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Estados Unidos cierra su frontera con México... excepto para las expulsiones

El presidente Mexicano, Enrique Peña Nieto, saluda al presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Émilie Barraza (Mediapart)

“Íbamos por la calle, mi mujer y yo, cuando gritaron ‘arriba las manos’ y me esposaron, delante de mi mujer”. Javier Portugal mezcla el español y el inglés. Hace dos semanas que vaga de un lado a otro de Tijuana, a pocos metros de la frontera con Estados Unidos, a menos de 200 kilómetros de “[su] casa”, en El Monte, en el condado de Los Ángeles. El cuerpo robusto de este hombre de 45 años tiembla cuando solloza. “Le pregunté a uno de los policías si podía despedirme de mi mujer, pero no me dejó: ‘No quiero lloricas en mi coche'”. Una vez en el centro de detención de Otay Mesa, en la frontera entre San Diego y Tijuana, Javier exigió, tal y como recoge la ley estadounidense, un abogado. “Se negaron y enseguida me soltaron aquí, como a un perro, sin nada, sin dinero”.

Javier Portugal es un deported de la época Trump, un “repatriado” más a México. Expulsado por un delito menor –conducir un día en estado de embriaguez–, manu militari, en unas horas, sin poder recurrir. Su suerte, a ambos lados de la frontera, no sorprende a nadie. “Con Trump, las expulsiones son cada vez más expeditivas”, se inquieta Esmeralda Flores, abogada en la ACLU, asociación norteamericana de defensa de los derechos humanos. “Resulta difícil decir si han aumentado porque no tenemos cifras”, continúa la abogada, que asesora jurídicamente a las personas en situación irregular en San Diego. “Sin embargo, constatamos más interpelaciones y más detenciones colaterales en el seno de una misma familia”.

De momento, el número de expulsiones de mexicanos no ha aumentado: en enero y en febrero de 2017, 25.860 mexicanos fueron “repatriados”, una cifra incluso menor que la registrada en años anteriores, en el mismo periodo. “Sólo es cuestión de tiempo porque el aumento de las expulsiones es una prioridad para Trump”, advierte Esmeralda Flores, que considera que con la nueva Administración “en lo sucesivo, ocho millones de personas pueden ser objeto de una expulsión expeditiva del territorio”. El número es muy superior a los tres millones de sin papeles expulsados en los últimos ocho años, una cifra récord en la historia del país, lo que hizo que, en la comunidad hispana, a Barack Obama se le conociese con el sobrenombre de “expulsador jefe”expulsador. En el punto de mira, los dos decretos presidenciales (se pueden leer aquí y aquí), firmados en enero y en febrero, que son la materialización política del discurso de la campaña xenófoba del candidato Trump, que marcan un precedente en la lucha contra la inmigración ilegal en Estados Unidos. Si las personas condenadas por la Justicia por delitos graves o crímenes eran hasta la fecha la prioridad de las autoridades norteamericanas, ahora para ser candidato a la expulsión basta con ser acusado sin necesidad de haber sido condenado por la Justicia, por haber cometido delitos menores como pueden ser la embriaguez o cometer fraude en la percepción de ayudas sociales.

Y lo que es peor, una persona considerada por las autoridades de control migratorio (ICE-Immigration and Customs Enforcement y Border Patrol) “susceptible de suponer un riesgo para la seguridad pública” podrá ser expulsada. Para que su promesa electoral se convierta en realidad, Trump, él mismo hijo de una emigrante escocesa, quiere datos, expulsiones más numerosas “de extranjeros criminales” para publicarlas en Twitter. La maquinaria funciona a marchas forzadas: anuncio de la creación de 15.000 puestos de trabajo en la Border Patrol y el ICE; proyecto de apertura de un centro para las víctimas de delitos y crímenes cometidos por inmigrantes en situación irregular; generalización de las expulsiones inmediatas, antes destinadas a aquéllos que acababan de llegar ilegalmente a Estados Unidos; traslado urgente de jueces en las 12 ciudades más estratégicas en términos de inmigración o, incluso, amenaza de supresión de ayudas federales en las ciudades santuario, esas localidades reacias a colaborar con el ICE.

Esas medidas, muy presentes en los medios de comunicación, hacen temblar a los 11 millones de sin papeles presentes en Estados Unidos, más de la mitad (5,8 millones) de los cuales son mexicanos. “Ahora nos mantenemos muy discretos porque la situación se ha hecho muy difícil”. Felipe Mago se oculta detrás de un árbol, al final del aparcamiento del Home Depot, en el condado de San Diego. La tienda, situada entre autopistas gigantescas, es el punto de encuentro de los jornaleros, trabajadores por horas, todos ilegales, que se ofrecen a los clientes para realizar todo tipo de trabajos. “Me pagan 200 dólares diarios, pero tengo los pulmones mal por el asfalto”. Este mexicano de unos 50 años, oriundo de Cancún, lleva 17 años asfaltando avenidas. Su jefe nunca le ha proporcionado una máscara. Sin embargo, su tumor no es lo que más le preocupa. Él y su mujer están en situación irregular, pero sus tres hijos, nacidos en Estados Unidos, son norteamericanos. “Si expulsan a mi mujer, me iré a México con ella pero no puedo dejar a mis hijos solos aquí”. ¿Y llevárselos a México? “Nunca han puesto un pie allí”.

"Estos trabajadores jornaleros están casi todos en situación irregular”, explica Osvaldo Ruiz, coordinador de Border Angels, una asociación que trabaja en defensa de los migrantes y que organiza, cada primer sábado de mes, la operación Jornaleros. “Muchos están muy solos, mal informados, se les asesora para que sepan qué hacer en caso de arresto, se les dice que no están solos porque desde la llegada de Trump, la comunidad está muy preocupada”. En el aparcamiento del Home Depot, Osvaldo distribuye, a la decena de voluntarios que le acompaña, tarjetas de visita que éstos proporcionarán a los jornaleros: “Escribimos lo que deben hacer en caso de ser interpelados: derecho a un abogado y, sobre todo, no firmar nada, no hablar”.

Esos valiosos consejos, Luna Jera, estadounidense de origen mexicano, voluntaria en Border Angels, se los repite ahora a diario a sus padres. “Hace más de 35 años que mis padres viven aquí, sus hijos y sus nietos son estadounidenses, pero ellos aún están en situación irregular. Les digo que, bajo ningún concepto, abran la puerta si viene la Policía, que se escondan debajo de la cama”, suspira, con los ojos enrojecidos. Alfonso, jardinero que trabaja por días, asiente: “En la comunidad reina la psicosis. Antes, aquí, estábamos 20 o 30 esperando recibir trabajo. Ahora, como puedes ver, sólo somos seis”. ¿Dónde están los demás? “Se esconden en sus casas, algunos se han ido a Canadá, otros han regresado a México”.

Un miedo legítimo alimentado recientemente por varias detenciones brutales realizadas por el ICE y ampliamente difundidas en los medios de comunicación: la detención de una madre de familia

mexicana, cuyo único error fue haber empleado un número falso de la seguridad social, o también el de Daniel Ramírez, un joven mexicano sin papeles cuyo tatuaje en el brazo bastó para despertar las sospechas de su pertenencia a una banda. Este dreamer, como se llama a los 1,8 millones de jóvenes ilegales llegados a Estados Unidos cuando eran niños, se benefician sin embargo del DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals), programa aprobado en 2012 por Obama y que concede a 750.000 de ellos un estatus de migrante regular para vivir, estudiar y trabajar, evitando así la expulsión. “¿Y si les pasase lo mismo a mis tres hijos? Todos se benefician del DACA”, se lamenta Roberto, uno de lo trabajadores jornaleros instalados en el aparcamiento del Home Depot. “¿Quizás debería ir a pedir ayuda al consulado de México?”. Frente a esta “nueva realidad”, las autoridades mexicanas se han comprometido a destinar 1.000 millones de pesos (47,8 millones de dólares) a los consulados presentes en Estados Unidos para proteger a los ciudadanos frente a eventuales expulsiones, informarles o ayudarles en los procesos administrativos. Los colegas de infortunios de Roberto hacen un mohín. “Nunca se han interesado por nuestra suerte, ¿por qué habrían de hacerlo ahora?”.

La situación en México

“Esta ayuda a los consulados está bien, pero haría falta también que el Gobierno se ocupase de las zonas fronterizas”, ironiza José María García Lara, responsable del albergue para migrantes Juventud 2000 de Tijuana, “porque estamos en la primera línea para acompañarles”. A unos metros del puesto fronterizo de El Chaparral, la plaza Viva Tijuana, antaño llena de puestos de recuerdos para turistas de Estados Unidos, ahora es lugar de encuentro de “repatriados” de Obama o de Trump. María Galleta los ve cada mañana venir del puesto fronterizo, expulsados, en unas horas, del sueño americano. Esta mexicana, de pelo canoso y energía incombustible, les acoge en la pequeña oficina de su asociación Madres y familias expulsadas. “Hay que ayudarlos inmediatamente, se encuentran en tan mala situación psicológica que tienen ganas de suicidarse”. Recientemente, un mexicano que acababa de ser expulsado, viudo y padre de tres niños que se habían quedado en Estados Unidos, se quitó la vida en Tijuana, a pocos metros del muro que lo separaba de su familia.

“Va a ser necesario prepararse para expulsiones más masivas y será difícil porque en Tijuana la crisis migratoria es diaria”, lamenta María Galleta. En 2016, la crisis migratoria permanente se transformó en verdadera urgencia humanitaria con la llegada, a las puertas de Estados Unidos, de miles de haitianos. La veintena de albergues para migrantes de Tijuana, todos gestionados por asociaciones civiles o religiosas, se colapsaron rápidamente. Se improvisaron campamentos en los patios de los albergues, patios de las casas o en las iglesias. Y, después, frente al flujo ininterrumpido de migrantes haitianos, lo que era una situación provisional pasó a ser permanente. “Tijuana está completamente saturada, hace falta un programa nacional de envergadura para los expulsados porque la situación se va a agravar y sabemos lo que sucede cuando nadie se ocupa de ellos”, suspira este hombre que ha conocido lo que los habitantes de Tijuana denominan la “crisis del Canal”: miles de expulsados por la Administración Obama, a falta de alojamiento, se han hundido en el alcohol y las drogas, en el canal de aguas residuales de Tijuana.

Los 15 millones de dólares anuales con que está dotado el programa federal Fondo Migrante son claramente insuficientes para hacer frente a la crisis de los “repatriados” que se incuba en los 3.200 kilómetros de la frontera norte de México. El objetivo es ayudarlos en su reinserción, proporcionándoles un billete de autobús para su región de origen, una ayuda alimentaria puntual o financiando los albergues que les acogen. Pero la suma parece ridícula comparada con los 25.000 millones de dólares de remesas que los mexicanos de Estados Unidos, legales o ilegales, enviaron a México en 2015, participando con ello en la economía del país de pleno derecho.

Contra toda lógica, las sumas del Fondo Migrante no se distribuyen en los Estados en función del número de expulsados que reciben, sino en función del número de expulsados originarios de estos Estados. Así, el Estado de Oaxaca, muy alejado de la frontera con Estados Unidos, pero suministrador histórico de migrantes, recibió en 2016 casi 28 millones de pesos. Por su parte, Baja California que, con múltiples puestos fronterizos en Tijuana y Mexicali, acogió casi un tercio de los 207.000 expulsados mexicanos en 2016, sólo recibió 7,7 millones de pesos. ¿Qué quiere que hagamos con eso?”, se indigna José María, del albergue Juventud 2000. “Sobre todo que buena parte de los expulsados no regresan a sus casas, sino que permanecen aquí”. Si bien la antesala del suelo americano se ve como algo provisional para los que desembarcan, pasa a ser una sala de espera interminable para los que sueñan con cruzar de nuevo, un día. Mi vida está allí, al otro lado, espeta Javier, con los ojos puestos en la colina del condado de San Diego. Desde México, Trump ya no le da miedo. “Me quedo aquí y esperaré el momento para volver a cruzar, nada podrá detenerme, ni siquiera su muro”. _____________

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Traducción: Mariola Moreno

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