Plaza Pública

Los hijos del otro

Los hijos del otro

Chema Arraiza

¿Hay cura para tanto fanatismo? ¿Hay alternativa a la locura fanática que domina el penúltimo capítulo del conflicto palestino-israelí? Es exasperante contemplar al Gobierno de Benjamin Netanyahu y a Hamás inmersos en un espectacular ritual tan violento como autocomplaciente. Son dos violencias fanáticas en el sentido que al adjetivo le dio Amos Oz. El fanatismo es la violencia de aquellos enfermos que creen que su “justicia” es más importante que la vida. En este caso la violencia es esencialmente enfermiza, puesto que empezó golpeando a niños y adolescentes y continúa cebándose en ellos, ya sea jugando en una playa o durmiendo en la improbable seguridad de un refugio de Naciones Unidas.

La idea no es nueva. Atacar a los hijos del otro no es una estrategia original. Es una fórmula simple: toca a sus hijos y perderá el control de sí mismo. Es un juego tan sencillo como malvado y con un potencial inigualable para movilizar al público. Así, el asesinato estratégico de adolescentes israelíes para provocar una nueva escalada seguía al viejo e infame principio revolucionario de acción-reacción. Las venganzas, ya sea directamente en forma de secuestro y asesinato (el de Mohamed Abu Khdair) o en forma de “daños colaterales”, han tenido efecto multiplicador. Ahora unos y otros tienen niños muertos por los que movilizarse y dejarse matar –y gobernar– aún más.

Y es que los hijos del “otro étnico” son un detonante infalible. Lo simple funciona. De hecho, el comienzo de esta ola violenta tenía algo de pogromo institucional contra Gaza, justificado en el asesinato de los tres adolescentes israelíes. Paradójicamente, los rumores sobre asesinatos de niños fueron un detonante clásico de los pogromos medievales contra las comunidades judías. Pero no hace falta buscar precedentes. Como puntualiza Oz, las jugadas del fanatismo son anteriores al judaísmo, al cristianismo y al islam. Anteceden a la idea de justicia y a las comunidades imaginadas del nacionalismo. Mato a tus hijos para que me agredas y me conviertas en víctima o héroe a los ojos de otros. O quizás te acuso de matar a mis hijos para luego atacarte en defensa propia. En términos de Max Weber, la racionalidad instrumental del asesino prende fuego a la racionalidad de valores de su público.

La violencia en Israel y los territorios ocupados es ya mektoub, en árabe un destino inevitable. Es el resultado de empeñarse en mantener un statu quo de cuasi-apartheid los unos o apoyar masivamente –mejor dicho, desesperadamente– a los fundamentalistas de Hamás los otros. Ésta es una mala receta para un futuro tranquilo. De hecho, ninguna de las partes parece tener la menor esperanza –ni intención– de triunfar en el sentido militar. No es difícil intuir que bombardear al vecino, ya sea con los drones inteligentes de Israel o los cohetes caseros de Hamás, no es la mejor estrategia hacia la paz. Ninguno de los actores más poderosos quiere paz, sino afianzar su poder en el limitado entorno de la política doméstica respectiva. Lo que le ocurra al otro –su mektoub– importa menos que afianzar una cuota de poder a base de presentarse como el más grande patriota ante el constituyente. Las élites compiten en brutalidad entre ellas por demostrar quién es más violentamente patriótico y fiel a su dios.

El Gobierno israelí y Hamás han dejado atrás el dilema fundamental de la seguridad –construir la convivencia o preparar la guerra– desde hace años y han tomado el camino más embarrado. La paz es descartada en un juego de relaciones en las que la violencia es aceptada, si no deseada, por ambas partes. De hecho se ha convertido en un juego eminentemente mediático donde cada bombardeo es un espectáculo televisivo, un reality. Las justificaciones son poco originales. “Israel usa las armas para defender a la población, Hamás usa a la población para defender las armas”, reza un eslogan publicitario que está siendo difundido estos días por las redes sociales afines a la Operación margen protector. Escuché ese mismo argumento tras las operaciones del Ejército serbio en la guerra de Kosovo. Había que erradicar a los terroristas albaneses que se escondían bajo las casas de los civiles y para ello, “desafortunadamente” quemarlas. Es un discurso orwelliano donde el desplazamiento forzoso es presentado como una medida humanitaria. Te echo de tu casa para salvarte la vida.

Una colega neoyorquina israelí me dice que entiende la gravedad de la situación, para luego afirmar que “desafortunadamente las muertes civiles son inevitables”. El lobby israelí distribuye, convenientemente, imágenes e historias seleccionadas para el consumo de personas como ella. Manifestantes musulmanes atacan una sinagoga en París. Soldados israelíes protegen a niños palestinos de las balas. En las guarderías israelíes los niños aprenden a refugiarse bajo las mesas con una canción estilo Barrio Sésamo, etcétera. No son mentiras: son verdades escogidas. Narrativas tan parciales como las del otro “bando”, si bien algo más estomagantes considerando el enorme número de víctimas civiles (niños incluidos) en el frente palestino. Si mi misil le revienta junto con su casa, es por que usted es un escudo humano. Si me equivoqué, perdone las molestias. Mención aparte merecen las llamadas explícitas al asesinato, como las de la parlamentaria Ayelet Shaked, del ultraderechista Hogar Judío, quien propone matar a las familias enteras de los militantes de Hamás para evitar que sigan produciendo “serpientes”. No hay que subestimar el poder de la propaganda por parte de unos y otros. Las justificaciones que escucho respaldando a Hamás no son menos chirriantes. A menudo son grandilocuentes referencias al derecho de autodefensa. Como si lanzar bombas a ciegas en territorio israelí fuera una forma legítima de defenderse. Es una barbaridad que sólo reproduce más violencia. Su único beneficiario es Hamás, que ve consolidar su poder en su rol de héroe salvador frente a Al Fatah.

Basta imaginarse a ETA haciendo algo parecido para entender lo que significa para la población israelí (además de los miles de árabes, cristianos y otros que viven dentro de Israel) el saber que en cualquier momento te puede caer –a ti o a tus seres queridos– una bomba “autodefensiva”. En algunos discursos propalestinos que leo en España Hamás apenas es mencionado. También son ignoradas importantes organizaciones israelíes que apoyan la paz y el respeto a los derechos humanos, como B'Tselem o partidos de la izquierda pacifista. A veces Hamás es excusado como una reacción natural ante la opresión (“autodefensa”). Como si Hamás y la totalidad de la población y las fuerzas políticas palestinas fueran un solo ente. Resulta sorprendente que algunos analistas de izquierda apoyen abiertamente a los proponentes de una teocracia en la que los derechos de nadie (especialmente las mujeres) estarían a salvo y conceptualmente cercanos a los todavía más delirantes “grandes califas” del Estado Islámico de Irak y el Levante.

Así, languidecen narrativas que comparan sin rubor a Israel con la Alemania nazi, usando a la ligera el término “genocidio”, obviando un precedente más cercano y ajustado, la Sudáfrica del apartheid. Muchas acusaciones y pocas propuestas originales de paz. Los israelíes que apoyan la operación (que también suelen abusar de referencias gratuitas al Holocausto) no están menos enfermos de fanatismo que quienes dicen comprender la estrategia de Hamás. He llegado incluso a escuchar a personas decir que los tres adolescentes israelíes probablemente murieron en un accidente de tráfico o ahogados. Este principio de creatividad autocomplaciente es usado por las dos partes (por ejemplo, culpando a Hamás del bombardeo de la escuela de Jabaliya): cualquier mentira es mejor que aceptar que en el bando propio hay asesinos despiadados.

El Gobierno de Israel sabe con certeza que su operación no va a acabar con Hamás y éste es muy consciente del poco daño que sus cohetes van a infligir a su enemigo. Los dos grupos de poder están poniendo en práctica un show político para sus espectadores respectivos donde las víctimas civiles son utilizadas por ambos bandos. Lo triste es que ambos argumentos son incontrovertibles. Porque hay crueldad en unos y otros. Del mismo modo hay espectadores ávidos de sangre y drama, que aplauden las víctimas del “otro”. La imagen de jóvenes israelíes sentados en colinas de Sderot contemplando el bombardeo de Gaza (tuiteada por el periodista Allan Sorensen) fue repugnante, pero no sorprendente. Lo único que los diferenciaba del resto es la pantalla del televisor como intermediario. ¿Qué mejor reality que ver un bombardeo en directo? La misma tarde ocho personas murieron en una cafeteria junto al mar en Gaza mientras veían la final entre Alemania y Argentina. Podría haber sido el guión de un cuento pacifista, pero la realidad superó la ficción.

Mektoub, destino en árabe, era también la palabra que utilizaba el personaje de Leïla Al Bezaaz en El hijo del otro (2012), de Lorraine LévyEl hijo del otro. Leïla, interpretada por Areen Omari, es la madre palestina cuyo hijo es entregado por equivocación a una familia israeli la noche en que nació (también bajo las bombas). A cambio recibió al hijo de una pareja israelí. En la escena, ambas madres miran al director del hospital con cara de circunstancias mientras éste se disculpa por un error cometido hace 18 años. Ví la película casualmente el día en el que apareció el cadáver de Mohamed Abu Khdair, el chico palestino de 17 años quemado vivo como venganza por las muertes de los tres adolescentes (Eyal Yifrah, de 19 años; Gilad Shaar y Naftali Frenkel, los dos con 16 años), cuyos cuerpos fueron encontrados en Hebrón previamente. En la película, hay una escena reveladora en la que las dos familias cenan juntas por primera vez. Los dos matrimonios a duras penas pueden ocultar su incomodidad (especialmente los hombres), mientras que sus hijos e hijas, –“intercambiados” o no– charlan y juegan tranquilamente. Como en la vida real en Oriente Próximo, son los adultos los que no saben comportarse. La alternativa a su fanatismo es que pongan la vida de sus hijos por encima de sus obsoletos ideales nacionalistas y religiosos, y negocien una paz duradera. O que gobiernen otros.

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Chema Arraiza es especialista en minorías étnicas y derechos humanos

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