No es “venir llorado de casa”, es no tener que llorar

Reconozco que, a estas alturas, lo que menos me importa es si es Pedro Sánchez o perro sanxe quien ha escrito la carta de cuatro páginas en la que asegura que se está pensando si sigue o no como presidente del Gobierno. Es decir, si es Sánchez, el hombre que decidió dedicarse a la política, con sus aciertos y errores, sus razones y sentimientos; o el sanxe estratega, experto como nadie en golpes de efecto, que es capaz de resignificar el insulto y convertir en un trampolín sus peores momentos. 

Serán multitud los opinadores que, de aquí al lunes, respondan a la pregunta sin tener ni la menor idea. Algunos, los menos, lo harán con prudencia y reconociendo que tiran de pura intuición. Pasarán por indocumentados, apocados o equidistantes. Muchos otros lo tendrán todo clarísimo, en todo momento, gracias a las mejores fuentes anónimas que les informan de lo que ellos ya pensaban con anterioridad. Si luego los hechos les desmienten, pelillos a la mar. Si encajan, aunque sea remotamente o por casualidad, con alguna de sus hipótesis, lo llamarán EXCLUSIVA con letras mayúsculas. He aquí uno de los principales problemas de la democracia española en estos momentos. 

Sánchez pone sobre la mesa un debate fundamental en el que nos lo jugamos todo: el de la calidad del debate público, que es responsabilidad de los dirigentes políticos, pero también de los medios de comunicación y operadores jurídicos. Porque el clima que se ha instalado en España y que ha descrito Sánchez, desde su punto de vista particular, es una obviedad hasta para quienes lo provocan. Son ellos mismos los que lo reconocen al reprochar exactamente lo mismo a sus adversarios ideológicos o mediáticos, discutiendo sólo la intensidad o quién comenzó antes. Antes de erigirse en referentes éticos, ¿no deberían dejar de comportarse del modo que critican? ¿Qué valor tienen como alternativa más allá de su capacidad para el derribo?

Las técnicas de deshumanización del adversario llegan, por supuesto, a tratar a Sánchez como alguien sin corazón, sin sentimientos, guiado sólo por unas sádicas ansias de poder y dispuesto a pactar con el diablo. Es, sencillamente, increíble y una muestra de que tras la falta de matices no hay más que una total falta de escrúpulos. 

Se quejan del clima aquellos que tienen la piel muy fina, que califican como un “insulto” cualquier discrepancia, que controlan con mano de hierro los medios sobre los que pueden ejercer la más mínima influencia o que se permiten el lujo de llamar “hijo de puta” al jefe de Gobierno de un país democrático para luego reconocerlo con una banalización y una sonrisa. Así llevamos seis años, primero con Casado, después con Feijóo, el moderado, y siempre con la ultraderecha de Santiago Abascal y sus satélites henchidos de desteñido patriotismo de pulsera. 

¿Alguien puede reprocharle a Sánchez que se pregunte si “merece la pena”? ¿La pregunta no sería cómo políticos como él, de partidos diversos, aguantan tanto? ¿Acaso no conocen a la perfección tantos ciudadanos y ciudadanas (estas, con el agravante del machismo), a través de sus vidas particulares, el poder destructivo de un rumor esparcido en el barrio, en el centro de trabajo o en las redes sociales? ¿Acaso no entendemos a quienes se alejan de las noticias porque no quieren pasar un mal rato con titulares que no saben si serán verdad o mentira? ¿No están acostumbrados los periodistas con una cierta relevancia a ser el blanco de ataques ad hominem o a que las notificaciones de sus redes sociales rebosen odio anónimo? ¿No se plantean muchos una y mil veces el coste de defender sus ideas o involucrarse temporalmente en política por el desgaste personal y para sus familias al que pueden exponerse?

El clima que se ha instalado en España es una obviedad hasta para quienes lo provocan

Hemos llegado a un grado de normalización de la insensibilidad y el cinismo que la respuesta a eso suele ser que “hay que venir llorado de casa”. Como si lo importante no fuese preocuparnos por desterrar los motivos profundos por los que alguien puede llegar a llorar de rabia. 

Hay que ser claros. Aquí tres conclusiones: 

La hipérbole en España alcanza sus más altas cotas cuando no gobierna la derecha. Rajoy acusó a Zapatero de traicionar a los muertos por intentar acabar por todos los medios con la violencia de ETA. Casado negó la legitimidad a Sánchez, al que lo más agradable que llamó fue “felón”. Feijóo se ha erigido en fiscal para acusar sin pruebas, siete pasos por delante de la Justicia (antes solían esperar a poder armar un caso más o menos aparente en los tribunales, aunque luego quedase en nada), de gravísimos delitos a medio Gobierno y a la esposa del presidente, utilizando su mayoría absoluta para crear un tribunal paralelo y sin precedentes en el Senado. Por no hablar del cuestionamiento de la calidad de la democracia en contra de todos los países del entorno y estudios académicos o las continuas indirectas sobre la salud mental de Sánchez. 

El bloqueo del CGPJ es sólo la cristalización de una ofensiva conservadora por controlar la Justicia y el clima en el que se sienten cómodos jueces como el que ha admitido a trámite los recortes de prensa y bulos de Manos Limpias, reconocido pseudosindicato ultraderechista. De nuevo, no hay precedentes de un bloqueo tal, ni similar, por parte de la izquierda cuando el PP está en la oposición. Si el PP bloquea su renovación no es por su interés democrático sino por sus ganas de controlarlo. Como saben bien Pablo Iglesias o Podemos, víctimas de un sinfín de casos inventados y hasta dossieres policiales sin sello ni autoría, la pata judicial es imprescindible para acceder al poder mediante la destrucción del adversario.

Muchas empresas de comunicación han renunciado al periodismo, financiado de manera opaca por potentes intereses privados y administraciones públicas (si quieren comparar, aquí están las cuentas de infoLibre). Capítulo aparte merecen muchos editados en Madrid, dopados por la Comunidad y el Ayuntamiento, que irradian y amplifican planteamientos partidistas a todo el país. La falta de transparencia abarca a veces a los propios accionistas de los medios, casi siempre a su distribución de ingresos y siempre al grado de dependencia de administraciones públicas. Preguntémonos por qué y cómo sería ese mundo sin medios tóxicos. Es posible.

No sé si es Sánchez o sanxe quien ha escrito su “carta a la ciudadanía”, pero sí que incluso mientras él la publica señalando un problema más que obvio, habrá otros encantados de seguir chapoteando en un barro en el que no se hablará de vivienda, desigualdad, pensiones, empleo, violencia machista, de los jóvenes, del lugar de España en el mundo o de la calidad de los servicios públicos. Llamémoslo intuición, llámenme indocumentado, pero quizás dos más dos sigan siendo cuatro y no sólo una opinión.  

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