Luces Rojas

La soberanía truncada o por qué Europa es parte del problema, y no sólo de la solución

Agustín José Menéndez

¿Por qué crece en Europa –y especialmente en la Europa del Sur– la sensación de que los ciudadanos han perdido la capacidad de determinar cuáles deban ser las políticas públicas? ¿Por qué hay cada vez más europeos que creen que quienes realmente mandan no son los gobiernos y los parlamentos, sino burocracias internacionales (como el Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional) o difusos poderes fácticos(los mercados financieros, la banca)? ¿Por qué son muchos los que piensan que un Estado capaz de remover los obstáculos que se interponen a la realización efectiva de los derechos a la libertad y a la igualdad (como exigen, entre otras, nuestra constitución) es parte de nuestro pasado pero no de nuestro futuro colectivo?¿Es una mera coincidencia temporal que las reclamaciones de independencia de distintas regiones (Cataluña, Padania, Escocia) cobren fuerza precisamente ahora? Las respuestas a estas cuestiones pasan por las crisis y por Europa. O para ser más precisos, por la relación entre las crisis y Europa.

Empecemos por las crisis. La referencia a la crisis en singular, lejos de ayudarnos a entender qué nos está pasando y por qué, ofusca nuestra percepción de la realidad de las cosas. En el discurso público la crisis se ha convertido en un comodín que lo explica todo; y que al mismo tiempo no nos permite entender nada. Tenemos tendencia a atribuir todo lo que de negativo nos sucede a la crisis, sin ocuparnos de determinar en qué consiste, y menos aún, de determinar cuáles son sus causas profundas. Para salir de este enredo hay que hacer dos cosas.

Primera, dilucidar en qué consiste la crisis. No sufrimos una, sino cuando menos cinco crisis: económica, financiera, fiscal, de gobierno macroeconómico y política. Y de entre ellas, la fundamental es la económica (vuelvo a ello en unas líneas). Segunda, tomar conciencia de que las crisis rara vez caen del cielo. E incluso cuando lo hacen (piénsese en los desastres naturales) sus consecuencias no dependen tanto de lo que las desencadena (de la “espoleta”), como de la estructura social que entra en crisis. O sea, de cómo éramos cuando las crisis llamaron a nuestra puerta. Y es que las cinco crisis que sufrimos, y muy especialmente la económica, tienen su causa en decisiones (y falta de decisiones) tomadas hace años, sino décadas. Decisiones que nos colocaron en una posición de enorme vulnerabilidad.

Volvamos por un momento a la crisis más importante: la económica. Lo que se hundió definitivamente en 2008 fue la creencia en el modelo económico que surgió de las ruinas de Europa en 1945. Un modelo caracterizado por tasas altas y constantes de crecimiento que permitieron la reconciliación indolora de los intereses sociales en conflicto. De modo que los empresarios pudieron obtener altos beneficios y reinvertir una parte importante de los mismos al mismo tiempo que subían los sueldos a sus trabajadores. De ese modelo ha ido quedando sólo el recuerdo. Los neoliberales de todos los partidos nos prometieron que la desregulación económica, la libre circulación de capitales y las privatizaciones en salsa globalizadora nos permitirían volver a crecer de forma sostenida. Pero ahora sabemos (como deberíamos haber sabido siempre) que el menguante crecimiento de las últimas cuatro décadas se debió en gran medida al recurso a los psicotrópicos del endeudamiento público primero y del endeudamiento privado después. Como las sustancias estupefacientes, las políticas neoliberales han permitido (a algunos, y no a todos en la misma medida) disfrutar el presente a costa de sacrificar el futuro. Desgraciadamente, el futuro ya ha llegado y nos ha presentado al cobro todas las facturas que el neoliberalismo ha ido acumulando.

El europeísmo naif

Y llegamos a Europa. El europeísmo naif que domina nuestra discusión pública nos ciega ante la responsabilidad europea. Solemos oscilar entre echarle la culpa de nuestros males presentes bien a nuestros demonios nacionales, bien al capitalismo global. Pero es hora de que aceptemos que la Unión Europea no es un espectador inocente en estas crisis. Las crisis son europeas (y muy europeas), por al menos dos razones:

Primera, no sólo la Unión Europea ha entrado en crisis, sino que estas crisis han sido causadas (en parte, pero en parte determinante) por las políticas europeas de los últimos cuarenta años. Ciertamente las crisis son ante todo crisis económicas, y en tanto que tales, mucho tienen que ver con la forma concreta que ha tomado el capitalismo financiero. Pero la Unión Europea ha sido un actor clave en la configuración de la peculiar variante de nuestro capitalismo contemporáneo. Baste pensar que aunque la crisis financiera de 2008 tuviera su epicentro en Estados Unidos, una abultada mayoría de los productos tóxicos fueron fabricados por instituciones con sede en Londres (que sigue siendo parte del territorio de la Unión) y adquiridas por bancos e inversores europeos. Y, por mucho que nos pese, la liberalización del movimiento de capitales es, cuando menos jurídicamente, un producto europeo. Cuando los ciudadanos islandeses optaron por repudiar buena parte de las obligaciones financieras asumidas por sus quebradas instituciones financieras, la Unión Europea no expresó su solidaridad, sino que llevó a los tribunales al Gobierno islandés.

Segunda, las crisis sólo pueden analizarse, entenderse y resolverse desde una perspectiva europea. Los debates acerca de qué nos haya pasado en tanto que griegos, españoles, italianos o franceses (y por qué no, alemanes) es, quién lo duda, muy relevante. La intensidad y la secuencia de las crisis han variado en distintos estados y regiones. Que la Unión Europea tenga sus culpas no quiere decir que otros actores no las tengan también, incluidos no sólo los gobernantes nacionales o regionales sino también los directivos de empresas que han vendido trozos de nada o los mediadores financieros que han fabricado productos financieros absurdos. Pero esos debates son absolutamente estériles, si no contraproducentes, cuando se limitan a ser reediciones de la discusión metafísica acerca de etéreos caracteres nacionales. Países con trayectorias históricas y configuraciones socio-económicas distintas han entrado en crisis de forma casi simultánea. Lo que tienen en común es ser estados miembros de la Eurozona. ¿Es concebible que esa condición sea irrelevante?

Hay buenas razones para concluir que un factor fundamental en la gestación y el desarrollo de las crisis fue la reconfiguración de la soberanía política en Europa a resultas del cambio de marcha del proceso de integración europea. Un giro político, social y económico iniciado a mediados de los años setenta y consolidado en los años noventa. Y a resultas del cual la Unión Europea pasó de ser un instrumento clave en la recuperación de la soberanía política en Europa a una máquina de pulverización y desguace del poder público.

Este giro tiene bastante que ver con la ambivalencia del proyecto de integración europea. El parto de las viejas Comunidades Europeas fue difícil y el resultado marcadamente ambiguo. Las Comunidades Europeas fueron hijas del peculiar matrimonio formado por las constituciones democráticas de posguerra (que ordenaban la integración en Europa para hacer posible la creación del Estado Social y Democrático de Derecho; la francesa de 1946, la italiana de 1947, la alemana de 1949) y de la guerra fría. En el contexto político y económico favorable de la primera posguerra, el desarrollo de las Comunidades Europeas contribuyó decisivamente a rescatar la capacidad efectiva de los Estados, y por ende de los ciudadanos, de tomar decisiones colectivas. La ambigüedad inicial se resolvió a favor de la primacía de la política democrática. Europa permitió entrelazar la soberanía de modo que se garantizase la primacía de la política. Fue en este contexto en el que se produjo, y no fue mera coincidencia, la consolidación del Estado Social y Democrático de Derecho en toda Europa.

La quiebra del consenso

Sin embargo, a partir de la doble crisis monetaria y económica de los años setenta, la ambivalencia original y los propios límites estructurales del modelo de integración condujeron a que el sentido de la integración europea comenzase a modificarse. La quiebra del consenso constitucional en torno al Estado Social y Democrático de Derecho (¿se acuerdan de Margaret Thatcher, y aún antes de ella, de James Callaghan?) y el empeño por construir un “mercado único” transformaron radicalmente a la Unión Europea. La soberanía compartida comenzó a ejercerse de forma distinta: no sólo, y cada vez menos, colectivamente a través de decisiones políticas, sino crecientemente mediante la fijación de límites estrictos que se encaminaban a la realización plena de los derechos de propiedad y de libre empresa.

El mercado único, basado en una peculiar interpretación de las libertades económicas enumeradas en los Tratados fundacionales de la Unión Europea, implicaba dar la vuelta al cuadro de valores del Estado Social y Democrático de Derecho. La unión monetaria sin unión política, y por tanto sin estado, se orientó desde un principio al mantenimiento del valor del capital (y muy especialmente del capital financiero). De este modo, y ya antes del inicio de las crisis, la Unión Europea se había convertido en un freno al ejercicio efectivo del poder público. Seguía sirviendo para entrelazar soberanía y recuperar la capacidad política de decidir, pero al mismo tiempo se había convertido en una máquina de pulverización de la soberanía.

Las crisis han hecho súbitamente visible esa radical mutación de la Unión Europea. El mercado único y la unión monetaria sin estado se han revelado una camisa de fuerza que impide tomar medidas políticas, incluso cuando un estado o la Unión Europea en su conjunto están al borde del abismo. Al tiempo que las medidas con las que se ha pretendido contener y superar las crisis han conducido a un ulterior desarme del poder público. No sólo porque la deuda se ha nacionalizado doblemente: los riesgos financieros creados por los bancos han sido asumidos por el erario público y, en concreto, por la hacienda de los países deudores (absolviendo de todo pecado a los bancos que prestaron alegremente dinero a diestro y siniestro). Sino también porque se ha impuesto a los estados endeudados un formidable corsé, en forma de devaluación interna y pérdida de todo margen de maniobra a la hora de decidir la política económica y fiscal, orientado no a acelerar la salida de las crisis, sino a asegurar que las deudas previamente asumidas serán pagadas en su integridad (para beneficio exclusivo de los acreedores, pese a su negligente alegría a la hora de prestar dinero a la periferia de la Eurozona).

Es importante observar que la suspensión de la soberanía fiscal ha conducido también a transformar la influencia que la Unión Europea ejerce sobre la cohesión territorial de los Estados Miembros. Así la Unión ha minorado la fuerza de su influencia integradora (al capitidisminuirse las políticas regionales que forzaban a las regiones a participar en el proceso político nacional) y ha pasado a jalear que los estados centrales se conviertan en gobernantes de las decisiones fiscales de las regiones. En aquellas regiones donde ya existían tendencias centrifugas, el cambio de paso de la Unión Europea ha contribuido a la radicalización del independentismo (Cataluña, Padania y de modo distinto, Escocia). Ciertamente la austeridad no ha creado el nacionalismo, pero ha dado la ocasión y las razones para su radicalización.

Precisamente porque las crisis son europeas, la solución a las mismas sólo puede encontrarse a escala europea. Ello no implica en modo alguno que la vía de salida sea la que afirman muchos líderes políticos con el mantra de “más Europa”. Tanto este lema como los varios propios del nacionalismo nostálgico (incluidas sus variantes xenófobas) son huecos, cuando no nocivos. Y es que la cuestión no es más o menos Europa, sino qué Europa y para qué.

Se precisa una Europa que vuelva a ser capaz de contribuir a recrear las condiciones en las que el poder público pueda ser ejercido de forma democrática y eficaz. Si gracias a la integración europea fue posible rescatar a los estados europeos en los primeros años de la segunda posguerra, es ahora preciso crear una Europa que refuerce, no que pulverice, la política democrática. Para ello no se necesita transferir nuevos poderes a la Unión Europea, sino diseñar políticas europeas que protejan las decisiones democráticas nacionales frente a las presiones estructurales de los poderes no democráticos. Como muestra valga este botón.

No necesitamos un ministro de Economía europeo al mando de una surreal hacienda europea compuesta de deudas pero sin impuestos (una ocurrencia peligrosa del expresidente del Banco Central Jean Claude Trichet, tan aficionado al género epistolar) sino el intercambio automático de datos bancarios entre estados europeos, de modo que todas las haciendas nacionales recuperen la capacidad efectiva de cobrar los impuestos a todos los ciudadanos, y no sólo a los trabajadores por cuenta ajena.

Si en lugar de preguntarnos qué Europa necesitamos, persistimos en debatir si precisamos más o menos Europa, será cuestión de tiempo que la cuerda de la Unión se rompa. Un evento imprevisto puede revelar la fragilidad extrema del statu quo, y en particular los pies de barro de una recuperación hecha de parches no sólo fragilísimos sino invisibles para la mayor parte de la población. O quizás los ciudadanos de algún estado periférico voten masivamente a un partido o líder político que favorezca romper amarras con el euro. Lo incierto no es que tales eventos se produzcan, sino cuándo. La continuación de las políticas de austeridad, tanto en su versión dura à la Merkel, como en su versión almibarada à la Juncker, conducen inevitablemente a reproducir a escala europea la división entre Norte y Sur que otra unión monetaria mal hecha, la italiana, ha provocado. Dicho de otro modo, por esta vía toda la Europa del Sur se convertirá en un gigantesco Mezzogiorno.

Para muestra vale un botón. Dudo de que muchos de nuestros conciudadanos hayan leído el Plan de Estabilidad 2014-2017 presentado por el Gobierno español a las instituciones europeas. Pese al optimismo de las previsiones de crecimiento, el Gobierno español prevé reducir el gasto público en 4 puntos del PIB (de manera que a la altura de 2017 el presupuesto público se habrá reducido en 40.000 millones respecto al de este año). La mitad de ese hachazo se dará al gasto social, y casi la otra mitad se prevé resultará de la reducción de la masa salarial de los empleados públicos. La presión fiscal subirá un 0,5%. Dado que se prevé una rebaja de los tipos marginales del IRPF, sólo cabe concluir que o bien el Gobierno cree en los milagros de Laffer (¿se acuerdan de aquella curva según la cual bajar los impuestos aumentaba la recaudación siempre?), o que subirán los impuestos indirectos y las tasas.

Quizás, cautivos y desarmados por la austeridad y la perspectiva del desempleo, aceptemos estos recortes. Pero ni aún entonces se habrá terminado el tratamiento de austeridad. Cuando el Tratado de Estabilidad nos sea de plena aplicación, tendremos que reducir el déficit al 0,5% anual, al tiempo que habremos de minorar nuestra deuda pública “excesiva” (o sea, en lo que supera el 60% del PIB; y conviene recordar que estamos ya por encima del 100%) a un ritmo sostenido del 5% anual. Lo que garantiza muchos años de recortar gastos públicos o subir impuestos por valor de al menos 2 puntos del PIB, o sea, unos 20.000 millones anuales adicionales cada año. Quizá no haya austeridad que cien años dure, pero tampoco Estado Social que la pueda aguantar. Si ese es nuestro futuro, nuestro futuro es el de renunciar al Estado Social a cambio de aumentar exponencialmente el número de nuestros millonarios.

No cabe duda de que la ruptura desorganizada de la Unión sería catastrófica, y aún más una salida unilateral improvisada. Pero a tratados y políticas constantes, es un hecho que la única baza que les queda a los estados periféricos, si quieren defender los intereses de la mayoría de sus ciudadanos, y no sólo de los beatos poseedores de capital financiero, es amagar con romper la baraja. Una de las muchas paradojas de la situación en la que nos encontramos es que los genuinos federalistas europeos no tengan otro remedio que amagar con tiento la ruptura para evitar que la Unión Europea se rompa y de paso rompa la estabilidad social y económica europea. Jugar esa baza requiere muchísima cautela. Pero tal y como va la partida cabe dudar de que nos quede otro triunfo en la mano.

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Muerte accidental de un pensionista

Agustín José Menéndez es profesor contratado doctor permanente I3 de la Facultad de Derecho de la Universidad de León. Es autor de De la crisis económica a la crisis constitucional de la Unión Europea (Eolas, 2012)

Agustín José Menéndez

 

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