Plaza Pública

Collioure, 1979

Febrero de 1979. Trabajo en la confección del diario Ya, y colaboro en las páginas sobre literatura, que publicamos los jueves. Se acerca el 40 aniversario de la muerte de Antonio Machado y se me ocurre, que una buena forma de glosar la efeméride, es hacerlo desde Collioure, la villa francesa donde pasó sus últimos días. Pensado y hecho. Mi compañera –que oficiará de fotógrafa– y yo subimos en la tarde del viernes 20 a nuestro pequeño automóvil, y a la carretera. Zaragoza y el viento del Moncayo, nos reciben esa noche; el sábado a Figueras. Comida y tarde relajada, y a descansar para salir pronto hacia Francia, aunque nuestro destino se encuentra a tiro de piedra de la frontera.

Domingo 22. Soleado, aunque soplan rachas de viento. Collioure es una pequeña villa –no llega en este tiempo a los tres mil habitantes– junto al mar. La luz es brillante y baña casas de fachadas alegres y colores tenues. Enfrente, al dejar el coche, el puerto, gris de cementos sobre el mar; a la espalda, unos cientos de metros más allá, el Hotel Bougnol Quintana, primera etapa de nuestro peregrinar en pos de las huellas del poeta. El pequeño edificio, donde vivió durante tres semanas, y murió tal día como hoy, es airoso, luce entre el rosa y el salmón, y tiene una placa que recuerda al escritor español. Muy cerca, por un callejón angosto llegamos al cementerio, y a la tumba donde fue trasladado desde el nicho inicial; lapida gris y una cabecera siempre con flores renovadas; a la derecha, el buzón que recibe la correspondencia, que nunca ha dejado de llegar. Momento de emoción, mientras se cruzan en la memoria versos e imágenes que se deslizan hacia la penosa última fotografía. Vuelta en silencio por el callejón, donde no entra el sol, hasta la plaza que comienza en la que fue su residencia.

Y el primer encuentro, madame Figueres, la persona que acogió su llegada. Es, ahora, una señora muy mayor que se resiste a entrar en la ancianidad; enlutada en su abrigo, el pelo recogido sobre la nuca, de figura menuda; pero sus gestos son expresivos, con ojos llenos de vida tras las gafas; la voz es tenue, y dulce y firme: "¡venía tan cansado, tan triste, tan frágil!....".

Antonio Machado, su madre, Ana Ruíz, su hermano José y su esposa Matea, y el escritor Corpus Barga, han salido de Barcelona una semana antes, pero las carreteras están colapsadas por la triste caravana de los vencidos; algunos van heridos, otros llevan sobre sus espaldas un hijo, enseres, las pocas cosas que se pueden transportar en un penoso y acongojado caminar. Los Machado van en un viejo coche, pero se estropea y han de cruzar la frontera a pie; atrás quedan cartas de Guiomar, y un manuscrito que podría haber sido su obra póstuma. Pasada la frontera, duermen en un vagón de tren en vía muerta, a la espera del ferrocarril, que les traerá hasta Collioure en la tarde del 29 de enero. Desde la estación a la plazuela, Corpus Barga lleva en sus brazos a Doña Ana. En la mercería de madame Figueres, las primeras palabras compasivas y amables; la indicación del vecino hotel Quintana como refugio.

Hoy está en la plazuela Jacques Baills, el ferroviario que regentaba la estación de la villa aquella tarde de enero. Es un hombre orondo dentro de su abrigo gris. Tiene la cara redonda y sonrosada y se cubre con una gorra invernal de discreta visera. Y recuerda: "Yo llevaba las cuentas de madame Quintana, y vi en el libro de registro que se alojaba allí un "Antonio Machado, profesor", así que pedí a la dueña, tras la comida, que me indicara quién era, y ella le señaló. Algo azorado, me atreví a preguntarle si era el poeta que había leído años atrás, y me contesto: "Sí, soy yo". A partir de ese día, me acercaba después de comer y hablábamos. Supe que habían llegado con lo puesto, así que le presté algunos libros. Conversábamos, pero yo, sobre todo, le escuchaba; aunque estaba sin fuerzas; no salía nunca del hotel, de la habitación al comedor, o al cuarto donde yacía su madre, muy enferma".

Madame Quintana ha acogido a la familia con respeto y, enseguida, con afecto. Antonio solo saldrá un día, cuatro o cinco antes de su muerte, a dar un pequeño paseo. A la vuelta se encontrará mal; el médico le reconoce sin esperanza: Neumonía, dice. Asmático, fumador inveterado, de corazón débil, el poeta ofrece una imagen, escuálida y derrotada. Ahí, en su derrota vital, ha dejado las fuerzas. Ya solo quiere descansar. En la tarde del 22 de febrero de 1939, muere el poeta; tres días después, fallece su madre. En un bolsillo de su gabán, un lápiz y un papel doblado, donde ha escrito: "Estos días azules, y este sol de la infancia..."

Donde la plaza se estrecha hay un restaurante acristalado. La mesa a la que nos sentamos recibe ese sol, brillante y cálido, al abrigo del viento. En la mesa vecina, comparten charla y comida el escritor Camilo José Cela y el periodista Juan Cruz: han venido hasta aquí para conocer el fallo de la primera edición del Premio Internacional Antonio Machado, que se falla esta tarde. Al salón accedemos reconfortados por sol y comida. El ganador es Bernard Sésé, un hispanista y profesor en París.

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La vuelta, tras un día emocionante, nos reserva aún otra sombra del triste pasado: Cruzamos Argelès, la villa vecina, donde decenas de miles de españoles fueron confinados en un campo de concentración en la playa norte, tras huir de la Guerra Civil: Muchos murieron; todos sufrieron unas condiciones infrahumanas, dictadas por un Gobierno que no se atrevía a desairar a los vencedores, aliados con la pujante Alemania de Hitler. Con esa congoja en el animo, regresamos a España. Al llegar a Madrid, titulo mi escrito 'Tierra española debe acoger a Antonio Machado'.Tierra española debe acoger a Antonio Machado' Hoy, treinta y cinco años después, cercenadas muchas de las esperanzas abiertas por la entonces incipiente Transición, no estoy tan seguro de desear lo mismo.

He vuelto después varias veces a Collioure, siempre en verano; he visto el trajín de visitantes en el puerto y en las calles, las nuevas residencias que se asoman al mar, pero siempre he buscado el angosto callejón que conduce a su tumba. Siguen llegando cartas; siguen renovándose las flores, y la pequeña villa marinera sigue orgullosa de haber acogido los últimos días del "viejo, cansado, que a orillas del mar bebiose sorbo a sorbo su pasado".

P.S. He querido terminar este recuerdo con palabras de Joan Manuel Serrat, ese otro gran poeta español, que, diez años antes de nuestro viaje, publicó 'Dedicado a Antonio Machado, poeta', una obra, plena de amor, que ha hecho llegar a millones de personas nombre y versos del escritor. Aunque no al Chile de Pinochet –¡que grotesco esperpento vive en las entrañas de todas las dictaduras!– dónde se prohibió la difusión de las obras de Antonio Machado "por ser letrista de Serrat".

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