Verso Libre

¿Pesimismo? ¿Optimismo?

Toda lectura supone un estado de ánimo. Los escritores buscan componer efectos. Las metáforas, las reflexiones, las críticas, las alabanzas y las declaraciones de amor se convierten en hechos de lectura y se encarnan en un lector gracias a los efectos literarios. De nada sirve una religión sin un creyente. De poco sirve un amor sin un enamorado o un líder sin seguidores. Los efectos son la sombra fiel de las ideas y de los sentimientos. Menos mal que el mundo de los libros fue uno de los primeros en reivindicar el derecho al divorcio y a la duda.

Los libros que leo en los últimos meses sobre la situación española implican casi siempre una invitación al pesimismo o al optimismo, dos estados de ánimo que suelen servir para negociar de manera rápida nuestras decisiones sobre la vida. El yo y la vida encuentran buenas muletas en el optimismo y el pesimismo. No hace falta quejarse mucho porque todas las cosas tienen arreglo. ¿Para qué preocuparnos si esto y aquello no tienen solución?

La crisis económica, el descrédito de la política, el agotamiento de la Transición, las corrupciones, el periodismo y las nuevas tecnologías desencadenan miradas optimistas o pesimistas. Y cada estado de ánimo conlleva sus ventajas y sus inconvenientes. El pesimismo suele ejercitarse en la lucidez, abre los ojos, pero también paraliza las manos y las piernas si uno deja que la perforación negativa de los problemas desemboque en la renuncia. Perdida la capacidad de decisión, el fatalismo justifica cualquier estrategia propia de los cínicos y los relativistas. Los aguafiestas del pensamiento aprenden pronto a reírse de todo para no sentir responsabilidad ante nada.

El optimismo ayuda a resistir, acumula energía, pero también puede instalarnos en un cuento de hadas. Nos obliga a leer con felicidad una historia que no ocurrió, sentirnos orgullosos de un rey ideal que nunca existió y transformar el pasado y el futuro en una versión adaptada para la inocencia de los niños y los cuentos de final feliz. Todo credo encierra el peligro de un don Tancredo. Cuando se juntan el optimismo y el dogma, la palabra verdad echa mano a la cartera y a la pistola, dos objetos que viven como hermanos en la casa del futuro, que es un hijo político, es decir, un yerno de nuestras precariedades y nuestras ilusiones.

El pesimismo y el optimismo responden a una idea lineal del tiempo. Cuando el tiempo se hace historia, empieza a dibujar un camino que pretende conseguir una meta predeterminada. El optimista confía en el progreso porque se siente amigo de las líneas rectas y del avance continuo. El pesimista mira las curvas, los retrocesos, la marcha atrás, las pérdidas o, en el mejor de los casos, el sentido del presente como una cadena perpetua, una sospecha de que la condición humana no tiene remedio. La historia de España parece que tampoco.

Ay, España. ¿Qué nos conviene más en estos momentos? ¿Ser optimistas o ejercitar el pesimismo? Esa no es la cuestión. Quizá no haya por qué elegir entre dos estados de ánimo y sea más oportuno acogernos a un estado de conciencia. Se trata de sustituir la idea lineal del tiempo por una reivindicación de los valores. Estos días tristes no reclaman optimismo o pesimismo, sino valores. Adecuarnos, por ejemplo, a los valores de la democracia social y de los derechos humanos nos permite -más allá del optimismo y del pesimismo- una tribuna sólida para opinar sobre los poderes financieros, la corrupción en el sistema político del reino vigente, la situación nacional e internacional y la agonía de la democracia y de sus oficios.

El maquillaje del optimismo y del pesimismo desfigura nuestro rostro con las máscaras de la trampa o de la ingenuidad. Las convocatorias de una multitud de medias verdades han convertido a España y a Europa en una gran mentira. Demócratas enemigos de la libertad, señores de traje y corbata con alma de bandidos, reyes campechanos, patriotas sin lealtad a su territorio, republicanos con devociones monárquicas, políticos sin respeto por la política, estadistas sin amor por lo público… Los valores no niegan la existencia del relato, pero nos obligan a mirarnos al espejo y a vivirlo con nuestro propio rostro.

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