Plaza Pública

Las maneras de Rita

Justo Serna

Yo no soy nadie, un plumilla más, un oscuro profesor de provincias. Lo que ustedes saben de mí es lo que yo quiero que se sepa y lo que saben es lo que muestro para que ustedes se hagan una idea, la idea que quiero que tengan. Pero lo que acaban sabiendo es más de lo que quiero que sepan.

¿Por qué razón? Porque no soy el dueño de lo que de mí se sabe. Ustedes tienen otras fuentes de información que con acierto o sin él añaden, confirman o corrigen lo que yo quiero que se sepa de mí.

Y eso que se sabe de mí tiene, además, un sentido. O, mejor, ustedes dan significado a cada una de esas acciones, ideas y emociones mías que conocen, significado que no tiene por qué ser coincidente con lo que yo mismo pienso de mí: con lo que pienso de cada uno de esos actos, reflexiones y sentimientos. Parafrasearé a Bilbo Bolsón: no sé ni la mitad de lo que ustedes saben de mí y lo que yo sé de ustedes es menos de la mitad de lo que yo querría saber.

Saber y secreto son los dos polos de nuestra relación, de toda relación. “Toda relación entre personas depende, es evidente, del hecho previo de que saben algo unas de otras. El comerciante sabe que su contraparte quiere comprar barato y vender caro. El profesor sabe que su alumno dispone ya de una indeterminada cantidad y calidad de conocimientos. En cada estrato social, el individuo sabe más o menos qué grado de cultura puede suponer en los demás. De no existir este saber, las interacciones humanas resultarían imposibles”, decía George Simmel hace muchos años en unas páginas de reflexión sociológica.

“Poco importa el grado de error y prejuicio que pueda haber en ese conocimiento. Al igual que nuestro conocimiento de la naturaleza contiene, más allá de los errores e insuficiencias, la porción de verdad necesaria para la vida y progreso de nuestra especie”, añadía. Esa porción de verdad es la necesaria. ¿Para qué? Para que las relaciones humanas sean posibles. Esa porción es un conocimiento más o menos fiable e imprescindible. Pero no menos necesario es el secreto, la reserva con que cuidamos nuestras intimidades.

Años atrás, en 2010, doña Rita Barberá describió al entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, como “un incompetente, ignorante, inmoral y miserable”. El repertorio era espectacular, ciertamente, y revelaba la mala índole de quien vilipendia. Durante años, las maneras rudas de doña Rita Barberá eran algo bien sabido en Valencia e incluso allende su término municipal. Punto y aparte.

Las ofensas que vertía la entonces alcaldesa de la localidad contra Rodríguez Zapatero no eran lo más grave. Lo grave es lo que luego añadía. “Comprendo que su mujer no pueda más, ¡tiene que estar harta!”, sentenciaba. ¿En qué basaba ese conocimiento? ¿En qué fundamentaba ese dictamen? Una afirmación de estas características parece sobre todo una intromisión y parece también un alegre o precipitado juicio de las personas.

Al hablar de la esposa de Rodríguez Zapatero, la alcaldesa de Valencia rompía una regla de la política y del buen tono, la de no inmiscuirse en la vida privada de tus rivales si con ello quieres atacar a un adversario. Está feo, muy feo, obrar así, pero los malos modos de la Sra. Barberá la llevaban a proferir estas maldades, ella justamente que ha tenido una vida personal que cualquier maledicente podría airear. Por supuesto, doña Rita tiene derecho a hacer de su intimidad lo que buenamente quiera y sólo un reptil de la prensa podría sacar inmundicia o conjeturar sobre ella con manifiesto rencor.

Es decir, todos somos vulnerables: cualquiera puede haber visto de ti más de lo que crees que ha visto. Si te abandonas al chismorreo, si cotilleas sin pruebas que puedas airear, entonces eso mismo podría hacerse de ti. Y de ti se presentaría una versión limitada, sesgada: una porción de verdad suficiente que no eres tú o no eres enteramente tú.

Adoptamos gestos, realizamos ademanes, que son las maneras que tenemos de presentarnos en público: siempre habrá quien nos esté mirando y escuchando, prestando atención. Seriamente preocupados por las apariencias, escrupulosos con el aspecto que mostramos, cuidamos nuestro yo o, mejor, la imagen que damos, que no es enteramente la imagen que otros tienen de nosotros.

Durante años, doña Rita Barberá tuvo lujos y pujos como munícipe, lujos perfectamente legales (imagino), pero su vida ha sido escrutada y de todo no podrá borrar huella. "Comprendo que la persona con la que comparte su vida no pueda más, ¡tiene que estar harta!”, podríamos sentenciar. Pero no lo haremos. Yo no sé nada de quien comparte su vida, no sé a qué dedica el tiempo libre, no sé qué espera de la existencia. No lo sé, pero podría averiguarlo. ¿Para qué, por qué?

Aparte de respetarla es que francamente queridos me importa un bledo.

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