El vídeo de la semana

La roja ha muerto, viva el rey

De no mediar la coronación de Felipe VI, el miércoles por la noche se hubieran retirado de balcones y mástiles particulares las banderas que festejaban el previsible avance de nuestra imparable selección de fútbol. La deshonrosa expulsión de los de Del Bosque del mundial hubiera tenido como respuesta general arriar banderas y entusiasmos como pataleta por la inesperada decepción. Pero el calendario y la Historia parecían reclamar su presencia, y ahí se quedaron, saludando lo que algunos llaman fin de ciclo deportivo y lo que sin duda es un comienzo de ciclo político. Todo ello en tonos patrios rojigualdas.

Ha sido la semana de las banderas, incluso de las ausentes. Porque hay que ver lo presente que ha estado la tricolor republicana entre otras cosas gracias a la ocurrencia antidemocrática de prohibir su más mínima exhibición en Madrid el jueves del recorrido real. Ni una chapita con los tres colores dejó pasar la policía a las cercanías del mapa de la coronación. Hay que ser torpe y políticamente obsceno para decretar semejante sinsentido. Con amigos así la monarquía no necesita movilizaciones republicanas.

El rey Felipe VI lo va a tener difícil, hay un sonoro runrún de los que cuestionan la institución que ahora encarna. Pero también era impensable hace no mucho que España ganara un mundial de fútbol, y el equipo de Aragonés y Del Bosque conquistó Europa y el mundo. Hoy, con las banderas a media asta por las derrotas de Brasil, hemos de reconocer lo que trajeron a nuestro deporte, y a esa decepción que amargó a los futboleros la semana, contraponer el mérito de haber llegado donde jamás llegó colega alguno. Bien por ellos; ahora, los siguientes.

Como en Zarzuela. Y que me perdonen los puntillosos por la comparación, pero los ciclos ciclos son, lleven lo que lleven dentro.

La restauración monárquica en España le salió mal al franquismo e inesperadamente el rey contribuyó a cimentar una democracia imperfecta pero viva y sostenible. Una monarquía parlamentaria en la que el ciclo juancarlista ha cumplido su etapa, por el roce del tiempo y la inestimable ayuda de no pocos errores de comportamiento y actitud, una comunicación desastrosa y la intolerable certeza de corrupción en el círculo familiar.

Hoy, aceptada la abdicación por el Parlamento, a cuyo criterio y leyes se somete también el propio monarca, el jefe del Estado es un joven educado en el saber escuchar y la tolerancia, casado con una ciudadana que, como él, se enfrenta a su responsabilidad con un sentido de la realidad y de la Historia poco comunes.

Un rey que en su primera alocución pública como tal ha dicho algo que jamás he oído a ningún político en activo, haya sido elegido por los ciudadanos o por su partido: “Yo me siento orgulloso de los españoles y nada me honraría más que con mi trabajo y esfuerzo diario, los españoles se pudieran sentir orgullosos de su nuevo rey”.

Sabe que está siendo contestado, sabe de la distancia entre la gente y las instituciones, y responde poniéndose en disposición de servicio. No anuncia imposibles ni se vende como el mejor. Simplemente espera conseguir la confianza de los españoles.

Hay un cierto hartazgo de rojigualdismo esta semana, pero parecería que fuera inevitable. Ahora, dentro las banderas, toca pasar a la acción. En el fútbol, a buscar los recambios, y en el Estado a echarle arrestos y convertir los compromisos del discurso en realidades que se puedan ver y tocar desde la calle.

Hay un principio elemental de racionalidad democrática que otorga prevalencia a la elección popular del jefe del Estado. El nuevo rey debe plantearse contrarrestarlo con la única herramienta posible: la prometida lealtad a la ciudadanía y un verdadero servicio público.

Quizá podría impulsar cambios que quiten alcanfor a la Corona, arrebatando privilegios y acabando con principios medievales. Pero acaso sea más importante trabajarse de verdad la cercanía a unos ciudadanos cansados de instituciones, empezando por escuchar, entender, actuar y estar más cerca de la calle de lo que están quienes con tanto entusiasmo aplaudieron en directo su discurso.

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