A la carga

La palabra maldita, “soberanía”

La crisis económica y política de los Estados europeos está adoptando formas muy distintas en cada país, que van de la antipolítica al nacionalismo xenófobo, pasando por el populismo. En Italia la antipolítica ha obtenido resultados impresionantes de la mano del Movimiento 5 Estrellas (M5S) de Beppe Grillo. En Grecia, un partido a la izquierda de la socialdemocracia ha alcanzado al poder. En España, Podemos amenaza el tradicional dominio de PP y PSOE. En Francia, el Frente Nacional aparece en primera posición en las encuestas. En el Reino Unido el Partido de la Independencia (UKIP) disputa la hegemonía a conservadores y laboristas.

A primera vista, los problemas en cada país son distintos: a veces, la crisis política se manifiesta como una crisis de legitimidad producida por la corrupción generalizada y la colusión entre poderes económicos y poderes políticos. En otras ocasiones, el tema dominante es la inmigración. Por supuesto, la crisis económica (y su principal manifestación, el paro) está presente en todos los casos.

Vale la pena intentar profundizar y mirar más allá de estos problemas, no porque sean superficiales, sino porque por debajo de los mismos pueden detectarse cambios tectónicos que ayudan a entender qué es lo que está pasando en muchas de las democracias europeas.

Lo que tienen en común todas las fuerzas políticas que he citado anteriormente, ya sean de derechas o de izquierdas, es una reclamación de mayor soberanía nacional. Por ejemplo, esa demanda está presente, desde luego que con matices distintos, pero de forma muy visible en ambos casos, en el discurso del Frente Nacional de Marine Le Pen y en el de Podemos. Hay una voluntad de recuperar la capacidad de acción que se supone que todo cuerpo político debe tener para decidir su futuro.

El establishment europeo se resiste a reconocer la existencia de este problema. Según una argumentación recurrente, la soberanía es un concepto caduco, que responde a un paradigma superado, el de los Estados soberanos que se constituyeron a raíz del Tratado de Paz de Westfalia de 1648. La globalización y, sobre todo, el avance de la integración europea, serían la prueba de que la soberanía es una quimera en los tiempos que corren. La nostalgia por la soberanía no sería sino una forma residual y reaccionaria de “nacionalismo”. Aquellos que reclaman soberanía no habrían comprendido por dónde sopla el viento de la historia: en las actuales condiciones, la recuperación de la soberanía sería una aspiración ilusoria, que solo puede producir frustración y melancolía.

La soberanía, entendida en términos absolutos, como el poder supremo de un cuerpo político para decidir por sí mismo sin injerencias ni cortapisas, es, sin ninguna duda, un imposible. Pero no es preciso utilizar un concepto de soberanía que, por exigente, se vuelve inoperante en términos políticos. Podemos entender sin ningún problema que la soberanía es una cuestión de grado, que la soberanía se puede fragmentar y que su ejercicio puede ser compartido.

La soberanía puede tener una lectura puramente estatalista, de afirmación del Estado frente a las interferencias externas, pero admite también una interpretación democrática, según la cual la soberanía posibilita el principio de autogobierno. Es decir, el principio de que las decisiones colectivas que se tomen sean resultado de la agregación de las preferencias de los ciudadanos (y no de las de los expertos, los mercados, o los grupos de poder corporativo).

Desde una idea no absolutista y democrática de la soberanía, el proyecto de integración europea no suponía necesariamente una quiebra del principio de autogobierno. Sumando esfuerzos y tomando decisiones en común, los Estados podrían conseguir con mayor eficacia los fines que sus ciudadanos deseen perseguir. En la medida en que los ciudadanos de los diversos Estados estuvieran de acuerdo en unos fines comunes, ceder soberanía y perseguir dichos fines conjuntamente podía ser una vía más eficaz que actuar unilateralmente.

El objetivo de la cesión de soberanía consistía en hacer posible la formación de un actor político y económico que pudiera manejarse en la época de la globalización y que tuviera como rasgo distintivo, frente a Estados Unidos, China y los países emergentes, el llamado “modelo social europeo”.

A la luz de la experiencia de estos años de crisis, creo que hay que dar por muerto ese proyecto. El experimento ha salido mal. Asociar la unión monetaria al “modelo social europeo”, mientras vemos cómo la desigualdad y la pobreza se extienden alarmantemente por los países más vulnerables de la eurozona, suena a sarcasmo. Tampoco puede decirse que el proyecto de integración haya servido para crear un coloso económico que compita de igual a igual con Estados Unidos y China. El decepcionante desempeño de la UE durante la crisis pone dolorosamente de manifiesto las limitaciones económicas de la unión monetaria.

Desde el punto de vista democrático, lo que observamos es que la soberanía nacional ha sido sustituida no por un orden democrático supranacional, sino por la tecnocracia de la Comisión y el Banco Central Europeo. La pérdida de soberanía ha generado un problema de “impotencia democrática”: los ciudadanos perciben que con independencia del ejercicio democrático, las políticas vienen determinadas por poderes no representativos, que no rinden cuentas ante la ciudadanía por sus decisiones.

La democracia nacional, de este modo, ha perdido la capacidad de conformar las decisiones colectivas a partir de las preferencias ciudadanas: aunque los gobiernos sigan siendo elegidos mediante votación popular, las políticas que ponen en práctica vienen determinadas por instancias no representativas.

La derecha conservadora y liberal se encuentra relativamente cómoda en este estado de cosas, que institucionaliza un orden neoliberal, muy alejado del famoso “modelo social” que nos prometieron en los años noventa del siglo pasado: en estas condiciones tan favorables, la derecha desdeña el debate sobre la soberanía.

Por su parte, la socialdemocracia, que se implicó a fondo en la construcción de la unión monetaria, se resiste a reconocer la existencia de un déficit de soberanía. De ahí la vehemencia con la que los socialdemócratas repudian cualquier alusión a la soberanía y el autogobierno democrático: tratan de quitarse el problema de encima acusando de “nacionalista” a quien cuestione el orden supranacional de la UE, asimilando la crítica al proyecto de integración europea a la xenofobia y el populismo.

Lo que la socialdemocracia no parece entender es que la demanda de soberanía se transforma en xenofobia y populismo precisamente porque la izquierda moderada no quiere hacerse cargo del problema real y objetivo de pérdida de poder democrático en las sociedades europeas. En una huida hacia adelante, la solución socialdemócrata a la Europa profundamente disfuncional en la que nos encontramos hoy pasa por reclamar “más Europa”, aun sabiendo que en el corto y medio plazo esa dosis adicional de “Europa” no va a venir, al menos en el sentido en que los socialdemócratas podrían desear.

Para superar su crisis de credibilidad, los partidos socialdemócratas deberían adoptar una posición crítica acerca de una unión monetaria que institucionaliza y blinda un modelo económico neoliberal y tecnocrático. Así se lo ha recordado, en un discurso memorable, Mark Blyth (el autor de Austeridad. Historia de una idea peligrosa) a los dirigentes de la socialdemocracia alemana (aquí en español, aquí en inglés). En ese modelo neoliberal tecnocrático, la soberanía y el auto-gobierno democrático no tienen cabida.

Deberíamos poder debatir sobre soberanía democrática sin que nos caiga el estigma de “nacionalismo reaccionario”, “populismo demagógico” o “euroescepticismo xenófobo”. Ceder soberanía no es intrínsecamente malo para un orden democrático bajo ciertas condiciones. Ahora bien, cercenar el principio de autogobierno en beneficio de instituciones tecnocráticas y reglas constitucionales que blindan una cierta política económica es una ofensa a la democracia.

Ahí está el origen de los problemas políticos que se dan en tantos países europeos actualmente. Los liberales y conservadores se sienten a gusto en este terreno, mientras que la socialdemocracia se resiste a reconocer que haya un déficit de soberanía. En estas condiciones, no puede sorprender que los extremismos ganen terreno.

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