Sudamérica

Brasil da paso a una revolución conservadora tras la destitución de Dilma Rousseff

La ahora expresidenta de Brasil Dilma Rousseff este miércoles frente al Palacio de Alborada.

Michel Temer acaba de poner rumbo a China, donde asistirá a las reuniones del G-20 –integrado por los 19 países más ricos del mundo y la UE– como presidente de pleno derecho de Brasil. El miércoles 31 de agosto, tras seis días de deliberaciones, el Senado apartaba definitivamente de sus funciones a Dilma Rousseff, primera mujer elegida jefa de Estado del gigante sudamericano. El voto favorable –de 61 de los 81 senadores de la Cámara alta– ponía fin al segundo mandato de Dilma y a un proceso de destitución que ha durado casi nueve meses y que ha sumergido a Brasil en la peor crisis política de su historia. El resultado de la votación superaba ampliamente los dos tercios de los votos necesarios.

En los barrios más elegantes, sobre todo de São Paulo, capital económica del país, se escucharon gritos de alegría. En el resto del país, reinaba la melancolía pese a que la mayoría de los brasileños era partidaria de la marcha de Rousseff, a quien culpan del hundimiento de la economía y del aumento del paro. Mientras, en Brasilia, frente al Congreso, apenas un centenar de militantes protestaban con pancartas contra “el golpe de Estado”.

En Brasil impera la apatía. Desde el 12 de mayo, fecha en que Rousseff era apartada provisionalmente del cargo, que pasaba a manos de Michel Tremer, vicepresidente desde el 1 de enero de 2011, los simpatizantes de ambos partidos dejaron de protestar en la calle. La suerte estaba echada y los escasos episodios susceptibles de cuestionar la decisión de los votantes –la sentencia de los senadores ya se había negociados– pasaron inadvertidos para la mayoría de los brasileños, gracias al esfuerzo que ha realizado la prensa, que ha desempeñado un papel muy activo en la destitución de la presidenta. La parcialidad de los medios de comunicación ha sido tal que sedes de periódicos y de televisiones eran las primeras en ser acordonadas por la Policía Militar cuando se celebraban manifestaciones a favor de la jefa de Estado.

El lunes 29 de agosto, la complicidad rozaba la caricatura. Mientras la presidenta optaba por defenderse ella misma ante los senadores, en el discurso que precedió a 14 horas de interrogatorio, las cadenas de televisión hertzianas competían en creatividad para hacer del acontecimiento una no noticia. La palma se la lleva Globo, único canal que llega a la práctica totalidad del territorio brasileño y que, en el momento en que Dilma Rousseff tomaba la palabra, emitía un curso de cocina en el que se enseñaba a los telespectadores a preparar unos huevos al plato. Poco después, el presentador estrella del informativo anunciaba su divorcio, para mantener ocupado a su público.

Sin embargo, Dilma Rousseff, en sus últimas horas al frente del país, estaba pronunciando un discurso histórico. “Sin duda el mejor de toda su carrera política”, en opinión de Mauricio Santoro, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Estatal de Río de Janeiro. “Me pregunto si no habría podido cambiar el curso de los acontecimientos de haber adoptado antes esa postura durante la crisis política”, añade. Rousseff sabía que, salvo milagro, ya había perdido. Su alocución, de 45 minutos de duración, pronunciada en un silencio sepulcral, no buscaba convencer a los 81 jueces, sino hacer justicia a su propia biografía.

Encarcelada durante la dictadura

Sólo tenía 20 años, recordó, cuando la dictadura la encarceló. La joven guerrillera pagó su compromiso contra el régimen militar con tres años de prisión, un tiempo marcado por las violaciones y la tortura. “Es el segundo juicio al que me someto. Las dos veces, la democracia está de mi lado, en el banquillo de los acusados”, insistió Rousseff para puntualizar: “Tuve miedo de morir, hoy temo la muerte de la democracia”. En una fotografía, sacada de los archivos militares a finales de 2011, se ve a Rousseff en 1971, ante el tribunal militar. Esa mujer a la que sólo se conocía con el nombre de guerra de Vanda y de Estela, guapa con el cansancio reflejado en el rostro, presenta una mirada determinada. En segundo plano, los militares que la juzgan se tapan la cara con la mano.

El lunes, Dilma Rousseff insistió en que no era culpable. El hecho de recurrir a créditos de entidades públicas para maquillar provisionalmente el déficit público, delito del que se le acusa, no es, en su opinión, un “crimen de responsabilidad”, único cargo por el que la Constitución prevé que se pueda destituir a un jefe de Estado. Todos sus predecesores lo han hecho, “las reglas no pueden cambiar en mitad del juego”, repitió. De hecho, las argumentaciones jurídicas son muy débiles, hasta el punto de que Janaina Paschoal, uno de los dos abogados denunciantes, ha argumentado que la destitución de Rousseff es “obra de Dios”, un argumento “técnico” que ha sonrojado a los opositores de la presidenta.

En resumen, que tras el proceso de destitución existen más argumentos políticos que jurídicos. “No es legítimo, como fingen mis acusadores, apartar al jefe del Estado; castigar al presidente por su trabajo es prerrogativa del pueblo, y sólo del pueblo, en las urnas”, señaló Rousseff. “No existe la moción de confianza en Brasil, no es un régimen parlamentario. Acortar un mandato por razones políticas es extremadamente peligroso y supone sentar un precedente a todos los niveles del poder: de los gobernadores y de los alcaldes”, analiza el politólogo Mauricio Santoro.

Rousseff recordó que nunca ha sido acusada de robar ni un céntimo. Ni ella, ni nadie de su familia. No puede decir lo mismo, en su opinión, Eduardo Cunha, presidente del Parlamento hasta hace unas semanas. El hombre que ha orquestado el proceso de destitución de la presidenta está acusado en varios casos de corrupción y dispone de cuentas millonarias en el extranjero.

El discurso de Dilma Rousseff, duro y combativo, a imagen y semejanza de la presidenta, apenas dejó lugar a la autocrítica. Al afirmar que nunca había sido cómplice de “lo peor que existe en la política brasileña”, Rousseff olvidaba que su Gobierno, siguiendo el modelo de Lula, se alió durante mucho tiempo con esos actores que ahora repudia. Eduardo Cunha llegó a ser socio de la presidenta. Romero Juca, otra figura próxima a Michel Temer, fue portavoz del Gobierno en el Senado con Dilma y Lula. En cuanto al presidente de la Cámara alta, Renan Calheiros, asistía a las reuniones estratégicas celebradas en el palacio presidencial de Planalto hasta que, hace poco, abandonó el barco. Todos ellos están acusados de varios delitos de corrupción.

“Al contrario de lo que el PT y Dilma pensaban, el golpe de Estado no lo ha dado la oposición, que perdió las elecciones en 2014, sino que procede del seno del Gobierno, lo que ha puesto de manifiesto la estupidez de las alianzas alcanzadas”, señala Gilberto Maringoni, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Federal ABC de São Paulo. Admite que el sistema político y sobre todo la imposibilidad de que un partido consiga la mayoría, lleva a alcanzar coaliciones políticamente absurdas, pero considera que Lula y Dilma se adaptaron rápidamente a las reglas del juego. “No han hecho esfuerzo alguno por sacar adelante nuevos proyectos políticos, de la mano de los movimientos sociales y de los partidos progresistas”, añade.

La decisión de un Lula muy hábil funcionó muy bien durante ocho años (dos mandatos), pero sus consecuencias han sido dramáticas para Dilma, incapaz de articular políticamente sus decisiones. Cuando a principios de 2012 tomó la decisión de bajar los tipos de interés (entre los más altos del mundo), llevaba a cabo una gesta revolucionaria. Seguir adelante con dichas políticas, habría implicado acabar con décadas de hegemonía de los banqueros y obligar a los más ricos que invierten en Bonos del Tesoro –a un tipo del 7% anual, sin contar la inflación– a dejar de lado la cultura de la renta para invertir en políticas productivas.

Los expertos, de derechas y de izquierdas, comprendieron el impacto de la medida, pero nunca nadie se la explicó a la población, ni a los movimientos sociales. “Dilma hizo de la bajada de tipos una simple medida técnica, y sin que nadie saliera en su defensa, dio marcha atrás meses después”, lamenta Gilberto Maringoni. Demasiado tarde para los que atesoran capital que nunca le han perdonado la audacia.

Complicidad judicial 

Tampoco ha faltado la complicidad de parte del sistema judicial. El miércoles, el presidente del Tribunal Supremo Ricardo Lewandowski, que dirigía el juicio, insistía en el carácter impecable del “proceso legal”, instantes antes del comienzo de la votación. La última nota de corte surrealista también llegaba de la mano de Ricardo Lewandowski, quien aprovechó las pausas entre las dos sesiones de debate para ir, senador por senador, a pedirles el voto favorable necesario el aumento de sueldos a los jueces del Supremo. “Parece que el golpe de Estado a la paraguaya ha hecho escuela”, apunta Adriano Codato, politólogo de la Universidad del Paraná, en alusión a la destitución, en el Parlamento, del presidente Fernando Lugo en 2012, en una farsa similar.

Como cabe prever, la salida del escenario de Dilma Rousseff en realidad marca una profunda ruptura en la historia democrática brasileña. “Lo decisivo es que las élites políticas y económicas del sistema recuperan el control, no sólo para hacer borrón y cuenta nueva de los 13 años de Presidencia del Partido de los Trabajadores, e incluso para deshacerse para siempre de esta formación, sino para cuestionar los logros de la Constitución de 1988”, opina André Singer, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de São Paulo.

Y baste como ejempleo el proyecto de ley que el Gobierno Temer quiere votar cuando regrese de China: la prohibición de aumentar el gasto público en 20 años y el fin de la obligación de dedicar un porcentaje determinado a sanidad y a educación. La repercusión social será incalculable.

¿Aplicará Michel Temer el programa radicalmente conservador que ha prometido a la patronal a cambio de obtener su apoyo? “No creo que consiga aplicar todas las medidas liberales comprometidas, las bases, en el Congreso, lo rechazarán porque serían desastrosas desde un punto de vista electoral”, estima Adriano Codato.

El politólogo sí cree que habrá un importante retroceso en derechos sociales y laborales. El Gobierno ya ha emprendido reformas simbólicas como la suspensión del programa de alfabetización para mayores de 15 años, pese a que el 8,5% de la población adulta es incapaz de descifrar una palabra, una de las tasas más altas de América Latina. En su discurso del 31 de agosto, Michel Temer anunció también su intención de flexibilizar los derechos de los trabajadores. También quiere, a partir de la próxima semana, “privatizar todo lo que se pueda privatizar”, guarderías, hospitales y prisiones inclusive. Su Gobierno también ha cuestionado el sistema sanitario, único en el mundo que ofrece acceso universal en un país de más de 100 millones de habitantes: una cobertura precaria, pero accesible a todos.

También cuestiona las universidades federales, pese a ser las mejores del país. De seguir los recortes, “a este ritmo, las universidades públicas no tendrán conexión a internet, no podrán pagar las facturas. Las becas de investigación están a los niveles más bajos de los últimos 20 años”, constata Mauricio Santoro. La consecuencia inmediata es que sólo los estudiantes de las clases acomodadas podrán acceder a estudios de máster y de doctorado.

“No es un adiós, es un hasta pronto. Creen que han ganado, pero se equivocan. El Gobierno golpista tendrá que hacer frente a la oposición más enérgica y determinada”, prometió Rousseff tras ser destituida.

Lula, ¿candidato en 2018?

El Partido de los Trabajadores parece estar de rodillas. Ha sido incapaz de dar una respuesta al electorado tras el catastrófico segundo mandato de Dilma Rousseff, que implantó medidas políticas contrarias a sus compromisos electorales. A pocas semanas de las municipales de octubre, los dirigentes del PT evidencian su incapacidad para analizar los errores cometidos. Siguen inmersos en alianzas incomprensibles con caciques conservadores, como en São Paulo, donde mantienen a un candidato propio –sin opción alguna– frente una importante figura de la izquierda local, lo mismo que en Río de Janeiro.

¿Y Lula? El que todavía es el político más popular de Brasil –también el más odiado– trató de convencer hasta el último momento a los senadores de que no dejaran caer a su delfina.

“Al contrario que Dilma, que perdió frente a la dictadura cuando era joven, para Lula significa su primera derrota”, dice alguien de su entorno. “Claro que ha perdido elecciones, pero en un contexto en que él y el PT seguían creciendo y ganando prestigio entre la población; a día de hoy, el hundimiento del proyecto es un importante varapalo”, prosigue.

Supone la única esperanza del PT para imponerse hipotéticamente en 2018. Y Lula debe hacer todo lo posible por sortear a la Justicia. La legislación brasileña prohíbe que los políticos condenados en primera instancia (antes incluso de presentar recurso) se presenten como candidatos.

El pasado mes de marzo, a las seis de la mañana, la Policía Federal sacaba de la cama al expresidente, antes de que un juez le impidiese formar parte del Gobierno. Está acusado de intento de obstaculización a la Justicia, de corrupción pasiva y de blanqueo, todo ello en virtud de uno registros ilegales y sin que existan pruebas claras. “Mientras, Eduardo Cunha, del que existen pruebas abrumadoras, todavía no ha sido citado a declarar. Una vez más, existe un doble rasero”, continúa el profesor universitario.

Aunque Lula consiguiese ser candidato, está por ver si podrá frenar los aires del conservadurismo autoritario que arrecian en Brasil. “Lula es el candidato de la conciliación; como buen sindicalista no quiere acabar con la empresa, sino alcanzar un acuerdo con el jefe para que todo el mundo salga ganando”, explica Gilberto Maringoni. Un pacto que consiguió a principio de los años 2000, en un contexto de crecimiento mundial y sobre todo de alza en el precio de las materias primas, que Brasil exporta masivamente.

Pero el contexto internacional no es el mismo y a las élites no les han gustado los años de Lula y de Dilma. Aunque la reducción de la injusticia se hace con cuentagotas, ésta ha acabado con la pobreza de decenas de millones de brasileños y les ha permitido soñar con la universidad y con un buen empleo. El pasado 31 de agosto de 2016, las élites brasileñas hacían saber que no quieren oír hablar ni acuerdo ni de conciliación. Habrá que ver si los que durante unos años empezaron a vislumbrar un futuro más digno van a poder resistir. Y cómo.

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Traducción: Mariola Moreno

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