A la carga

De la desobediencia al escrache

La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) ha conseguido, con tesón admirable, situar el escándalo de los desahucios en el centro de la vida política española. A diferencia de otros asuntos que escapan del alcance directo de los políticos (como la prima de riesgo o la tasa de paro), la regulación de los créditos hipotecarios y de los procedimientos a seguir en caso de impago corresponde enteramente al gobierno, el cual, si cuenta con una mayoría parlamentaria suficiente, puede cambiar la ley según juzgue conveniente. El gobierno puede decidir sobre la dación en pago, sobre los intereses de demora, sobre el alquiler social y sobre el papel que deben desempeñar los jueces en este asunto.

Los dos grandes partidos, PP y PSOE, no han estado a la altura que se esperaba. A pesar de los numerosos avisos sobre lo que estaba sucediendo, han preferido no dar importancia al drama de las familias que, una vez expulsadas de sus casas, arrostran una deuda imposible de pagar. La sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea del 14 de marzo (que considera abusivos los intereses de demora e inaceptable que el juez español no pueda examinar el carácter abusivo de los contratos) ha sacado los colores al PP y al PSOE.

De no haber sido por la PAH y sus acciones de protesta, los desahucios no habrían llegado a tener tanta relevancia política. La PAH, a través de la recogida de firmas para su Iniciativa Legislativa Popular y de los intentos de impedir la expulsión de las familias de sus hogares, ha puesto de relieve la tremenda injusticia que se está cometiendo con los más débiles. Ahora ha decidido ampliar su repertorio de tácticas de protesta con el escrache, el acoso a los políticos fuera de sus lugares de trabajo. Esta táctica ha generado un gran debate acerca de su legitimidad.

El escrache estaría justificado si fuera una forma más de desobediencia civil. Según Rawls, la desobediencia civil es “un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno” (Teoría de la justicia, § 55). Esta definición cubre, por ejemplo, los esfuerzos de la PAH por presentarse en el momento del desahucio y tratar de paralizarlo. De acuerdo con los datos que proporciona la PAH, son casi 600 los desahucios que han conseguido detener mediante este procedimiento. Sin embargo, no está claro que esta definición de desobediencia civil cubra también el escrache, entre otras cosas porque no es seguro que la protesta contra los políticos en el espacio público resulte contraria a la ley.

Más que desobediencia civil, el escrache constituye una forma rudimentaria de presión sobre los políticos. Hay muchas formas de presionar. Los grupos de interés (o lobbies) tienen recursos económicos, conocimiento técnico (expertise) y contactos al más alto nivel para influir sobre los políticos. Se trata de una influencia invisible, difícil de detectar. 

La PAH es una plataforma y no un grupo de interés. Se organiza más bien como un movimiento social. Los movimientos sociales suelen ejercer presión mediante movilizaciones populares. El problema estriba en que las manifestaciones no dan muchos frutos: en España ha habido decenas de manifestaciones en estos últimos años en contra de las políticas de austeridad sin mayores consecuencias. Los gobiernos recientes, tanto el del PSOE como el del PP, se han desentendido de las protestas alegando los compromisos adquiridos por el Estado en la UE y la presión ejercida por los inversores financieros sobre nuestra deuda soberana.

No es de extrañar entonces que la PAH considere que tiene que ir un paso más allá. Está visto que ni las manifestaciones ni las huelgas son hoy por hoy un instrumento efectivo para cambiar la política. Sin los medios económicos de las grandes corporaciones y sin su capacidad para ejercer una influencia sutil sobre la toma de decisiones, la Plataforma ha optado por el escrache. Es un recurso propio de los débiles. Pretende que los políticos paguen un coste por ir en contra del parecer de la gran mayoría de españoles. Una encuesta reciente de Metroscopia demuestra el apoyo abrumador (por encima del 80%) de la población a las propuestas de la PAH.

Evidentemente, todos desearíamos que no se llegara al extremo del escrache. Si los políticos del PP y del PSOE hubieran sido más sensibles a las demandas populares en esta cuestión, la PAH no habría llegado tan lejos. El problema que plantea el escrache es que, en este caso, la frontera entre la protesta legítima por un lado y la intimidación, la coacción y la vejación por otro es muy delgada. La protesta puede degenerar rápidamente en formas de comportamiento que resulten democráticamente cuestionables. Por eso, la derecha cree que ha encontrado el talón de Aquiles de la PAH: con el escrache puede deslegitimar a la Plataforma mediante la asimilación de esta táctica a la kale borroka y al terrorismo. No es la primera vez que la derecha política, mediática e intelectual usa repugnantemente a ETA con fines partidistas: ya lo hizo a raíz del 11-M, lo hizo de nuevo en su campaña contra Zapatero y lo vuelve a hacer ahora para quitarse de encima a la PAH. Si los políticos del PP consiguen presentarse como víctimas de la intolerancia de unos pocos, la PAH puede perder la complicidad con la que cuenta en la opinión pública.

El dilema de los débiles suele ser este: si quieren presionar hasta el final para promover un cambio justo, se ven forzados a romper ciertas reglas que cuestionan la justicia de su reivindicación; y si no están dispuestos a llegar tan lejos, su protesta puede no ser efectiva.

En el caso del escrache, creo que hay razones instrumentales para que la PAH no siga por esa vía. Al fin y al cabo, la radicalización de las tácticas no es necesaria en este momento: la PAH ha conseguido recoger 1.408.854 firmas a favor de su Iniciativa Legislativa Popular, ha obtenido el espaldarazo de la sentencia del Tribunal de Luxemburgo y tiene en estos momentos gran proyección mediática. Con esos activos, sería una pena darle un pretexto a la derecha para lanzar una de sus campañas de destrucción masiva.

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