@cibermonfi

Aquí no hay 'impeachment'

Aquí no hay “impeachment”

Tengo la impresión de que, al amagar con presentar una moción de censura al gobierno de Mariano Rajoy (ya no digamos si termina haciéndolo), Alfredo Pérez Rubalcaba rinde un servicio al sistema en el que él cree firmemente: el surgido de la Transición española. Aun sabiendo que esa moción no tiene la menor posibilidad de prosperar, Rubalcaba intenta devolverle algo de credibilidad al sistema, intenta demostrar que aún es posible que el Parlamento sirva, al menos, para abordar, ya que no corregir, los males patrios; en este caso concreto, para que, como mínimo, Rajoy y los suyos tengan que escuchar allí algunas de las cosas que piensan millones de españoles sobre el mayor escándalo de corrupción política de las últimas décadas, y tengan que tomarse la molestia de responder.

Conste en acta que digo esto desde una posición distinta de la de Rubalcaba: soy de los que piensan que este sistema está agotado, tan caduco como un yogur fabricado en 1978, y de los que llevan tiempo diciendo que la democracia española precisa de una reforma urgente y completa, desde los cimientos hasta el tejado. Así lo he escrito en el tintaLibre de verano.

Por el contrario, Rajoy, al negarse a comparecer en el Congreso para explicarse sobre el caso Bárcenas y al ningunear preventivamente una hipotética moción de censura, sigue comportándose como un “antisistema”, tal y como Jesús Maraña lo ha definido aquí mismo. El mensaje de Rajoy es demoledor para el sistema que dice encarnar: ni tan siquiera respeto las formas mínimas de la democracia parlamentaria, viene a proclamar el presidente del Gobierno; tengo mayoría absoluta y de La Moncloa no me echa nadie hasta, como mínimo, el otoño de 2015. Rajoy va a seguir fumándome puros con toda pachorra y velando para que sus subalternos hagan los “deberes” que les han impuesto los mercados financieros internacionales, los capos de Berlín y Bruselas y la gran patronal española. gran patronal españolaA saber, seguir abaratando los salarios de los trabajadores, las indemnizaciones por despido, las pensiones de jubilación y los subsidios de desempleo, y seguir adelgazando, en provecho de las empresas privadas, los sistemas públicos de sanidad y educación.

A estas alturas, con todo lo que ha llovido en el caso Bárcenas, ya hay razones más que suficientes para que Rajoy dimita. En otras democracias occidentales la mera sospecha de que un dirigente puede haber cometido una irregularidad, desde no pagar una multa de tráfico a falsear un currículum, pasando por mentir a la ciudadanía, le conduce con celeridad a la puerta de salida del servicio público; acabamos de verlo en Japón donde el ministro de Exteriores ha dimitido por recibir una financiación irregular de unos cientos de euros. Pero que no se asusten las gentes del PP, tan contentas con su victoria de 2011: no harían falta nuevas elecciones en la lógica del sistema que ellos mismos están minando; el sucesor de Rajoy podría salir de las filas conservadoras tras la correspondiente sesión de investidura y, de no mediar nuevos asuntos gravísimos, podría agotar la legislatura. Una actuación semejante sí que reforzaría la credibilidad del sistema. Pero, ya lo sabemos, los conservadores españoles creen que “dimitir” es un nombre griego.

Incluso en la mejor de las hipótesis para Rajoy y el PP, la de que Bárcenas actúo en solitario y en mero beneficio propio, los errores acumulados en este caso por el líder del partido mayoritario ponen seriamente en cuestión su capacidad para seguir dirigiendo una España en crisis agónica. Aunque sus propagandistas intenten que nos olvidemos de ello, Bárcenas fue gerente, tesorero y senador del PP durante lustros –del PP, insisto, no del PSOE, IU o la Asociación de Vecinos del Cabanyal–, y en calidad de tal lidiaba con la gente que le daba tantísimo dinero oscuro. Y aunque no lo recuerden, Rajoy y compañía defendieron en público la “honestidad” del que ahora tildan de “delincuente” cuando éste ya estaba imputado, al tiempo que le guardaban un despacho en la calle Génova y le daban una sabrosa indemnización “simulada” y “en diferido”. (Por cierto, es ridículo ese argumento marianista que pregunta si uno cree a Rajoy o a Bárcenas, porque ¿a qué Rajoy hay que creer: al que defendía a Bárcenas o al actual?). Y aunque pretendan restarle importancia, el hecho de que un presidente de Gobierno intercambie SMS tan cariñosos y sugestivos con un tipo ya acusado de graves delitos resulta escandaloso.

En el peor de los casos –y todo lo sabido añade verosimilitud a esta hipótesis–, el PP se ha estado financiando irregularmente durante dos décadas con el dinero que le daban bajo cuerda numerosos empresarios a cambio de licencias, concesiones, contratas, adjudicaciones, recalificaciones, etcétera. Parte de esa pasta se destinaba a sobresueldos de sus dirigentes, otra se gastaba en eventos y campañas electorales, tal vez Bárcenas se llevara su buen pellizco y, por último, algo se guardaba aquí y allí en previsión de tiempos difíciles. ¿Y si al final resulta que el dinero de las cuentas suizas es sólo nominalmente de Bárcenas? ¿Y si no es otra cosa que el tesoro oculto del PP?

En fin, la Justicia aclarará estas dudas razonables, si le dejan. Entretanto, un par de comentarios adicionales sobre el torpe argumentario actual del PP. En primer lugar, dejen de utilizar el sobado latiguillo del “chantaje”; pónganse al día, por favor; desde el lunes, estamos hablando de acusaciones formales en sede judicial. En segundo, no me vengan con eso de que Bárcenas es un “delincuente” o “presunto delincuente”, lo que desacreditaría todas sus revelaciones. También lo era Amedo, lo que no impidió que colaborara con la Justicia en desvelar la trama de los GAL y terminar llevando a la cárcel a un ministro y otros altos funcionarios. Ni la policía ni los jueces podrían resolver infinidad de casos sin la colaboración de chorizos. Ni aquí ni en Italia ni en Estados Unidos ni en ninguna parte. A tal efecto, incluso algunos países han creado la figura del “arrepentido”.

Estoy convencido de que Rajoy seguirá en La Moncloa hasta el final de esta legislatura. Abusará de su amplia victoria electoral de 2011 para hacer de su capa un sayo, cual si fuera un Putin, un Chávez, un Berlusconi, un Erdogan o cualquier otro de esos dirigentes de lo que se está denominando “democracias autoritarias”, aquellas que se limitan a convocar comicios y desdeñan como una gilipollez el ejemplar comportamiento ético y político que el gobernante debe observar (el “ser” y el “parecer” del dicho latino) entre una y otra cita con las urnas.

Encuentro en el caso Bárcenas un nuevo motivo para pensar que la democracia española es manifiestamente mejorable. En otras existen procedimientos (impeachment, referéndum revocatorio o independencia de criterio de los parlamentarios) que permiten que un jefe de Estado o de Gobierno no termine su mandato si resulta sospechoso de un delito o irregularidad. ¿Podemos encontrarnos en España con la atroz circunstancia de que un presidente de Gobierno siga en La Moncloa incluso después de haber sido imputado? La respuesta es: sí, muy probablemente si tiene mayoría absoluta en el Congreso. A diferencia de los británicos o estadounidenses, es casi imposible que los diputados de nuestras mayorías parlamentarias rompan la borreguil y leninista disciplina de voto. Así que si el presidente se empeña, puede seguir, le basta con decir que todo son “insidias” y apelar a la adhesión de los que le deben el escaño, el ganapán.

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