Lucha antiterrorista

Francia: el terror de pensar

Francia: El terror de pensar

La dimisión de la ministra de Justicia francesa Christiane Taubira se produce en un momento político en que este Gobierno no tiene más hábitos de izquierdas de los que desprenderse, ningún compromiso más del que renegar. Para muchos, Taubira encarnaba una cierta apertura al mundo. El gusto por el debate de ideas. Una idea fuerte del Estado de derecho. La memoria viva de la esclavitud. Desde el estrado de la Asamblea Nacional, hizo un extenso alegato –como de costumbre, sin necesidad de recurrir a sus notas– a favor del matrimonio homosexual, que inscribía en “un movimiento general de secularización de la sociedad”. Un auténtico momento histórico, según recogió la prensa al día siguiente, que comparó su discurso a los de Simone Veil, sobre el derecho al aborto, y a los de Robert Badinter, sobre la abolición de la pena de muerte.

En días posteriores, desde su escaño, defendió la ley. Y lo hizo argumentando cada artículo, con voz firme y con réplicas que dejaban sin palabras a sus detractores, entre filosofía y fulgor poético. “Sienten una atracción irresistible por la biología, por la genética “, les espetó. “Se han quedado en las leyes de Mendel, que trabajaba con guisantes”. La derecha repreguntaba, fascinada por esta mujer de pequeña, capaz de darle la vuelta a los argumentos de sumo de la ultraderecha, gracias a su yudo verbal.

Lo que causaba fascinación no era sólo la magia del discurso, eran las virtudes contagiosas del debate razonado, como en un combate dialéctico de reglas compartidas y código común. Al contrario que en los debates trucados de las cadenas de televisión, lejos de los “elementos del lenguaje” que enturbian el lenguaje político, Taubira recurría, en el debate democrático, a una lengua poética y política, a la sintaxis del derecho y al lenguaje de los poetas, a varios registros de lenguas... Un plurilingüismo que es la alquimia de la democracia y que hace que un conjunto de causas irracionales encuentre, en un momento dado, una expresión política.

De modo que, la atención pública se había desplazado de las imágenes en bucle de las cadenas de información 24 horas a los planos fijos del Hemiciclo donde su voz hacía revolotear las ideas recibidas. Este instante de gracia democrática –no me atrevo a decir de “excepción” dado los tiempos que corren– es lo querríamos recordar: un flash democrático en un quinquenio que, la mayoría de las veces, ha forzado el debate parlamentario mediante la intimidación y el chantaje. Así las cosas, su salida no ha sido realmente ninguna sorpresa. A lo sumo, suscita ambigüedad, un velo sobre el rostro transparente de este Gobierno.

Porque ocasiones para dimitir no han faltado desde el verano de 2013 y el rifirrafe con Manuel Valls por la reforma penal. Primero fueron Cécile Duflot y Pascal Canfin los que rechazaron seguir formando parte de un Gobierno dirigido por Manuel Valls, una forma de “objeción de conciencia” con el nuevo primer ministro como protagonista. Después intervino en 2014 cuando [los entonces ministros] Aurélie Filippetti, Arnaud Montebourg y Benoît Hamon se sublevaron contra Manuel Valls; tres pesos pesados del Gobierno que le habían ayudado a convertirse en primer ministro apenas cinco meses antes.

En los dos años posteriores, la mujer que se describe a sí misma como el “colibrí” del Gobierno tragó sapos y culebras, amenazando con dimitir en cada confrontación; una y otra vez, sin terminar de salirse con la suya. Hasta el punto de que ya nadie tomaba en serio su amenaza. El “colibrí” que aporta su gota de agua para apagar el incendio apenas era ya una mera coartada. Prácticamente nos habíamos olvidado de qué incendio trataba de apagar, de no ser el que atizaba el primer ministro a base de declaraciones incendiarias. Por esa razón, su dimisión tiene cierto regusto a ceniza. La que tuviera la condición de “icono” de la izquierda, y objetivo preferido de una ultraderecha racista y homófoba, se va en el momento en que Manuel Valls se dispone a defender en el Parlamento la ley sobre la pérdida de nacionalidad disimulado como un coche robado cuya matrícula no engaña a nadie: se trata del Frente Nacional.

Hollande, el desguazadordesguazador

La historia olvidará sin lugar a dudas las peripecias de este quinquenio, Florange, Cahuzac, Leonarda, la crónica de Balzac de las ambiciones mediocres, las ocasiones desaprovechadas y las ilusiones perdidas con los distintos affaires, notas discordantes del Gobierno, pequeñas y grandes traiciones. Pero sí se recordará la obra principal de François Hollande –no escatimemos en adjetivos–, grandiosa, sublime: un desguace paciente y metódicodesguace.

Si Mitterrand fue el gran ilusionista de la izquierda, a Hollande se le conocerá por ser el desguazador más eficaz. Ha acabado, uno por uno, con todos los grandes mitos socialistas. Ha puesto al desnudo los famosos “valores” tan apreciados por los socialistas desde que se han convertido a la racionalidad neoliberal y a su gobernanza; olvidado la estrategia de la izquierda unida o plural y la idea de una alianza de la clase obrera, de la clases medias y de los intelectuales que defendía aún Lionel Jospin; abandonado la juventud abiertamente reclamada durante la campaña, los suburbios amenazados por su predecesor; ridiculizado el proyecto de renegociación del tratado europeo y la esperanza de una refundación democrática de Europa. Este desguace, del que no acabaríamos de enumerar los puntos y asuntos a los que se ha aplicado, obedece a una palabra clave: los ajustes.

La implosión identitaria

En el proyecto, un poco confuso, es verdad, pero ampliamente compartido de “cambiar la vida”, Hollande ha sustituido la consigna de los “ajustes”. La palabra pertenece a los programas neoliberales que recortan en programas sociales y controlan la capacidad de intervención de los Estados: ajustes en las cuentas públicas, pero también ajustes en la gobernanza en las relaciones de fuerza sociales, políticas, geoestratégicas. Internas e internacionales. Ajustes de la experiencia a la contingencia, del cambio al statu quo, de los sueños a la realidad. Lo real para François Hollande no es lo que sacude, como decía Lacan, es lo que ha de ser ajustado. Aquí es donde el desguace de Hollande adquiere un sentido mucho más amplio que el simple oportunismo que pertenece todavía al horizonte político, para adquirir el sentido de una salida política.

Porque la propia palabra lo dice, los ajustes son lo contrario a la expansión, a ese espacio en el que se puede instalar la diferencia, la disensión democrática, la distancia que es el principio de los políticos. Pero las distancias son irritantes. No se dejan ajustar fácilmente. A veces incluso vuelven al punto de origen, se rebelan, se envenenan. Estas distancias amotinadas es lo que Baudrillard denominaba brillantemente “acontecimientos gamberros”. Y así es como los perciben los técnicos del Gobierno. “Estos actos son obra de gamberros”, dijo Manuel Valls de los trabajadores de Air France que agredieron a un dirigente de la empresa. Es el “caos”, soltó Nicolas Sarkozy para no quedarse a la zaga. “Los diputados revoltosos se sitúan en la lógica de los yihadistas”, llegó a afirmar Jean-Jacques Urvoas, que acaba de sustituir a Christiane Taubira en el Gobierno.

Sucedió antes de los atentados, pero el daño estaba hecho. Ahora la menor diferencia ya está tipificada. Un profesor universitario será juzgado por un e-mail irónico sobre los “blancos” de Manuel Valls. De ahí la paradoja intrigante: los ajustes reproducen la distancia que pretende reducir. Distancias de las cifras. Distancias de lenguaje. Distancias de conducta. En lugar de invertirse, la curva del paro continúa su ascenso, sorda a las órdenes de los técnicos. El programa general de ajustes se invierte o se desdobla en una producción de separaciones, de desigualdades. Ya no es fractura social, estamos ante la implosión identitaria.

De arriba a abajo, recorre la sociedad una separación, que va desde la cima del Estado y alcanza al hombre que la ocupa, el presidente. El hombre normal y su ambición presidencial paranormal, voraz. El hombre tranquilo y sus guerras abiertas en todos los frentes. El hombre amable, casi dulce, y la violencia de su policía y de su justicia, que ordena registros a diestro y siniestro. La ciudadanía se fractura, las desigualdades aumentan, el sentimiento de pertenencia se diluye, la fractura ya no es únicamente social, es religiosa, étnica, cultural, geográfica. La República que se invoca en cualquier momento no es más que un espejo roto. El disentimiento democrático ya no opone sólo intereses divergentes o posiciones sociales, sino ficciones identitarias, espejismos mentales, fetiches. Las fronteras desdibujadas en los contornos del territorio atraviesan las ciudades, los barrios, los cerebros. Si hay una guerra, cada vez se parece más a una guerra civil.

De ahí el último de los ajustes de Hollande, el constitucional, la pérdida de la nacionalidad para los binacionales culpables de cometer delitos terroristas, dirigido a “separar” simbólicamente a toda una categoría de la población francesa, a externalizarla para combatirla mejor, a expulsar a nuestros monstruos molestos.

Política del miedo

De la ley sobre el “matrimonio para todos” al proyecto de reforma constitucional, bautizada como “pérdida de la nacionalidad para todos” en las redes sociales. Se cierra el círculo que va del diálogo con la sociedad al gran atrincheramiento por razones de seguridad. Con el pretexto de tranquilizar a los franceses y de hacer frente a los atentados terroristas, François Hollande se ha deshecho en el seno del Gobierno de todas las voces discordantes pero, sobre todo, de todos los que, en la sociedad, desempeñan el papel de analizadores, asociaciones, representantes religiosos, jueces, profesores, sociólogos, antropólogos, psicólogos...

Sus voces claman en el desierto. O cuando llegan hasta oídos del primer ministro, se les obliga a callarse, acusadas de hacerle el juego a los terroristas. Antes que las voces inquietas de estos colectivos, Manuel Valls prefiere los acentos mágicos de las sirenas de los sondeos que expresan una demanda unilateral de autoridad y que, como las de la mitología, tienen ese poder no de convencer, sino de desorientar.

Un año después de los atentados de enero de 2015, dos meses después de los del 13 de noviembre de 2015, buscaríamos en vano en las palabras del Gobierno al menos un intento de explicar el fenómeno terrorista, un esbozo de análisis de este hecho traumático, por el cual, franceses han asesinado a otros franceses. El Gobierno no sólo ha puesto de manifiesto su impotencia para impedir que vuelvan a producirse estos delitos, se ha revelado incapaz de analizar su lógica y su alcance. Y lo que es peor, la ha emprendido contra aquéllos que se dedican a comprenderlos y analizarlos. Trágica vacuidad intelectual no sólo de los hombres del poder, sino de toda la clase política, que ahora chapotea en el debate fangoso de la pérdida de la nacionalidad, mientras los terroristas preparan el próximo atentado.

En tres ocasiones, los días 9, 25 y 26 de enero pasados, el primer ministro arremetió contra “los que buscan continuamente explicaciones culturales o sociológicas”. En el Senado, el 26 de noviembre y la víspera, dijo: “No hay que buscar excusas, ni excusas sociales, sociológicas ni culturales”. Al denunciar cualquier tentativa de explicación del fenómeno terrorista, Manuel Valls no refuerza en nada el combate contra el terrorismo, lo debilita. Hace de la ceguera un síntoma, el de una clase política sonámbula, que aplaude a rabiar cuando se le ordena que no piense. El problema está muy por encima de la relación de los intelectuales y del poder. Se trata de la relación de una sociedad consigo misma, de su historia compartida que pasa por todos nosotros, uno a uno, y vincula la historia individual a la historia colectiva.

El rostro y el nombre del terrorismo

Esta negación del pensamiento no nos protege lo más mínimo contra el terrorismo. Prolonga el estupor que causaron los atentados. El acto de terror aspira a monopolizar el relato. Quiere desestabilizar cualquier explicación, crear el mutismo matando en masa. Supone un acto de forclusión del horizonte narrativo. La resistencia a este cierre sólo se puede hacer con la apertura, el despliegue del sentido y de los relatos. “Quién no ve actualmente que la democracia está subvertida y que no sirve de nada –salvo para tranquilizarse- describir esta amenaza como la vuelta de las ideologías asesinas”, escribía el historiador Patrick Boucheron en su libro Conjurar el miedo. Ahora bien esta subversión sorda del espíritu público, que menoscaba nuestras certidumbres, ¿cómo la llamamos? Cuando no tenemos respuesta, estamos desarmados: el peligro pasa a ser inminente. Lorenzetti lo describe así: la parálisis ante el enemigo innombrable, el peligro incalificable, el adversario del que se conoce el rostro sin poder decir su nombre”.

El miedo a pensar

¿Cuáles son el rostro y el nombre del terrorismo? Lejos de ser ilegítima, esta pregunta surgida a finales del siglo XX con los atentados de 1892-1894 de París, está presente durante todo el siglo XX y llega hasta en estos comienzos del siglo XXI, con los asesinatos masivos de Manhattan (2001) , Madrid (2004), Londres (2005) y París (2015). No faltan explicaciones. Precisamente lo que atrae la atención es su proliferación y puede desconcertar. Estamos ante un fenómeno que fascina a los escritores, desde Dostoievski, Conrad y hasta nuestros días, Don DeLillo.

Toda la obra del novelista norteamericano Don DeLillo puede leerse como una investigación sobre el enigma insolente del terror; sus poderes, sus sortilegios, la extraña fascinación que ejerce sobre los hombres. En Francia, el fenómeno terrorista ha intrigado a toda una generación de escritores, de Mallarmé a Zola, pasando por Schwob, Goncourt, Barrès o Mirbeau. Eisenzweig tiene una obra sobre el momento inaugural del fenómeno terrorista: los atentados considerados anarquistas de los años 1892-94. En su libro (Ficciones del anarquismo), se interesa por el modo en que la prensa y los gobiernos de la época presentaron los actos terroristas, tildados de “arbitrarios”, “imprevisibles”, “inenarrables”, desafiando a toda razón y todo relato. Y por lo tanto fruto no del debate razonado, sino de una forma de exorcismo, de caza de brujas.

Pero para cazar los fantasmas, hay que identificarlos, ponerles rostro y nombre. A finales del siglo XIX la función del “anarquista que pone bombas” fue una figura mediática similar a la del yihadista kamikaze. “En el origen del fenómeno terrorista, se encuentra la construcción mediática de la figura del anarquista que pone bombas que la prensa y las famosas leyes criminales de 1893/94 se obstinaron en detectar detrás de los rostros tristemente ordinarios de los verdaderos autores de los atentados”.

El interés del libro se centra en el lugar que otorga a la superposición entre lo literario y lo político, en favor del fenómeno terrorista. Porque, ¿quién mejor que los escritores o los novelistas para detectar las malas ficciones, la construcción mediática de los culpables? Una función heurística que pondrá de manifiesto su utilidad social años más tarde en otro contexto, en el del caso Freyfus.

“La anarquía tiene las espaldas muy anchas. Como el papel, lo aguanta todo”. Escribe Octave Mirbeau. Estamos tentados de añadir que como el islam actualmente… Octave Mirbeau “fue el primero en comprender”, escribe Uri Eisenzweig, “que con la transformación del anarquismo en pura figura narrativa –con la aparición del terrorismo- de alguna manera la legitimidad de la representación social en sí misma era la que se desplazaba del dominio de la argumentación, del debate, al de lo irracional, del exorcismo”. Por supuesto, el análisis de la construcción mediática de estas figuras no exonera a los autores de los atentados de los delitos cometidos, simplemente no basta con señalar por venganza pública a los ejecutores como monstruos estereotipados. “Con los atentados se abre cierta separación entre la realidad ambigua, contradictoria, de la violencia nueva y la de la indiscutible, unívoca, de su percepción colectiva”.

La genealogía del terrorismo que propone Uri Eisenzweig nos invita a hacer un trabajo parecido actualmente. Porque el desafío del terrorismo global está ahí, es un asalto contra el relato dominante, una violencia destructora dirigida a alterar los relatos que la sociedad tiene sobre sí misma y a sustituirlo por otro relato movilizador, la yihad, la consecución del califato. O se admite el relato del supuesto Estado Islámico y de sus falsos héroes, o se esfuerza por anticiparse a sus “malas ficciones” y a sus códigos de representación.

A realizar este trabajo desmitificador deberían dedicarse los medios de comunicación y el Gobierno, reuniendo a investigadores, historiadores, semiólogos, antropólogos en lugar de desarmarlos mediante un escandaloso antiintelectualismo. Como Mirbeau hace un siglo, sería preciso adelantarse a las caricaturas y restablecer la complejidad de los desafíos que subyacen en los atentados terroristas. Comenzando por este extraño colapso en el que nos encontramos, este hundimiento intelectual colectivo ante el desafío de pensar en el terror. Este trabajo acaba de empezar, pero no faltan referencias. Por no citar más que un ejemplo, la psicoanalista Suzanne Ginestet-Delbreil ha dedicado todo su trabajo clínico y su obra teórica al análisis de lo que denomina “el miedo a pensar”.

Producir sentido

La experiencia clínica de Suzanne Ginestet-Delbreil, con descendientes de víctimas de las dos guerras mundiales, la ha llevado a interrogarse, apoyándose en historias individuales y colectivas, sobre los mecanismos de transmisión de síntomas en varias generaciones. En varios e-mails que intercambiamos, le pregunté sobre cómo interpretaba la deriva terrorista actual de algunos jóvenes franceses. Me habló del agujero negro en la novela familiar de los jóvenes que llamados “procedentes de la inmigración”, una denominación que se les “pega a la piel” y que pone de manifiesto una falla en el relato de los orígenes.

“Son nietos o bisnietos de abuelos que padecieron la colonización, exiliados en Francia donde conocieron los suburbios de Nanterre y otros, las manifestaciones de 1961… Todos estos traumas que cortan los vínculos. Tienen también en su memoria inconsciente la represión posterior. Los únicos ancestros valientes sobre los que buscar modelos de identificación son combatientes de las guerras de liberación que no dudaban a la hora de cometer un atentado”. Ese pasado violento sale a la superficie, lo que permite que resurjan ideologías que justificaron y llevaron a la violencia colonial y a la tortura en Argeli. Tienen también presente el racismo antiárabe, antimusulmán, diario y sabiamente alimentado, no sólo mediante el discurso de Marine Le Pen, sino por los medios de comunicación en general. La humillación de la colonización, el exilio forzoso de sus abuelos o de sus bisabuelos han acabado con el relato de los orígenes y les han llevado a hacer suyo el relato mítico de los islamistas”.

Carentes de historia individual y colectiva, privados de una novela familiar y excluidos de la novela nacional que se construye a partir del debate sobre la identidad nacional, estos niños perdidos de la República son presas fáciles para los reclutadores del Estado Islámico, que les ofrecen el papel y el empleo que nuestra sociedad les niega, un relato mítico del origen, una comunidad y un sentido a su vida, incluso aunque sea a cambio de su sacrificio. Decir esto, no es disculpar que pasen a la acción, es dar con los medios de comprender y de medir lo que significa, en su justa medida. “Porque estos franceses musulmanes que se radicalizan apenas son un puñado. Unas decenas de entre los más de cuatro millones de musulmanes. Pero sólo se habla de ellos. Unas decenas, lo que pone de manifiesto que la integración a la francesa ha sido más exitosa de lo que se dice…”.

Conjurar el miedo

En el momento del paréntesis terrorista en Argelia que dejó tantas víctimas entre intelectuales, poetas y escritores, sociólogos, el poeta Adonis se preguntaba: “Todos estos muertos de nuestro alrededor, ¿dónde enterrarlos sino en el lenguaje?”. Este trabajo de duelo colectivo que hemos de hacer tras la ola de atentados del año 2015, no implica sólo “pensar” también en las víctimas, estos hombres y estas mujeres reales que vivían, que amaban, que soñaban y sobre todo que pensaban… Estamos sorprendidos de ver hasta qué punto estos hombres y mujeres están ausentes del debate público.

La mayoría desempeñaba una profesión relacionada con el arte, la cultural, intelectual: arquitecto, editor, geógrafo, grafista, profesor, serígrafo, critico de arte, musicólogo o simplemente melómano, músico, artista plástico, periodistas, camarógrafos, estudiante en inteligencia artificial, demógrafo, realizador y montador de films, fotógrafo… Su trabajo consistía precisamente en producir sentido, gestionar percepciones, ofrecer imágenes para su visión. Rechazar cualquier tentativa de explicación, no es rendirles homenaje ni tampoco ayudar al trabajo de duelo de las personas de su entorno y de los supervivientes. Porque ante el peligro innombrable, el acto incalificable, el crimen sin nombre, la parálisis gana y la tiranía tiene todas las de ganar la partida.

El historiador Patrick Boucheron, en su conferencia inaugural en el Colegio de Francia del pasado 17 de diciembre, se refirió al desafío. Empleó estas palabras de Victor Hugo: “Intentar, desafiar, persistir, perseverar, ser fiel a sí mismo, hacer frente al destino, asombrar a la catástrofe con el poco miedo que nos cause… He aquí el ejemplo que necesitan los pueblos y la luz que los electriza”.

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Traducción: Mariola Moreno

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