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¿Por qué no nos vamos del euro?

¿Por qué no nos vamos del euro?

El Gobierno de Rajoy ha conseguido que el debate en España se centre en la evolución de la coyuntura. Aquí anda todo el mundo discutiendo si la economía va a crecer en 2014 por encima o por debajo del 1%, y si la variación de la tasa de paro registrado es mejor o peor que el año pasado.

Esta perspectiva resulta bastante miope. Cualquier analista que quiera diagnosticar la situación del país pasará por alto este debate de vuelo corto. Los datos verdaderamente importantes, los que conforman la situación presente, son estos: una tasa de paro del 25%, que tardará muchos años en bajar del 20%, una bajada salarial muy extendida pero especialmente profunda en las familias con menos ingresos, cuya renta disponible se ha reducido en más de un 15%, un aumento sin precedentes de la desigualdad, un Estado muy endeudado como consecuencia de la caída de ingresos y el rescate a las entidades financieras, crédito insuficiente a las PYMES y un deterioro dramático de los servicios públicos.

Llevamos ya seis años arrastrando esta penosa situación y no hay visos de que vaya a mejorar significativamente en los próximos años. Es cierto que hemos salido de la recesión. Pero todo indica que nos espera un periodo largo de crecimiento bajo o estancamiento. La crisis, como bien se sabe, es especialmente dura en los países endeudados del sur. Las instituciones de la Unión Europea (UE) y los países acreedores (con Alemania a la cabeza) han impuesto unas políticas a los países endeudados que comprometen su desarrollo futuro.

Para restablecer los equilibrios del área euro (por ejemplo, en las balanzas por cuenta corriente), se ha optado por someter a estos países a una devaluación interna brutal. Solo cuando la imposición de las políticas de austeridad era ya irreversible, decidió el BCE levantar la presión de la prima de riesgo. Digámoslo sin rodeos: Alemania y el BCE han utilizado la prima de riesgo para doblegar cualquier resistencia de los Estados a los sacrificios que consideran ineludibles para salvar la unión monetaria. La UE ha preferido esta línea de actuación, que beneficia a Alemania sobre todo, antes que negociar un cambio en las reglas disfuncionales de gobierno del euro.

Por lo demás, las instituciones europeas y el grupo de países acreedores se han negado a aprobar medidas sencillas que alivien las condiciones de los países del sur. No estoy hablando de lo que de verdad habría que hacer (celebrar una conferencia de los Estados miembro para acordar una solución al problema de la deuda que aplasta a las economías del sur), sino de medidas ortodoxas como rebajar el valor del euro, aumentar la inflación al 2 o 3% y mutualizar parte de la deuda (eurobonos), medidas todas ellas que podrían hacer más aceptables los ajustes que se están realizando en el sur y que ahora están llegando a Francia e incluso a Holanda. Algunas de estas medidas, que hoy suenan casi utópicas, estaban a la orden del día antes de que los países europeos se metieran en la trampa del euro y las ponían en práctica tanto gobiernos socialdemócratas como conservadores.

Muchos analistas extranjeros se sorprenden de la sumisión de los países del sur ante este estado de cosas. El debate fuera de nuestras fronteras es muy distinto del que tenemos en España. Lo que no se entiende desde fuera es por qué hemos aceptado que la supervivencia del euro esté por encima del bienestar de los ciudadanos. Y por qué los países del sur no presionan para cambiar unas reglas de juego que les resultan tan desfavorables.

Recomiendo encarecidamente la lectura pausada y atenta del mejor análisis que conozco sobre la crisis europea, a cargo de Fritz Scharpf (No Exit from the Euro-Rescuing Trap?). Scharpf es, desde hace décadas, uno de los estudiosos más prestigiosos del proceso de integración europea. Es, además, alemán y socialdemócrata. No ha destacado nunca por propuestas radicales o insensatas. No es tampoco un jovenzuelo de ideas locoides e ingenuas: tiene ya 79 años. Su diagnóstico es bastante sombrío:

“Los gobiernos de los países con una balanza de cuenta corriente positiva que se benefician del régimen actual no tienen incentivos para cambiar sus posiciones; por su parte, los gobiernos deudores, que preferirían un régimen basado en transferencias solidarias, carecen de poder negociador para cambiar los acuerdos a los que están atados”.

Ante esta situación, sólo ve dos salidas: o bien un salto adelante en la unión política en virtud del cual se imponga la regla de mayoría a escala europea, o bien una amenaza unilateral de abandono del euro. La primera la ve improbable e indeseable: improbable porque no cree que los ciudadanos europeos estén dispuestos a sacrificar sus democracias nacionales en beneficio de una democracia europea e indeseable porque, si de verdad funcionara el principio de mayoría, los conflictos de intereses serían tan profundos que se acabaría rompiendo la UE.

La segunda es la que examina con más atención: a su juicio, la única forma de conseguir que los países acreedores y las instituciones de la UE acepten renegociar las reglas de la unión monetaria consiste en que los países deudores lleven a cabo acciones que pongan en peligro el equilibrio actual. La perspectiva de un abandono del euro abriría una crisis de tal magnitud que la UE preferiría renegociar las reglas de juego.

En la misma línea de Scharpf, en el pasado he defendido en varios artículos la necesidad de que España se plante de una vez en las instituciones europeas. Sólo así se crearán las condiciones para un cambio efectivo. La postura que, me parece, deberían defender los países deudores es esta: sí a una unión monetaria perfeccionada, en la que se establezcan unas reglas más justas, incluso si eso requiere transferir más poderes en política económica a la UE; pero, en caso de que ese avance no se produzca, abrir un debate y, si así lo considera la mayoría, marcharnos del club del euro.

Si los países de la unión monetaria quieren realmente conservar la moneda única y hay una amenaza seria de salida por parte de los socios del sur, los primeros no tendrán más remedio que aceptar la renegociación del actual diseño institucional.

Estamos ya en campaña electoral europea. Es la ocasión para lanzar un debate profundo y franco sobre nuestra situación en la UE y en la unión monetaria. Sin embargo, la clase dirigente española no quiere entrar en ese debate. Prefiere seguir con las loas a Europa, con el europeísmo acrítico de las últimas décadas, sin explicar nunca qué debemos hacer si el mantra de “más Europa” no se materializa. Recordémoslo una vez más: no se conseguirá una unión monetaria más justa apelando desde la tribuna del Parlamento europeo a la bondad del europeísmo.

Hace falta una estrategia política para provocar el cambio en la UE. Y hablarle claro a la ciudadanía de qué haremos si nuestras demandas caen en saco roto y todo sigue igual: ¿Nos quedaremos esperando años y años? La clase dirigente se puede permitir una larga espera, pues su bolsillo apenas se ha visto afectado por la crisis económica. Pero en el resto de la sociedad hay demasiada gente que ha sufrido innecesariamente y no tiene sentido que siga haciéndolo en nombre de la lírica europeísta.

Parece urgente abrir un debate en el que todos expliquen no sólo a dónde queremos llegar en la unión monetaria, sino también cómo lo vamos a hacer, y que indique cómo deberíamos reaccionar si los objetivos no se alcanzan. Por desgracia, no parece que la campaña electoral de estos días vaya a servir de mucho para ese debate.

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