Egipto

El fracaso de la primavera egipcia

Un hombre herido recibe tratamiento médico en la mezquita Al Fath.

Javier Martín

Avanzado el año 2004, un inusitado movimiento de protesta se instaló en el hasta entonces doliente, pero estoico pueblo egipcio. Unidos en una efímera plataforma denominada “Kifaya” (Basta) y al grito de libertad y democracia, movimientos de izquierdas, grupos de intelectuales y asociaciones afines a los Hermanos Musulmanes lograron vertebrar el descontento que, al socaire de una errada transformación económica, crecía entre las clases más acomodadas, y plantar con ello la semilla del alzamiento popular que siete años después el Ejército utilizaría para derrocar a Hosni Mubarak.

Egipto había dejado definitivamente atrás el sistema socialista instalado en la década de los sesenta y había abrazado la doctrina capitalista con la que el entonces presidente egipcio pretendía modernizar el país. Apadrinado por Estados Unidos, el mandatario dio luz verde a finales de la década de los noventa a un proceso de apertura económica y de privatizaciones que entregó los exangües y obsoletos recursos del Estado a una serie de especuladores que no desaprovecharon la ocasión para lucrarse. Asidos a la sombra de los dos hijos del dictador, Alaa y Gamal (este último con la pretensión, además, de convertir la satrapía de su progenitor en una suerte de dictadura hereditaria, al estilo sirio), la nueva oligarquía creó una estructura política y social paralela al servicio de una nueva doctrina económica: compraba barato, no invertía una sola libra en la modernización de la empresa, y la vendía al cabo de un tiempo a inversores, normalmente extranjeros, con un beneficio escandaloso. Al mismo tiempo, las importaciones aumentaban, se imponía una superficial modernización y el país comenzaba a crecer a buen ritmo, aunque desequilibrado, sin percatarse (o quererse percatar) de que la mejora en las cifras macroeconómicas apenas tenía un reflejo similar en la vida real de la mayoría de los egipcios.

Las consecuencias de tal política, aplaudida e incentivada desde el exterior, no fueron extrañas: mayor precariedad laboral, incremento de la inflación y del paro (especialmente entre los jóvenes), corrupción desmedida, ensanchamiento de la brecha social y una indignación creciente, que se multiplicó y extendió a otros sectores de la sociedad a lo largo de la primera década del siglo XXI. Acuciada por el consumismo promovido desde las instituciones, la clase media egipcia se vio inmersa en un complejo círculo vicioso de deseos y frustraciones que deterioró su estatus, ensombreció su futuro y a la postre hizo su devenir insostenible. Al tiempo que el mercado se saturaba de productos novedosos (y apetitosos) como la telefonía móvil o la televisión por satélite, se incrementaban las penurias para llegar a fin de mes. Los bancos se sumaron a la moda del crédito fácil y así las facturas obligaban a muchas familias a encadenar trabajos de sol a sol para tratar de encajar una difícil fórmula que combinaba gastos excesivos, préstamos sobre préstamos e ingresos raquíticos. Nada nuevo en una sociedad que, como muy bien retrata Naguib Mahfouz en El año que mataron al líder (Martínez Roca) siempre ha vivido abonada al pluriempleo para sobrevivir a la miseria.El año que mataron al líder La diferencia es que si bien antes la división entre ricos y pobres se asociaba a la fatalidad divina y, por tanto, era aceptada con resignación musulmana, en una sociedad más desarrollada, mejor educada e informada –gracias, sobre todo, a la popularización de la televisión por satélite y en menor medida por la irrupción de internet-, la percepción creciente era de injusticia social.

Esa sensación de engaño, unida a la indignación de una burguesía asfixiada y al hartazgo de una clase obrera igualmente explotada y depauperada, fueron el detonante de las manifestaciones que en enero de 2011 contribuyeron a cercenar los 30 años de dictadura de Hosni Mubarak. Pese a la percepción inicial, la prioridad de aquellos que abarrotaron el centro de El Cairo no era la democracia, sino el castigo de quienes habían asaltado las arcas del Estado y sumido al país en una orgía de prevaricación, favores y corruptelas. En un principio, el dedo acusador señaló al presidente y a la camarilla de tecnócratas y nuevos ricos que escoltaban a su hijo en un sueño sucesor que gran parte de la sociedad consideraba inmoral, y al que se oponía con muda obstinación la oligarquía castrense. Al margen quedó precisamente la casta militar, pese a que controlaba una porción importante del tejido económico del Estado y acumulaba riquezas, privilegios y prebendas incluso mayores que la nueva cleptocracia civil.

Parapetado tras ese falso papel de garante de la estabilidad, el generalato egipcio aceptó embarcarse en un proceso de transición pseudodemocrática, que creyó poder controlar, hasta que el 12 de agosto de 2012 el nuevo presidente, Mohamed Morsi, emitió un decreto por el que ampliaba sus poderes al tiempo que reducía los de la cúpula militar, y amenazaba con ello su tradicional status. Veterano miembro de los Hermanos Musulmanes –organización ilegalizada por el propio Ejército en 1954, dos años después de la asonada que derrocó al rey Faruk-, el objetivo del primer presidente civil egipcio en seis décadas era desmilitarizar el Estado y legitimar la opción política moderada frente a aquellos colegas de la cofradía que exigían una islamización más profunda y radical.

Sin los islamistas no hay solución

Sin los islamistas no hay solución

Su aventura apenas ha durado un año. Presionados desde todos los rincones, Morsi y los principales dirigentes de la Hermandad penan su fracaso en las cárceles del Estado mientras el ala más radical de la organización, fortalecida por el golpe de Estado dado el pasado 3 de julio por el nuevo hombre fuerte del país, el general Al-Sisi, combate en las calles y promete más sangre en el camino de Alá. La supuesta “primavera egipcia” ha devenido, definitivamente, en un cruento invierno que se prevé largo y dramático. Aquella revolución ha sido víctima de los numerosos errores de los islamistas (muy divididos), pero también de la falta de colaboración y entendimiento entre los Hermanos Musulmanes y el resto de fuerzas políticas y sociales del Estado, laicas y religiosas, que igualmente disgregadas, no han sido capaces de ofrecer una alternativa coherente y que en muchas ocasiones han remado en dirección contraria (a veces incluso en línea –consciente o no- con los deseos totalitarios de la dictadura castrense); de la artera ambición de un Ejercito compacto, que jamás ha tenido intención de ceder el poder y ha optado por la violencia para proteger sus prerrogativas; y de la inoperancia de una comunidad internacional, asida a sus intereses, crónicamente desorientada y que no ha sabido entender la esencia de la revuelta.

Dinamitada a corto plazo la posibilidad de una necesaria reconciliación nacional, dos son las certezas: la primera, que el pueblo ha recuperado su dignidad y está dispuesto a luchar por sus derechos hasta la extenuación, sea cual sea su ideología; la segunda, que mientras el generalato prevalezca con su actual política, la democracia será imposible, la regeneración social y económica será una quimera y la inestabilidad se convertirá en crónica. Las dudas son muchas más, casi todas poco halagüeñas.

Javier Martín es un periodista especializado en Oriente Próximo, fue corresponsal en Egipto y es autor del libro Los Hermanos Musulmanes (Catarata).

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