La habitación y el abuelo

Mayte Mejía

[Dedicado a Javier, un pirata de dos años y medio. Para que se ponga pronto bueno y comience a hacer travesuras.]

Al día siguiente de enviudar el abuelo, mis padres decidieron traerlo una temporada a vivir con nosotros, asegurando que no sería por mucho tiempo, solamente el necesario –decían–, hasta que fuera asimilando la repentina pérdida de la que había sido su compañera en los últimos sesenta años. Pero en realidad sabíamos muy bien que aquello no iba a ser así, por tanto más me valía armarme de paciencia y tomarlo de la mejor manera posible, porque aquel señor con sombrero color crema, cargado de hombros y andares que parecían tirar de las pantorrillas hacia atrás, era todo un desconocido para mí, un extraño callado y enjuto que se expresaba con monosílabos, un intruso que había venido para quedarse. Un hombre que miraba no sólo al fondo de las cosas, sino al de las personas, como juzgándote, aunque después la realidad vino a demostrar que nada tenía que ver con esto. Por esa razón, y por el cabreo monumental que tenía, obligado a compartir habitación, le recibí dos pasos por detrás de mamá. El primero de mis sufrimientos partía precisamente de ahí: ceder espacio. ¿Por qué yo? ¿Por qué aquí, en mi universo y no en el sofá cama del comedor?, pregunté bastante enfadado, rabioso e impotente. No recuerdo la respuesta que dieron, siquiera si la hubo, pero supongo que lo harían para que se sintiera más cómodo, más integrado, menos estorbo. ¡Menuda faena me había hecho la abuela con morirse!, aunque, pensándolo bien, enseguida comprendí que debía manejar el asunto a mi manera, y tener al abuelo de aliado en lugar de enemigo.

A los días de escuela que pasaban veloces, pronto les sucedieron los de instituto y, tanto para unos como para otros, el abuelo resultó ser una pieza fundamental para mi educación y crecimiento. De pequeño no eres consciente de la riqueza humana que te transfieren algunos mayores –y con cierta edad, a veces, casi que tampoco–. Andas ocupado, lógicamente, en el mágico mundo de los juegos, en coleccionar gusanos de seda, en explorar y descubrir los tesoros enterrados en los descampados, o en canjear cromos con los compañeros –al menos son cosas que se hacían en mi época, ahora las cosas han cambiado tanto...–. Sin embargo, es probable que todo mi interés se centrara en la disponibilidad económica del abuelo, ya que, sin necesidad de insistirle, satisfacía todos los caprichos que me asaltaban.

Me gustaba encontrarlo aguardándome cada tarde, recostado en la verja del colegio, fumando aquellos cigarrillos finos y extra largos que olían a menta, con su porte elegante aunque triste, con la camisa blanca, sin arrugas, y el cuello perfectamente planchado que dejaba mamá. Venía con el bocadillo de la merienda recién hecho, a mi gusto. Otros días traía alguno de los dulces que nunca me dejaban comer y que a mí me sabían de maravilla. Yo salía, le besaba, me cogía de su mano y emprendíamos el camino hacia el parque, donde no paraba de vigilarme aunque simulara tener la mirada perdida. Aprovechando que el abuelo estaba en casa y al cargo de mí, mis padres salían a diario y regresaban tarde. Me enseñó a compartir y repartir tareas: él preparaba la cena y yo recogía los platos. Nos gustaba irnos pronto a la cama a hablar de nuestras cosas. Primero empezó por contarme cómo conoció a la abuela. Lo hacía con exquisito cariño y con la ternura que ponemos cuando nos referimos a alguien que está vivo dentro de nosotros. Después contaba episodios sueltos de su infancia, tardes enteras perdido por los montes, rellenando pequeñas libretas con dibujos que, aún siendo ya adulto, parecían hechos con trazo infantil. Según fui creciendo nuestras conversaciones alcanzaron otro tono más comprometido, más político, más humano.

El abuelo era una persona que no molestaba ni invadía la intimidad ajena. Amaba la libertad de los pueblos por encima de todas las cosas, la tolerancia en la opinión del otro, el sentido de la responsabilidad, la defensa de lo común. Con él fumé mis primeros cigarrillos, lloré en su hombro el desengaño de la primera novia, y siempre se prestó a ser mi coartada cuando quería llegar tarde a casa. Me inculcó la lealtad que hay que tenerle a los amigos y los principios fundamentales de honradez y de solidaridad. Me ayudó a madurar, a convertirme en la persona que hoy soy; me enseñó que las cosas había que llamarlas por su nombre y a aclarar los malentendidos con las personas que interesan para vivir más tranquilo. Cuando enfermó y tenerlo en casa se hizo insostenible, yo ya no vivía con ellos, y mis padres decidieron llevarlo a una residencia asistida. Meses atrás me había independizado con otros compañeros que también estudiaban Arquitectura. Al principio procuraba visitarlo cada día, pero luego vinieron los exámenes, el compromiso político, la pareja, el primer trabajo en prácticas y distancié aquellos encuentros para el domingo, aunque esto también lo dejé después por..., ¡yo qué sé!

Murió solo y en silencio una noche de agosto

. Desde entonces tengo reparos en entrar a la habitación que habíamos utilizado juntos, me da nostalgia, pellizco en el corazón, ¡qué sé yo! A veces, por diversas circunstancias de la vida, nos da pereza regresar a ciertos sitios, aunque luego nos vaya bien. (Esta frase no es mía pero la tomo prestada). Lugares, quizá, donde el tiempo se ha detenido en el interior de un retrato, en la cajetilla de tabaco a medio vaciar que uno de los dos dejamos olvidada, o en las arrugas de la última sábana que utilizó el abuelo. Son muchas las cosas que aprendí de él, incluso después de su muerte, a través del legado de cuadernillos que me dejó: unos con los sentimientos puestos con palabras, otros con dibujos de mi propia persona jugando en el parque, mirando por la ventana, tomando un vino junto a él. Era un hombre de izquierdas, prudente, respetuoso, tolerante… Un gran ser humano que me enseñó a disfrutar de la vida con muy poco, que no se cansaba de repetir que la felicidad es como una raya discontinua cuyo adelantamiento es peligroso. Hoy, gracias a él, sé que la felicidad también es detener por un minuto las máquinas, sentarse frente a un paisaje que relaja, y compartir aunque sea sólo con el pensamiento, unas olivas de Jaén recién aliñadas y un vino del Priorat. Así era el abuelo: un hombre de gran riqueza con muy pocas cosas.

Más sobre este tema
stats