Cine

Vacaciones en el (sórdido) paraíso

Un fotograma de 'Paraíso: Amor'.

Con sus playas deliciosas, retratadas con una fotografía saturada, de colores tan intensos que rezuman calor, con su dechado de exotismo, de palmeras al viento y arena fina bajo los pies, Paraíso: Amor, la película del austriaco Ulrich Seidl que se estrenó este viernes en salas (también en la plataforma online Filmin), podría pasar apercibida así, sin mayores explicaciones, como propuesta ligera para el verano. Nada más lejos de las intenciones de esta primera entrega de una trilogía que se completará en las próximas dos semanas con Paraíso: Fe y Paraíso: EsperanzaParaíso: Fe Paraíso: Esperanza, una triste ruta por las vivencias, los anhelos y las frustraciones de tres mujeres austriacas de una misma familia. La emprenden cada una desde puntos de partidas diversos pero con un anhelado, que no alcanzado, destino común: hallar y gozar en el hallazgo de alguna de esas virtudes que en el fondo, se resumen todas en la misma: el amor.

Teresa, la protagonista de Paraíso: Amor –a quien da vida una muy creíble Margarete Tiesel- lo hace viajando a Kenia en lo que a primer golpe de fotograma se revela como un viaje de turismo sexual. Ella, terrible, cómica, desesperadamente confundida, perdida, quizás, sin remedio, en el lamento de sus años irrecuperables y su cuerpo ajado, dice desear solo ser mirada a los ojos, ser tenida por lo que es, un ser humano, que le toquen el alma con las manos. Lo busca como quien va en busca de una mercancía, y eso es, ni más ni menos, lo que encuentra. 

Que Ulrich Siedl procede del mundo de la fotografía y la pintura es un hecho presente y remarcable a lo largo de esas escenas que podrían haber sido pintadas por Rubens en algún indocumentado viaje al tornasolado Tercer Mundo, con sus composiciones siempre equilibradas, perfectamente estudiadas en su estética, y que en su contenido indefectible y constantemente insisten en plantear gravosas afrentas al decoro. Que también es cineasta versado en el documental, tiene cuenta habida en el uso pertinaz de la cámara fija y los planos secuencia de voluntad realista e improvisada que recuerdan en su forma, también en su sórdido fondo, a los de su compatriota Michael Haneke.

Resulta difícil mantener la mirada posada en la pantalla durante las dos horas de película, aunque tal vez no debiera desperdiciarse la oportunidad de reflexionar sobre las cuestiones que emergen una vez pasado el trance y el subsiguiente sonrojo. La comercialización del amor –llamémoslo, con más coherencia, sexo-, la confusión de ambos términos, las diferencias entre el mundo rico y el mundo pobre, la justificación (a)moral de ciertas acciones, la degradación de los sentimientos, la explotación y cosificación de las personas, la pervivencia del colonialismo, la soledad y el envejecimiento… son muchas y muy afiladas las aristas de esta primera entrega de la triolgía de Siedl, que en realidad fue originalmente concebida como una sola película, y que se completará con su particular visión sobre una mujer empeñada en propagar la fe cristiana y otra encerrada en un campamento para perder peso. 

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