Cine

'Hedi': la "revolución de las mentes" de Túnez

El actor Majd Mastoura en 'Hedi: Un viento de libertad'.

"¿Sabes lo que realmente me sorprendió de todo aquello?". Hedi (Majd Mastoura), un joven tunecino, pasea junto a Rym (Rym Ben Messaoud), con quien está viviendo una especie de primer amor tardío, hasta un cementerio. Hace sol y las tumbas relucen. Con "aquello" se refiere a la Revolución de los Jazmines, las revueltas pacíficas que entre 2010 y 2011 derrocaron al dictador Ben Ali, en el poder durante 23 años. "Estuvimos tres días sin trabajar. Cuando volvimos, había algo distinto. Era como si todo el mundo se quisiera". 

Es el único momento de la película Hedi: un viento de libertad (este viernes en los cines), ópera prima de Mohamed Ben Attia, en el que se habla explícitamente de la Primavera Árabe. Sin embargo, esta historia en torno al despertar de un joven que lleva 25 años viviendo según el dictado de la tradición y la inercia es una referencia clara a los cambios experimentados por Túnez y sus ciudadanos en los últimos seis años. Ben Attia se encuentra en Madrid en una parada más de la larga promoción del filme, que en 2016 se convirtió en la primera película tunecina que competía en la Berlinale en 20 años. Allí, el actor protagonista se hizo con el Oso de Plata por su interpretación y Attia inauguró oficialmente una nueva etapa para el cine tunecino.

"Quería contar una historia de amor, pero no podía establecer un paralelismo frontal y directo", dice el cineasta, "porque era incapaz en ese momento de escribir sobre la revolución de manera directa. Encontré que escribir sobre Hedi era una manera de retraducir todo lo que habíamos vivido de manera íntima y humana, no a escala política y social". La historia del joven es sencilla: tiene 25 años, trabaja como comercial en un concesionario Renault y vive en casa de su madre mientras espera a casarse con su novia. Cuando nadie le ve, dibuja tebeos surrealistas en blanco y negro. Parece no tener voluntad alguna y consume los días con pereza y cierta inquietud, como los cigarros que fuma a escondidas. Su vida, a priori, no parece distinta de la que llevaba antes de la Revolución, en la que participó como otros miles de personas en todo el país. 

Pero algo cambia cuando conoce a Rym. Entonces, algo que estaba dormido se despierta. "El amor es capaz de todo", dice Ben Attia con una sonrisa mientras se incorpora en el sofá de la librería Ocho y medio, como para dar énfasis a sus palabras. "En ese paréntesis, durante tres días [se refiere a los que precedieron al 14 de enero de 2011, cuando Ben Ali abandona el país], nos sentíamos eufóricos, invencibles, sentíamos que todo era posible. Es el mismo estado en el que uno cae cuando se enamora: te sientes fuerte, libre". Como elaboró el sociólogo italiano Francesco Alberoni en los setenta, el director defiende que las emociones que generan un flechazo y una nueva filiación política son similares: "La revolución fue tan emotiva que podríamos, en una interpretación mucho más íntima, acercarla a una historia de amor". Silencio. Sonríe: "Quizás sea ingenuo". Risas. 

Aunque no cree que Hedi sea una historia generacional, o al menos no completamente, sí ve que parte de la juventud tunecina "tiene difícil encontrarse, asumir una elección que tiene de una parte la estabilidad y la familia y de la otra lo desconocido". Él mismo, confiesa, tuvo que escoger. Después de hacer el bachillerato, se licenció en una escuela de comercio pese a que tenía muy claro que quería hacer cine. Estuvo —como su personaje— 12 años trabajando para Renault. Eso, dice, retrasó el comienzo de su carrera en el cine hasta el punto de tener cuatro cortometrajes a sus espaldas pero haber estrenado su primer largo a los 41 años.

"Tuve unos padres muy abiertos, que siempre me han animado", señala, para subrayar que los lazos de la tradición son complejos. Su "pereza, dudas y miedo" no estaban ligadas solo a su familia, sino a un entramado de lealtades y expectativas creadas por la sociedad. Por eso no se trataba solo de deshacerse del poder autoritario —Túnez es el único país en que la Primavera Árabe ha desembocado en una clara transición hacia la democracia—, sino de lo que él llama la "revolución de las mentes", que "lleva mucho más tiempo que los cambios políticos". Vuelve a la comparación: "Uno no se puede colgar de un primer amor. En Túnez prendió una chispa que tardará en tomar cuerpo". 

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Por eso ha decidido no impacientarse por la lenta marcha de la transición, que en 2014 logró la aprobación de una Constitución que reconoce derechos y libertades, pero también el Islam como religión oficial y la familia como "célula esencial de la sociedad", y que no prohíbe, por ejemplo, la pena de muerte. "En la vida de un ser humano", argumenta el cineasta, "seis o siete años pueden parecer muchos, y por eso hay allí esta desilusión; pero para la vida de una sociedad o de una revolución, seis o siete años no son nada". Toma como ejemplo la normativa conocida como artículo 52, heredada de Ben ali, que impone el mínimo de un año de prisión para quien consuma cualquier droga ilegal —incluida la marihuana— y que está siendo debatida con pasión en la actualidad. Lo mismo ocurre con la persecución de la homosexualidad o el "concubinato", "todavía no revisadas, pero sí discutidas", y la ley que permite al violador escapar de la pena impuesta si se casa con su víctima, para la que se habla ya de abolición.

Ben Attia resume la encrucijada en la que se encuentra tanto Hedi como el pueblo tunecino: "No hay reglas". Ni la legislación ni las costumbres impuestas o elegidas durante décadas son ya válidas. Solo hay una pregunta: "¿Qué quieres hacer con tu vida?". Cada uno, dice el cineasta, lidia con estas cuestiones como puede: "Intentamos hacer cosas y tenemos miedo de parar y preguntarnos qué hacer o si estamos en la buena dirección o no". Su película, dentro de la nueva etapa que parece vivir en el cine del país, que ha eclosionado en los últimos años —con toda una nueva generación de documentalistas para un pueblo "ávido de realidad"—, parece atestiguar que, efectivamente, sopla un viento de libertad. 

 

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