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VERSO LIBRE

Memoria de un editor

Conocí a Jaime Salinas a mediados de los años 80. Dirigía entonces Aguilar, la editorial para la que yo iba a preparar los tres volúmenes de la poesía completa de Rafael Alberti. Nos reunimos en casa de Teresa, la sobrina de Rafael, con la intención de cerrar entre todos los detalles. Había que casar los deseos del autor con las características del nuevo proyecto de Obras Completas de Aguilar puesto en marcha por Jaime. La casa de Teresa era entonces el hogar de Rafael y de sus amigos, un mundo familiar y alegórico en el que Alberti acomodaba el presente con la intimidad de su memoria. Entre niños, jóvenes poetas y cuadernos que recogían sus versos finales, habitaban las huellas del pasado, las mil y una historias de los años felices de la generación del 27 y los azares de la República, la guerra y el exilio.

Jaime llegó a la casa no sólo como director de Aguilar, sino como hijo del poeta Pedro Salinas. No me costó trabajo identificar su simpatía civilizada y la discreta timidez de su conversación con un tiempo casi sagrado para mí. Pero un tiempo también peligroso cuando la carga de los mitos es tan pesada que corta la respiración y abruma la voz propia. Jaime se dio cuenta de que yo me había fijado en el temblor de su mano al coger una taza de café. Por eso me explicó que no tenía parkison y me contó una historia...

Juan Ramón Jiménez, el maestro de los maestros, visitó un día la casa de la familia Salinas. El traje blanco que vestía resultaba tan puro como sus poemas y como el respeto que despertaba entre sus discípulos. Con la complicidad de la torpeza infantil, la mala suerte quiso que el niño derramase una taza de chocolate encima de la chaqueta y el pantalón del invitado. Me armó tal bronca, explicaba Jaime, se puso de tal manera, me dio tantos gritos, que desde entonces no puedo coger una taza sin temblar.

Jaime había crecido y trabajado en un tiempo de mitos sucesivos. Si sus recuerdos infantiles enlazan con los monstruos literarios amigos de su padre, al regreso del exilio se encontró en Barcelona con Carlos Barral, Gabriel Ferrater y Jaime Gil de Biedma. Su trabajo en la editorial Seix-Barral lo puso en contacto con un grupo deslumbrante en la desolación de la posguerra española. Luego, instalado en Madrid, los días de Alianza Editorial y Alfaguara le permitieron disfrutar de otra versión de la misma sabiduría, protagonizada en este caso por Juan Benet, Juan García Hortelano y Ángel González. Todas estas atmósferas, sobrecargadas de fumadores y de voces proclives a los excesos de la inteligencia, invitaban a acomodarse en un segundo plano, en esa discreta timidez de la cordialidad y el saber estar que caracterizaba la conversación de Jaime.

La editorial Alfaguara acaba de publicar un libro de Jaime Salinas titulado El oficio de editor.El oficio de editor Se trata en realidad de una larga conversación con Juan Cruz en la que usa la misma cordura de siempre, pero con una extraña seguridad, para hablar de sus recuerdos familiares, sus amigos, sus ideas socialistas, su participación en la Segunda Guerra Mundial, su estado de ánimo en la España que encontró al regreso del exilio, su trabajo editorial, su paso por la Dirección General del Libro y la condición de la derecha española. De verdadero interés es el análisis que aflora sobre el mundo de la edición, desde una época en la que se buscaba la calidad literaria y en la que los autores eran lo importante, hasta el imperio de las ventas, los agentes comerciales y los responsables de marketing.

El tono de la voz que habla depende de la intención del que escucha. Juan Cruz sabe admirar y sabe escuchar, no es de las personas que se cargan de razones propias hasta el punto de convertir sus oídos en rocas para que no penetren en él las palabras del otro. Aunque a veces se intuyen diferencias de opinión, por ejemplo en asuntos como la situación política de Cuba o como el peligro de los grupos mediáticos, el que oye sabe dar aquí una hermosa seguridad al que habla, le permite reconocerse como protagonista, decirse a sí mismo con sinceridad.

El 14 de abril del año 2010 invité a Jaime a una cena en homenaje a la República. Supongo que mi llamada debió responder a una sugerencia anterior suya. Hubo pequeños discursos, reconocimiento a viejos luchadores y, como despedida, el canto de la Internacional. Recuerdo a Jaime con el puño en alto y la emoción en los ojos. Estaba enfermo, no tardaría en morir, pero una extraña convicción de vida se apoderó del él en aquel momento para enseñar el corazón que había detrás de su sonrisa, sus palabras entrecortadas y sus reservas. Es la misma presencia que he sentido al leer este libro.

El original de El oficio de escribir, debido al propio carácter de Jaime Salinas y a las quiebras editoriales, se perdió. Por fortuna ha reaparecido 15 años después. Merece la pena recordar a Jaime desde la perspectiva que ofrecen estas páginas y meditar con él sobre los tiempos que corren, los trajes blancos y las tazas de café.

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