Los diablos azules

El dolor al desnudo

Portada de 'Clavícula', de Marta Sanz.

Como Clavícula (Anagrama, 2017) no es un libro de suspense, ni la voz narrativa ni la autora, Marta Sanz, se enfadarán conmigo si empiezo contando el final: “Hemos pasado por Estocolmo, Helsinki, Tallín, San Petersburgo, pero posiblemente eso es lo de menos”. ¿Lo de menos? Confieso que me ha parecido un final de complicidad terrorífica. La protagonista, su marido y sus padres nunca fueron muy partidarios de convertir el mar en un parque temático gracias a los animadores de un crucero, y quizá hubiesen dado mucho por no llegar a San Petersburgo, sino a Leningrado, cuando todavía era posible configurar el argumento de una vida en las ilusiones colectivas.

 

“Como todos los jóvenes, yo vine / a llevarme la vida por delante”, confesó Jaime Gil de Biedma en “No volveré a ser joven”. Lo recordaba con melancolía seca después de haber descubierto que “envejecer, morir / es el único argumento de la obra”. Borrada la quimera de una conquista posible más allá de la propia vida, queda al desnudo el espectáculo del envejecimiento. La desaparición de un sentido superior nos deja huérfanos, en un desamparo muy semejante a la incomodidad social y al vacío íntimo.

Mirarse a los ojos en un espejo no es lo mismo que mirarse de cuerpo entero. Enfrentarse a la clavícula es a cierta edad un acto de valentía y una toma de conciencia, una decisión sobre la realidad. El hecho de que las ilusiones colectivas desaparezcan no significa que no haya quimeras que dominen una comunidad. Pese a que la desigualdad aumenta y cuesta mucho tirar del carro, se extiende por las televisiones la invitación a un mundo hedonista, una consigna de felicidad que oculta el dolor y falsifica nuestra relación con el cuerpo gracias a los paradigmas virtuales y a todo tipo de cosméticos, pastillas y cantos de sirenas. Al servicio de los laboratorios farmacéuticos, podremos llegar a los 90 años a pleno rendimiento sexual; en medio de un mundo hambriento, se puede convertir a un cocinero de restaurantes de lujo en héroe de la vida moderna. Toda la estupidez de esta existencia que sufrimos se condensa hoy en el orgasmo de los cocineros. Es el espectáculo del capitalismo avanzado.

La narradora decide ir contracorriente y escribe “lo que le duele”, hacer exposición pública de su dolor. Y el dolor sirve así para desatar la crisis de la menopausia, para boicotear la literatura curativa en el discurso del bienestar obligatorio y para reivindicar el cuerpo mortal, la experiencia de la carne y hueso, frente al glamour de la publicidad y las realidades virtuales. El dolor nos animaliza, es garrapata que chupa el calcio de los huesos, ratón, gallina,  jilguero enjaulado, y convierte a quien lo sufre en un pollo mojado, algo más bien serio cuando se habita un mundo en el que las alcantarillas esconden cocodrilos. Si la autoficción y la literatura biográfica suelen rozar la vanidad, aquí se produce un impulso contrario, una llamada a las propias miserias.

A la narradora le “importa más la mueca que el lenguaje que la adecenta”. Este enfrentamiento al desnudo propio y al dolor se hace escritura cuando las ficciones de siempre suenan ya a mentira. No es posible resistirse entonces a la indagación impúdica.

El dolor se hace escritura para mezclarlo y desordenarlo todo. Se instala en el interior de una obsesión. Hay un mundo que mira por encima del hombro mientras escribimos; nosotros mismos nos miramos por encima del hombro mientras escribimos. Nos mira la ideología, un marido, una mujer, una soledad, una conciencia, un miedo, una precaución… Escribir es una responsabilidad cuando las palabras nos interpelan. El hueco de lo que ocurre contiene un nudo de tensiones. No nos gusta el mundo en el que vivimos, pero no podemos vivir fuera del mundo. No somos hipocondríacos, tenemos derecho a estar enfermos, pero la enfermedad es una culpa, un lujo que no podemos permitirnos. Está bien no ser de esos políticos que viven de la política, está bien alcanzar prestigio en el propio trabajo, pero la dimensión de nuestra tarea tiene un calado político al que no sabemos renunciar y, por si faltaba algo, hemos escogido un trabajo en el que triunfar no significa exactamente acumular dinero. No se puede más, pero tampoco se puede decir no por lo que pueda ocurrir y por lo que supone la incertidumbre del fin de mes y las facturas.

Desde luego el dolor y la vejez tienen una dimensión social cuando el vértigo de los tiempos, la reforma laboral y las modas tecnológicas nos condenan al paro o nos convierten en viejos prematuros. El vacío social adquiere una dimensión íntima en la mordedura del solitario y el desamparado. La escritura “quiere poner un nombre e imponer un protocolo al caos”, pero la crisis es seria, no hay más que mirarse la varices y la estrías, y resulta incluso posible que las palabras, igual que los consejos, comprendan su propia inutilidad: “¿No estarás exagerando un poco”, “Toma pastillas para dormir. No puedes seguir sin dormir”, “Será la menopausia”, “No te dejes hacer esa prueba en la que te hielan el corazón”… Difícil es también articular el libro desde el desorden del dolor, las páginas fluyen entre capítulos largos, cortos, correos electrónicos, textos recordados, creaciones que se incluyen… La escritura es una complejidad que nos desnuda cuando nos estamos vistiendo y nos viste cuando nos desnudamos. ¿Qué soy? ¿Con quién soy? ¿Qué me duele? ¿Qué es el bienestar?

La autora dice saber que su estilo tiene la “propensión obtusa de mezclar lo pedante y lo paleto”. Siempre le ha gustado mezclar la vida a flor de calle y la meditación libresca. Pero hay momento de mutación en los que un cuerpo se merece “alta estima y odio simultáneo” y se mezclan en toda su tensión la puta mierda, el acto de cagar, el ácido hialurónico y la criogenización. Momentos del no saber, del resistir. La sorpresa del paleto te deja con la boca abierta, el pedante necesita abrir la boca para hablar. La persona consciente que está contra el mundo, pero no puede separarse del mundo, se plantea hasta qué punto puede protestar,  abrir la boca, qué poder es el que se tiene ante la realidad, esa fatalidad semejante al paso del tiempo y al desnudo de una juventud perdida.

¿Qué salidas nos quedan? En primer lugar, los pies, las extremidades que nos permiten seguir andando, pasear por los caminos elegidos, ir al trabajo; por otra parte, está el amor, el puñetero amor que acaba ganándole terreno al sexo, el gran amor que necesita verte sonreír, que tira de ti hacia la vida. Es el amor de la pareja, de la familia, de los amigos…, el que nos devuelve a una identidad de ojos abiertos. El dolor no es indignación, ni mala uva de consumidor sin poder adquisitivo. Es desamparo, necesidad de cuidados. Por eso es capaz de tender redes de solidaridad.

Esta crisis es una crisis muy seria. Es la crisis de una mujer con éxito llena de tristeza. Es la crisis de una mujer en tiempos de feminización de la pobreza. Es la crisis de una mujer a la que le cierran los bares y las ficciones. Es la crisis de una mujer enamorada que acepta la soledad de su destino, pero que no sabe estar sola sin él. Es la crisis de una mujer que se incomoda al verse como una turista occidental, con un cocinero, un banco, un médico y una tienda de cosméticos en la maleta, mientras pasa ante una niña indigente de cuatro años. Es la crisis de la mujer que se monta con su familia en un crucero para llegar a San Petersburgo, un destino tan previsto como imprevisto. Es la crisis de un libro fuerte que nos habla de la vulnerabilidad.

*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroUn lector llamado Federico García Lorca (Taurus, 2016). 

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