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El mapa y el símbolo

El mapa y el símbolo

Felipe Benítez Reyes

Los topónimos exigen un grado variable de imaginación. Podemos delimitar mentalmente, con bastante exactitud, el topónimo “Málaga” si se refiere a la ciudad de Málaga, incluida su extensa periferia (y hasta hace poco la comarca de Melilla), pero si ese topónimo engloba -con arreglo al criterio territorial establecido en el siglo XIX por don Javier de Burgos- a la provincia de Málaga, con todos sus pueblos y pedanías, con su costa y su sierra, con sus campos de cultivo y sus tiendas de souvenirs, el topónimo en cuestión nos exige un esfuerzo imaginativo, ya que afecta a una convención en principio meramente administrativa que, sin embargo, suele promover convenciones sentimentales: la adscripción a un territorio tenido más o menos difusamente como propio, en contraposición al resto –ancho y ajeno- del mundo.

Y ahí entran en juego las emociones micropatrióticas, que es como decir que ahí empiezan los líos. Emociones micropatrióticas que lo mismo sirven para hacerse socio ferviente de un equipo de fútbol que para buscar señas colectivas de identidad, cuando es posible que las señas de identidad resulten bastante complicadas de buscar incluso a nivel de individuo.

Cuanto más territorio abarca un topónimo, menos entusiasmo patriótico parece infundir, y de ahí tal vez el que los patriotas profesionales opten más por el discurso de la segregación que por el de la unión, más por la atomización de las soluciones que por la globalización de los problemas, desde el convencimiento tal vez de que el sentir tribal tiene ganado mucho de antemano, por mera reverberación de nuestros atavismos más primarios y más inmunes al sentido común, incluida en esos atavismos la nostalgia historicista de los paraísos sociales, que son, como casi todos, paraísos perdidos. No se imagina uno a un vecino de Tarragona discutiendo con otro de Cáceres sobre quién es más europeo, aunque resulta fácil imaginar una discusión entre ellos por asuntos de identidad mucho menos panorámicos.

Dicho esto, el topónimo “Andalucía” es posible que nos quede un poco grande si lo ascendemos de una dimensión territorial a una dimensión simbólica o, al menos, que ese ascenso exija de nosotros un sobreesfuerzo de abstracción imaginativa similar al que requiere el análisis y comprensión de esas grandes entelequias, tanto en su sentido aristotélico como coloquial, que suelen amenizar de rato en rato nuestros pensamientos. Y es que la geografía tiene algo de ciencia esotérica: tanto si está uno recogiendo fresas en Huelva o moviendo el incensario en la catedral de Sevilla, está en un mismo sitio, aunque de categoría metafísica superior: en Andalucía.

Como cualquier lugar del mundo, Andalucía es muchas cosas. Para algunos políticos catalanes (Duran i Lleida, Puigcercós…), un sitio en el que la gente se pasa el día en la taberna, viviendo alegremente de subsidios y cabe suponer que canturreando coplillas flamencas; para los beatos de ISIS, un territorio reinvidicable; para los turistas nórdicos, un destino prodigiosamente soleado que se asocia a la sangría, ese invento que al parecer tiene su origen en América, y a la paella valenciana; para muchos sevillanos, un concepto que irradia desde el ombligo mismo de Sevilla; para algunos almerienses y onubenses, un lugar que les queda un poco lejos por la falta de infraestructuras ferroviarias; para los etnógrafos extranjeros, una mina de pintoresquismos folclóricos; para Jordi Pujol, cuando ejercía en su juventud de filósofo afligido, una región en que la gente vive “en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”; para los especuladores inmobiliarios, un litoral con franjas escandalosamente desaprovechadas; para la exministra Ana Mato, una región en que los niños son “prácticamente analfabetos”; para algunos ideólogos del PP, una cantera irredimible de filocomunistas; para los africanos sin futuro, la puerta peligrosa del futuro. Y así sucesivamente.

Semana Santa en Sevilla./ WINGPIX (CC BY FLICKR)

Por supuesto, el hecho de que una cosa sea muchas cosas a la vez, e incluso contradictorias entre sí, no resta identidad a la cosa en cuestión, sino más bien al contrario: su diversidad define su homogeneidad, pues todo núcleo humano es mareantemente poliédrico por definición, y desdichado el que no lo sea, ya que es muy probable que su uniformidad dependa menos de una armonización colectiva de intereses que de la imposición normativa por parte de unos poderes represores que establezcan artificialmente un equilibrio sociopolítico.

El concepto de Andalucía

Dicho esto, ¿qué entendemos por Andalucía, aparte de una comunidad más o menos autónoma con unos ocho millones y medio de habitantes, con una tasa de paro del 34,2% y con un 38,2% de personas en riesgo de pobreza o exclusión, después de 32 años de gobierno socialista? ¿Qué designa, aparte de lo obvio, el concepto “Andalucía”, a nivel de abstracción, por así decirlo? Cualquier respuesta sería compleja, de modo que resulta prudente optar por la más sencilla: si dejamos al margen los criterios administrativos, Andalucía es lo que cada cual quiera que sea, lo que cada cual logre interiorizar de ese concepto, lo que reverbere en su sentir, que es algo que, a fin de cuentas, lo mismo sirve para un andaluz con respecto a Andalucía que para un noruego con respecto a Noruega.

Por la ley de la paradoja, un gaditano puede sentirse genuinamente andaluz, pero a la vez situarse, incluso con hostilidad, en las antípodas del espíritu sevillano, o viceversa. Por motivos misteriosamente telúricos, un jiennense de Aldeaquemada, a un tiro de piedra de la provincia de Ciudad Real, se supone que comparte esencias andaluzas con un malagueño de Benalmádena. Y no se trata de romper la baraja de las convenciones, sino de barajar de manera más o menos razonable los sinsentidos, que a veces resultan más útiles para entendernos de lo que solemos calcular, pues las cosas de la vida tienen la lógica que pueden tener, que casi nunca es mucha.

“Aquí se habla andaluz”

En la identificación emocional de un individuo con su tierra nativa cuentan factores que no tienen mucho que ver con la tierra nativa en sí, al margen del grado de éxtasis que cada cual alcance contemplando la playa de su pueblo o los montes nevados de su comarca. Los factores que determinan esa identificación son más bien de orden familiar, laboral o incluso meramente atávico. De ahí que pretender que alguien se identifique con 87.268 kilómetros cuadrados tal vez sea mucho pretender. Al fin y al cabo, si a un andaluz le preguntan que si es andaluz, responde lo obvio. Si le preguntan si se siente andaluz, responde lo que corresponda al caso. Si le preguntan en qué consiste ser andaluz, lo normal es que farfulle.

Comoquiera que vivimos en un país biodiverso en el que las ocurrencias autonómicas suelen mimetizarse y ascender al rango de interautonómicas, no han faltado andaluces andalucistas que se han animado a promover campañas curiosas, como aquella de repartir por los bares unos carteles en los que se proclamaba “Aquí se habla andaluz”, de lo cual cabía deducir que también se habla andaluz en Teruel o en Montevideo. (Si a alguien le hubiera dado por ponerse catastrofista, incluso hubiera podido llegar a la conclusión decepcionante de que en Andalucía se habla el idioma de Teruel o de Montevideo). Supongo que por suerte, las tentativas retrohistóricas se han quedado aquí en delirios alegres de un día, incluido el de esos andaluces de hoy mismo, nostálgicos sinceros del esplendor de Al-Andalus, que asumen el riesgo de señalar el año de 1492 como el de la pérdida de identidad de nuestra tierra.

Si hablamos de Andalucía como una convención administrativa, entendemos a la perfección de qué nos hablan, y todos nos sentimos integrantes solidarios de lo que designa ese topónimo. Si nos hablan de Andalucía como un territorio embrujado que infunde esencias distintivas a todos y cada uno de sus habitantes, incluidas en esas esencias el fervor por la feria de Sevilla y por las juergas teológicas de la romería de El Rocío, lo más probable es que no entendamos ni la cuarta parte del conjuro.

Una visión pragmática

Y es que, a estas alturas, uno prefiere el pragmatismo a la magia: una Andalucía en la que funcionen los servicios públicos, en la que se promueva una cultura sin adjetivos, una Andalucía productiva, una Andalucía sin políticos indecentes, sin gestores ineptos y, a ser posible, sin Canal Sur Televisión, esa fábrica incesante de chocarrerías y de estereotipos rancios. Y, a partir de ahí, que cada cual se invente los territorios míticos que se le antojen, las señas de identidad que considere razonables y oportunas, la delimitación sentimental y variablemente específica de su territorio, aunque con la advertencia de que el concepto de “patria” es un asunto privado.

Vivimos en un país en que la conciencia política tiende a contaminarse de una conciencia religiosa: partidos que buscan candidatos como quien busca a un profeta, votantes que buscan salvadores en vez de gestores, políticos que prometen paraísos con el desparpajo de unos vendedores de crecepelo, aspirantes a poderosos que te sueltan a la mínima el sermón de la montaña, oradores que se disfrazan de arcángeles justicieros para acabar con la Sodoma de la corrupción…

Cada partido se juega en Andalucía su futuro en un año político crucial

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Cuando comprendamos que la política es gestión y no teatro, servicio y no servidumbre, resultado y no retórica, tal vez habremos ganado bastante, al menos como un punto de partida.

Mientras tanto, aquí seguimos, a la espera de Godot.

Felipe Benítez Reyes es poeta y novelista gaditano.

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