LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Especulación en el infierno: los intermediarios inflan los precios en medio del caos y la muerte de Gaza

Desde la tramoya

El Apple Watch y la independencia de Cataluña

En junio de 2007, la encuestadora de Universal McCann llegó a la conclusión de que el iPhone sería un desastre. El lumbreras que afirmaba tal cosa, Tom Smith, decía: “La verdad es sencilla: la convergencia (de dispositivos) es la solución a problemas económicos, no una aspiración. En los mercados en los que uno puede permitirse tener diversos dispositivos, la mayoría prefiere esa opción a una en la que un solo aparato lo cubre todo”. Esa visión era coherente con un viejo axioma del márketing de finales del siglo pasado que decía que los productos y las marcas son como las especies vivas: tienden a especializarse en nichos muy concretos, no a converger. El que hace relojes hace relojes y el que hace ordenadores hace ordenadores, como una gacela corre y un halcón vuela… Entre otras innovaciones, Apple ha echado por tierra ese axioma que parecía inmutable.

Esa afirmación según la cual el iPhone sería un fracaso tenía sin embargo un asiento sólido en las encuestas. En efecto, cuando le decías a la gente si estaba de acuerdo con la frase “me gusta la idea de tener un dispositivo portátil que cubra todas mis necesidades”, solo una cuarta parte de los estadounidenses, o algo más del 40% de los franceses o los ingleses, contestaba afirmativamente.

Si Steve Jobs se hubiera fiado de las encuestas, no habría creado el iPhone ni el iPad. Y Tim Cook no habría presentado el nuevo reloj de Apple esta semana, porque, a fin de cuentas, si le preguntas a la gente si está dispuesta a pagar unos 300 euros por un reloj que hace más o menos lo mismo que su teléfono (que también tiene reloj), la mayoría de la gente te dirá que no. Como se sabe bien en las escuelas de negocio, si hubiera sido por las encuestas, no se habría lanzado ni el Post-it ni el faxPost-it… Las encuestas anunciaban que ambos serían un fracaso. Lo que quiero decir es que la gente no tiene ni puta idea, hasta que no le presentas el producto y comienza a conocerlo y a compartirlo y a contrastarlo con otras alternativas.

Esto contradice esa idea tan contagiosa en la era de Internet, que afirma que “el pueblo no se equivoca”, que la gente sabe, que las multitudes tienen inteligencia, que un colectivo actuando junto toma decisiones sabias… Se supone, además, que esa supuesta “inteligencia de las multitudes” encuentra formas para expresar sus opiniones mejor que nunca, gracias precisamente a los teléfonos inteligentes, las aplicaciones que permiten “deliberar” de manera inmediata, las tabletas y los servicios de wifi que hacen posible que hoy se conecten millones como en los viejos cafés de Europa solo se conectaba la élite intelectual, social y política.

Y esto, ¿qué tiene que ver con la independencia de Cataluña? Ayer mismo quisieron los independentistas convencernos de la “imparable voluntad popular” expresada en esa V humana gigantesca que se ha formado siguiendo el trazo de la Diagonal y la Gran Vía en Barcelona. V de “victoria”, de “voluntad”, de “votar” y de “vía catalana.” Es la tercera Diada en que los organizadores, con el Govern a la cabeza, han convertido la Fiesta Nacional de Cataluña en una muestra de fuerza y en motivo de división de los catalanes. Según sus organizadores y coristas, el pueblo catalán soberano debería poder votar con madurez cuál quiere que sea su futuro. Y el que se niega a eso es un autoritario que no deja que la ciudadanía se exprese con libertad. Subyace tras la propuesta pretendidamente inocua de los independentistas la concepción de una multitud inteligente, que decide colectiva y libremente, que no se equivoca… Y los que se oponen a eso son unos desalmados que impiden la libre voluntad del pueblo, arrogantes que se creen con derecho a imponer el silencio a una masa que consideran inmadura o infantil.

Apple cierra el ejercicio fiscal con el mayor beneficio de la historia empresarial

Resulta, sin embargo, que “el pueblo” no es más que la unión de millones de opiniones aisladas, muy vulnerables a un sinfín de efectos. Por ejemplo, la presión de la corriente percibida como mayoritaria, que somete al silencio a los discrepantes. O la acción conformadora de las élites a través de los medios de comunicación. O la enorme vinculación emocional y muy poco racional que se establece con algunos mitos bien construidos y algunas liturgias correctamente diseñadas (la idea de emancipación de un pueblo, una nueva bandera estrellada, una emocionante expresión de unidad popular en forma de V roja y amarilla…). O la forma de enmarcar un asunto y de preguntar sobre él (por ejemplo, se sabe que votar por el “sí” tiene ya por definición una ventaja de salida sobre el “no”). Como cabe prever, de todos esos factores irracionales del comportamiento humano (o de “racionalidad limitada”, diría un especialista) deriva un comportamiento colectivo que ni mucho menos tiene por qué ser sabio ni maduro ni inapelable ni incuestionable ni admirable. En otras palabras, las multitudes también se equivocan; a los pueblos con frecuencia se les va la mano; la opinión pública –como cuando se divide en un 51 por ciento pensando una cosa y un 49 pensando otra– emite veredictos muchas veces incomprensibles o débiles; la gente no siempre sabe las consecuencias de sus decisiones colectivas, porque casi nunca sabe prever siquiera cuál será esa decisión.

Por ejemplo, el mantenimiento del Reino Unido o su escisión y la creación de un estado escocés independiente parecen colgar en este momento de un finísimo hilo. Si hacemos caso a las encuestas, que Escocia sea o no independiente puede depender de algo tan tonto como que el próximo jueves, día de la votación, llueva o salga el sol. Esa misma sensación de precariedad, sin embargo, puede lanzar a su vez a las urnas a los escoceses para agarrarse al statu quo y emitir un voto contundente contra la independencia.

Los individuos, en definitiva, actúan en función de la información disponible, siempre parcial, sesgada, incompleta y cambiante. Y a partir de esas opiniones individuales se forma eso que llamamos “opinión pública”, que se expresa en forma de porcentajes en una encuesta. Ni más ni menos. Suena paternalista, lo sé. Pero lo que en mi opinión es perniciosamente paternalista y diabólicamente engañoso es otorgar una inteligencia portentosa y un criterio único y unívoco, a un ente escurridizo y casi siempre imaginario llamado “pueblo”.

Más sobre este tema
stats