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Eso a lo que ustedes llaman crisis para Rajoy ya es pasado

Marc Pallarès

Aunque siga habiendo más de cinco millones de personas que quieran trabajar y no puedan, a pesar de que las desigualdades sociales hayan llegado a unos índices preocupantes, aunque la ocupación que se crea sea precaria y que la pobreza infantil nos sitúe en el bochornoso segundo lugar de la de la Unión Europea, “eso” a lo que ustedes llaman crisis, para el presidente del gobierno ya es pasado. Y, a la luz de la dimensión en la que él parece vivir, el uso de la palabra “pasado” asume un significado y una función que no aparecen en la realidad inmediata de la mayoría de la ciudadanía.

La estrategia del PP para las convocatorias electorales del 2015 se centra en dos direcciones: por un lado, para que esos nueve millones de votantes fijos que los sociólogos otorgan a los conservadores no se queden en casa (o no se vayan a otros partidos), insistir en que ellos abanderan la regeneración democrática, y trasladarles que no hay una corrupción sistémica, que se trata de casos aislados.

Por otro lado, para recuperar a una parte de ese 1,8 millones de personas que no se sienten afines al PP pero que en el 2011 depositaron su papeleta con la gaviota en la urna, la estrategia se basa en presentar la crisis como algo que ya forma parte del pasado.

Lejos de los sentidos del tiempo sobre los cuales forjamos nuestra manera de actuar, la temporalización como acción y experiencia vivida forma parte de las maneras propias de estructurar y organizar la realidad; nuestra disposición en el mundo, al fin y al cabo.

A pesar de que a menudo no distingamos esas formas de ordenación con la propia realidad, el tiempo no existe de manera autónoma, ni es un hecho en sí mismo; el tiempo (y, por consiguiente, el pasado) es, antes que nada, una cualidad diversa que adquiere nuestras particulares formas de existencia. Por eso resulta molesto que Mariano Rajoy, experto en no penetrar en la materia de los hechos, lo use como coartada de su ineficacia política. Pero le va a resultar difícil engañarnos, la contaminación del menosprecio que nos ofrece el presente pesa demasiado. Su falso optimismo, como todo elixir que prometa felicidad, es una trampa.

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Mientras tengamos tantas personas que cuando caminan por las calles sienten que las esquinas tienen ojos, mientras haya gente viviendo de la pensión de sus padres o abuelos y mientras los aeropuertos sigan llenándose de jóvenes que, por culpa del vértigo que les produce el presente, tengan que emigrar, la crisis continuará siendo una exploración de nuestra existencia.

Porque el presente, desesperanzador, cruel, individualiza un sistema de significados que van más allá de los discursos y estrategias políticas. El presente construye una realidad diferente de la que esboza la voz del presidente, embutida en una suerte de surco magnético que deforma el perfil conocido de la luz blanca de la vida de la gente; por eso, cada vez que nos ofrece su optimismo tamizado de irrealidades gelatinosas, amenaza con atraparnos entre un origen (la crisis que crearon otros) y una meta (el remedio, que lo puso él), una mezcla que nosotros todavía percibimos como infinita.

Marc Pallarès es profesor de la Universitat Jaume I de Castelló y escritor.

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