Literatura

Feminista se hace, no se nace

La escritora y periodista Carmen G. de la Cueva.

Carmen G. de la Cueva (Alcalá del Río, Sevilla, 1986) encabeza Mamá, quiero ser feminista (Lumen), un ensayo en primera persona sobre la experiencia feminista, con tres citas reveladoras. Carmen Conde, Virginia Woolf y Virginie Despentes se reúnen en la primera página con una declaración de intenciones. Una habla de una niña que descubre los milagros de la habitación propia. Otra dice: "No es necesario ser nadie salvo uno mismo". La tercera, apunta: "El feminismo es una aventura colectiva". Las tres son escritoras, las tres son referencias del feminismo —aunque la relevancia de la primera se circunscriba al español, y solo a ciertos sectores—, las tres son convocadas aquí para hablar, no del feminismo como disciplina de estudio, sino del feminismo como experiencia personal

Porque esa era la propuesta, no poco arriesgada, de la autora. "Como gran lectora, y lectora de libros feministas, he encontrado muy pocos relatos que me hagan empatizar. Hay muchos ensayos, normalmente muy académicos, y una brecha muy grande entre lo que es la gente, las experiencias cotidianas de las mujeres, y todas esas lecturas". De la Cueva es hoy periodista, escritora, y una de las dinamizadoras más conocidas del tejido cultural y asociativo feminista a través de La Tribu, una comunidad online —aunque cada vez más tangible— que nació de su necesidad de encontrar compañeras con las que hablar de libros y de la experiencia de ser mujer en un mundo machista. Pero alguna vez fue una niña atrapada en un pueblo. Una niña a la que, un día, regalaron Mujercitas, de Louisa May Alcott. 

Y ahí empezó todo. Empezó la búsqueda de De la Cueva de su propia voz, y empezó el libro que acabaría escribiendo veinte años más tarde. Es un libro —una autobiografía, en realidad, aquí no hay una pizca de ficción— escrito en una extraña tensión entre la soledad y la compañía. No le dio a leer a nadie, antes de entregar la versión definitiva a su editora, este relato que empieza con un deseo de cortarse el pelo como Jo, una de las Mujercitas, y que sigue con la gordofobia, el descubrimiento de la lectura, los primeros novios, la Erasmus —y el despertar a una cultura de la violación que dejó herida a una amiga—, la precariedad laboral y el bloqueo creativo. La comprensión, más o menos lenta, de que el feminismo le daba herramientas para encontrar ese espacio de libertad con el que soñaba. 

Mamá, quiero ser feminista pertenece a un género con poca tradición en castellano pero muy extendido en la literatura en inglés, el de los ensayos que se sirven de la experiencia personal para extraer conclusiones más amplias, en este caso, sobre las esclavitudes y triunfos de las mujeres. Forman parte de esta categoría éxitos recientes como Cómo ser mujer, de Caitlin MoranCómo ser mujer, No soy ese tipo de chica, de Lena Dunham o Solterona, de Kate BolickSolterona. Para eso, claro, hay que vencer un pudor que las mujeres aprenden con más eficacia. "El capítulo de 'Soy gorda y siempre lo seré', por ejemplo, me supuso un poco de llanto, porque es una carga muy pesada, una vergüenza muy grande. Y es verdad que dices: seguro que le pasa a muchas chicas. Cuando no eres gorda, porque eres delgada, si no, porque eres homosexual. Siempre hay algo para que te sientas diferente, inferior". El propósito, como el del resto del libro: que sirva a otras chicas. Que sirva a su hermana, que tiene 10 años y ya se ve gorda cuando se mira al espejo. 

Pese a la soledad de la escritura, a lo largo del libro son muchos los nombres amigos que aparecen: está Pippi Langstrump, está Eve Ensler y su trabajo sobre el cuerpo y la vagina, están Emily Dickinson y Jane Austen y Kate Bolick y Simone de Beauvoir y Sylvia Plath... Esa fue quizás la primera tribu que encontró la autora: "Una se va construyendo sobre el relato de otras mujeres que llegaron antes. Y quería hacer un ejercicio de genealogía, recuperar a las que habían sido importantes en mi formación como lectora y como mujer. Pensé que si podía contar a esas escritoras no desde sus libros, sino desde sus experiencias, podía hacer que otras chicas se acercaran a ellas como parte de su formación". La recuperación de la memoria no se centra únicamente en ese equipo de mujeres unidas entre sí por la palabra y por la opresión, más allá de los siglos. Estaban también sus referentes de carne y hueso, las que le dieron cobijo y amor en alcalá: la abuela Eugenia, la bisabuela Asunción, la madre, la hermana. Las mujeres que se sientan al fresco en las noches de verano para compartir secretos y quejas. 

Carmen G. de la Cueva defiende lo necesario de un "diálogo intergeneracional". Hay, explica, un desconocimiento grave de los sufrimientos, luchas y victorias de las generaciones anteriores. Y eso está generado, en parte, por el olvido al que están sometidas las mujeres por parte de la Historia con mayúsculas. "En el instituto nadie me había contado lo que era el feminismo", se queja, "Yo llegué a la universidad sin saber quiénes eran las modernas. En Historia de España no me habían hablado de Clara Campoamor o de Victoria Kent. No me habían hablado de Sylvia Plath, ni siquiera de Virginia Woolf. De Emilia Pardo Bazán sí, pero era una señora… aburridísima, burguesa, muy gorda y como muy malhumorada. Ese era el perfil". 

Las Cenicientas de Louisa May Alcott

Las Cenicientas de Louisa May Alcott

La escritora se detiene, toma aire. "Durante toda tu educación te van rescatando a las señoras especiales. Como Carmen Laforet, que ganó el Nadal súperjoven. Y te hacen pensar que solo hay una. Hombres, hay muchísimos, y todos forman parte de una generación. Pero mujeres solo hay una, excepcional. Tú te pasas toda tu vida pensando que, como solo hay una, tienes dos caminos: o intentas ser esa una, esa mujer extraordinaria que va a alcanzarlo todo; o te rindes, porque como solo hay hueco para una, no vas a ser tú", suelta. Y continúa, con un discurso inflamado que ahí no está hablando solo de teoría: "Ese es el error. Carmen Laforet no estaba sola. Emilia Pardo Bazán no estaba sola. Hay que hablar del Ramiro de Maeztu, de la Residencia de Señoritas, del Lyceum Club Femenino, ¡por favor! ¡Cuánto no me hubiera interesado por eso en el instituto!". 

El poder, dice, está en la unión. La tribu que encontró en los libros y la que encontró, más tarde, en la vida lo demuestran. "Me siento mucho menos sola", reconoce. "Tú imagina", dice inclinándose sobre la mesa de la cafetería, "que cogieras a tus amigas más cercanas, las que sois siempre las más diferentes, las más contestonas –porque al final va de eso— e hicieras tu propio grupo en el pueblo, en la universidad, en el trabajo. Qué poderosas, ¿no?". 

 

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