes, ante una crisis sin salida. 

Porque ahora está claro que el fin de los combates significará también el fin de este gobierno. Y probablemente también el fin de la carrera política de Netanyahu, ya que las manifestaciones, cada vez más frecuentes y multitudinarias, exigen su dimisión inmediata. Su impopularidad ha alcanzado un nivel sin precedentes. Es como si, al enfado de la gente que le reprocha su corrupción y su autoritarismo, se sumara la furia de quienes ahora le acusan de no haber sabido evitar esta guerra y, sobre todo, de su incapacidad para cumplir sus objetivos declarados: eliminar a Hamás y liberar a los rehenes. En 2006, el editorialista Akiva Eldar escribió sobre una crisis anterior en Gaza: "En nuestras relaciones con nuestros vecinos, la fuerza es el problema, no la solución". 

Dieciocho años después, esa observación sigue siendo válida. Pero podemos añadir, según un ex ministro, que "Netanyahu también es el problema, no la solución". Desde su regreso al poder en noviembre de 2022 –denunciado cada fin de semana por grandes manifestaciones como una amenaza para la democracia, debido a sus planes de reformar el sistema judicial para salvarse de sus propios problemas legales mientras transforma el Estado de Israel en un régimen autoritario iliberal inspirado en el modelo húngaro–, Netanyahu ha sido a la vez salvado políticamente y condenado por el atentado terrorista de Hamás

¿Interés personal o interés nacional?

Ha sido salvado porque la carnicería desatada por los combatientes islamistas –1.200 muertos y centenares de israelíes tomados como rehenes– provocó un trauma en la sociedad a una escala nunca vista en la historia del país y dio lugar a un deseo de venganza que sumergió literalmente la arena política, envolviendo todos los debates en una unión sagrada en torno a un ejército que, de repente, había vuelto a convertirse en el escudo y la espada del pueblo. Situación de la que Netanyahu, político astuto y demagogo sin escrúpulos, supo sacar partido con un cinismo infalible, adoptando la panoplia barata y la retórica simplista de un señor de la guerra. 

Pero el golpe de Hamás también le condenó, porque los israelíes se dieron cuenta rápidamente de que el movimiento islamista le debía mucho al primer ministro. Porque Netanyahu, que pensaba que podía gestionar el conflicto israelo-palestino en lugar de resolverlo aceptando la creación de un Estado de Palestina –algo a lo que siempre se ha negado–, fomentó el desarrollo de Hamás para debilitar a Al Fatah y a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), hasta el punto de tolerar y organizar la financiación del movimiento islamista por Qatar. 

Y lo que es peor: si se produjo la carnicería del 7 de octubre fue también porque algunas de las unidades encargadas de proteger las ciudades, granjas y kibutz vecinos de Gaza habían sido trasladadas a Cisjordania para garantizar la seguridad de los colonos. La preocupante información recopilada poco antes del 7 de octubre por los puestos de vigilancia o las unidades de inteligencia de la periferia de Gaza fue sistemáticamente minimizada, desatendida o incluso ignorada, según los militares, por el "escalón político superior". Eso se hizo por no contradecir las opciones estratégicas del primer ministro, que se basaban en dos grandes pilares: la mejora de la vida diaria en Gaza para así distraer a los habitantes de sus sueños de independencia y de su disputa con Israel; y el desequilibrio de fuerzas militares entre Israel y Hamás, que constituiría un elemento disuasorio decisivo en caso de que los incentivos económicos no fueran suficientes para apaciguar el ardor nacionalista de los gazatíes. 

Desde el 7 de octubre sabemos que esas opciones estratégicas condujeron a un desastre que muchos israelíes comparan ahora con la humillación de la Guerra del Yom Kippur hace cincuenta años. Pero hay una gran diferencia: al contrario del conflicto de 1973, la guerra en Gaza se ha convertido en "un objetivo", como señala el ex comandante naval y director del Shin Bet (inteligencia interior) Ami Ayalon. Una necesidad ineludible, sin resultado previsible, cuyos objetivos reales son los mismos que los personales y políticos de Netanyahu: evitar tener que responder ante los tribunales por los cargos de corrupción presentados contra él, impedir la reanudación de las manifestaciones masivas contra los planes de su gobierno y evitar que se organicen elecciones anticipadas. 

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La cuestión hoy es quizá si el primer ministro llegará al extremo de exponer a Oriente Próximo a una nueva guerra y a una mayor desestabilización, en lugar de abandonar el poder y dejar a otros la tarea de garantizar la seguridad y el futuro de Israel negociando con sus vecinos y no mediante la vana tentación de recurrir a las armas.

 

Traducción de Miguel López

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