Memoria histórica

Las fosas republicanas de Paterna: una historia de mujeres

Sergi Tarín | Valencia

La mente dispone de fuertes mecanismos de control frente al dolor. También la Historia como suma de imaginarios colectivos. El más extremo y sofisticado de estos engranajes es el olvido. Y olvido, mucho olvido, es lo que ocurrió en Paterna (67.000 habitantes) tras el franquismo. Allí existía un gran destacamento militar y una zona de entrenamiento conocida como El Terrer se convirtió en el segundo lugar de España, tras el cementerio del Este de Madrid, con más fusilados durante la dictadura.

De 1939 a 1945 las sacas de presos fueron diarias mañana y noche. Los camiones llegaban repletos desde las vecinas cárceles Modelo y de San Miguel de los Reyes. Los fusiles cantaban por ráfagas y los tiros de gracia en la nuca marcaban el paso del tiempo: amaneceres y atardeceres. Y, su silencio, los días de guardar. Las cuadrillas de niños se escondían en los algarrobos para contemplar las ejecuciones. Era un juego. Después, entre sangre y moscas, buscaban casquillos para venderlos al chatarrero de la zona, el tío Pollastre. Vicent Causera, uno de aquellos chavales, cuenta como, en una ocasión, el capitán se percató y colocó a uno de ellos frente al pelotón durante unos instantes. “¡Vete de aquí y que no te vea más!”. Recuerda Causera su vozarrón y la carrera sin aliento por los pedregales hasta las primeras casas del pueblo.

Pasaron las décadas y se clausuró el campo militar. Los pinos substituyeron a los algarrobos y la supervivencia, que es la mayor vocación de los vivos, instituyó el olvido. Pero en los ochenta, el historiador Vicent Gabarda, tropezó con la Historia. Gabarda decidió realizar su trabajo de fin de carrera sobre el período entre los treinta y los sesenta de su localidad natal, Paterna. Para ello acudió a los juzgados. “Los libros de nacimientos y matrimonios eran tres o cuatro volúmenes, lo normal para un municipio de 6.000 habitantes. Pero los de defunciones eran más de dos docenas”, explica. Se trataba centenares de páginas con un mismo epígrafe: “ejecutado por sentencia de muerte”. Así hasta 2.237 entre 1939 y 1956.

Fotograma del documental 'Dones de Novembre'.

Gabarda se obsesionó y empezó a recorrer todos los juzgados del País Valenciano. Dormía en tiendas de campaña y soñaba con listas de muertos. “Me angustiaba pensar que podía dejarme alguno”. Y fueron 4.715 fusilados. Tras esta investigación publicó “Los fusilamientos en el País Valenciano”, una de los estudios capitales sobre la represión franquista. Y acto seguido continuó con la represión republicana en la retaguardia durante los primeros meses de la Guerra Civil. Resultado: 4.334 ejecutados. Y una concusión aterradora: “El franquismo intentó igualar las muertes de los fusilamientos”. Es decir, a sangre fría, lejos del fragor de la contienda, institucionalmente, el Estado franquista buscó venganza, equiparar cifras. Las víctimas fueron sobre todo miembros de los comités revolucionarios, políticos y maestros. Muchos habían mantenido el orden en sus pueblos e impedido la acción de exaltados. No les sirvió de nada. La balanza debía equilibrarse.

Es el caso de José Celda, labrador de Massamagrell (Valencia) y miembro de Izquierda Republicana, fusilado en 1940 en Paterna y enterrado en una fosa común con cerca de 200 compañeros más. Tanto el documental El Terrer como Dones de Novembre relatan la experiencia de su hija, Josefa Celda, de 83 años, por sacarlo “del agujero donde lo metió Franco”. Ha sido un proceso largo, cerca de cuatro años, que culminó con éxito en abril de 2013 cuando Josefa enterró a su padre junto a su madre en el cementerio de Massalfassar. La memoria de Josefa siempre ha sido la de su tía. Un recuerdo cierto. La noche del 14 de septiembre de 1940 la hermana de José Celda se coló en el cementerio y metió el cuerpo en un ataúd con una botellita de gaseosa con su nombre en la nuca. Y, tras darle una propina al sepulturero, el cuerpo quedó arriba de la fosa, algo esencial para localizarlo con éxito siete décadas después.

'Dones de Novembre', el documental.

El enterrador tampoco era un enterrador común. Leoncio Badía fue chófer de un oficial republicano y, tras la guerra, se le conmutó la pena de muerte. Obligado a mendigar trabajo a diario, consiguió al final un empleo. “¿Quieres trabajar? Lo harás enterrando a los tuyos”, recuerda Maruja Badía que solía contarle su padre lo que le dijeron en el Ayuntamiento. Leoncio se jugó el pellejo en mitad de aquel espacio fantasmagórico lleno de agujeros, regueros de sangre y bidones de cal vida. De cada cadáver cortaba pedazos de tela y anotaba el lugar y la posición. Cuando las mujeres de los pueblos se enteraban de las muertes ya habían pasado días o semanas. Gracias a aquellos retazos de Leoncio reconocían la ropa y el lugar exacto donde dejar una flor.

Una flor o un azulejo de Manises con la fecha, el nombre y un “no te olvidamos”. Muchos los rompía la Guardia Civil con las culatas del fusil. “A estos perros no hay que recordarlos”. ¿Cuántas veces escuchó esta frase Concha Gómez? Esta anciana de 83 años conserva la misma rabia que entonces y es otra de las protagonistas de ambos documentales. Su padre, Alfonso, también era labrador y su madre enloqueció de dolor. “Dos veces la cogimos de la solapa porque se tiraba al tranvía”. La hermana de Concha fue la primera en saber de la muerte del padre. Un día le llevó ropa a la Modelo y le dijeron que lo habían fusilado el día anterior, el 29 de agosto de 1940. La hermana empezó a chillar y un guardia le apuntó con una bayoneta en la boca del estómago, le cortó el grito en seco. “Desde entonces le empezó a doler justo ahí y con el tiempo se le reprodujo un cáncer”.

Concha, su madre y su hermana fueron promotoras del monolito que se construyó tras la muerte de Franco. Aquellos hechos doloros, su recuerdo y denuncia, ha sido una labor de madres, hermanas e hijas. De mujeres de noviembre, porque el 1 de Noviembre, día de Todos los Santos, era el único en el que podían entrar al cementerio en grupo y murmurarse el dolor y la memoria. Y cuando pasaba el cura encabezando la procesión, los fieles les daban la espalda y cesaban los cantos, que solo regresaban tras dejar atrás aquel grumo de ropas negras. Este 1 de Noviembre, Concha regresó al cementerio, igual que todos los años. “No he fallado ni uno”. “Cada vez va menos gente”, lamenta con la vista puesta en un tiempo huido. Y se niega a olvidar y también a dejar de hablar a las fotos de sus padres, lanzarles besos cuando sale de casa o releer las cartas que llegaban desde prisión. El olvido, para Concha o Josefa, es un terapéutica inútil. Para ellas memoria y dignidad son el único antiséptico.

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Dones de Novembre. Les foses clandestines del franquisme(Mujeres de Noviembre. Las fosas clandestinas del franquismo)

Directores: Óskar Navarro y Sergi Tarín.

Promovida por el Ateneo Republicano de Paterna.

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