Plaza Pública

Derribar la democracia por las armas: pura historia de España

Julián Casanova (Historiador)

El miedo a los militares estuvo muy presente en los primeros años de la transición desde la dictadura de Franco a la democracia. Antes de la guerra civil, el Ejército español contaba con una historia repleta de intervenciones en política y había ocupado tradicionalmente un lugar privilegiado dentro del Estado y de la sociedad. En la dictadura que salió de la guerra, el Ejército garantizó en todo momento su continuidad. Unido en torno a su Caudillo, apenas presentó fisuras, mantuvo inalterables sus postulados esenciales, el recuerdo permanente de la victoria.

Muerto Franco, la transición a la democracia se iba a enfrentar al pesado legado de la larga dictadura y el Ejército era quien iba a crear más dificultades, vigilante ante los cambios que pudieran poner en cuestión su pasado represivo y su posición privilegiada.

El malestar de un importante sector militar comenzó a manifestarse abiertamente desde la primavera de 1977, sobre todo a partir de la legalización del Partido Comunista. La campaña de propaganda de la prensa ultraderechista difundía en los cuarteles la imagen de un país desgarrado por las acciones terroristas, el separatismo, las vejaciones a la bandera y los símbolos patrióticos y la debilidad de un Gobierno que no hacía nada por evitar la caída por el precipicio del desorden. En las ceremonias castrenses, en las recepciones oficiales y en los funerales de los militares asesinados por ETA menudearon los actos de indisciplina, los insultos dirigidos hacia el Gobierno y las llamadas a la intervención militar.

La mayoría de esos actos de insubordinación quedaron impunes. La política benevolente del Gobierno hacia los militares ultras, en vez de conseguir apaciguar sus ánimos, no logró otra cosa que envalentonar a los más duros y decididos a dar un paso adelante para acabar con el proceso democrático. Entre las diferentes conspiraciones, la más conocida fue la Operación Galaxia, el nombre de la cafetería de Madrid donde planearon, en noviembre de 1978, el asalto al Palacio de La Moncloa y la detención de todo el Gobierno. Sus principales instigadores, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y el capitán de la Policía Armada Ricardo Sáenz de Inestrillas, fueron detenidos y condenados a penas muy leves, seis y siete meses de arresto, y nada se hizo por esclarecer la trama oculta del golpe y las unidades que estaban involucradas.

El golpista Tejero, en la tribuna del Congreso

Poca ayuda podía esperar el Gobierno, de todas formas, de unos servicios de inteligencia agrupados recientemente en el CESID pero todavía compuestos por el personal heredado del franquismo, más dispuesto a investigar a políticos de izquierda que a informar al Gobierno de los movimientos de los militares. El descontento de la cúpula del Ejército subió de tono durante 1979 por el desarrollo del proceso autonómico, la oleada de atentados de ETA y la presión antidemocrática de los sectores ultra. Alrededor de la División Acorazada Brunete se preparaba otra conspiración encabezada por el general Luis Torres Rojas. Su destitución en enero de 1980, cuando fue enviado a La Coruña, aumentó la indignación de los mandos militares más proclives a encabezar un movimiento golpista.

Los años 1979 y 1980, los de la promulgación del estatuto y las primeras elecciones al Parlamento Vasco, fueron los más sangrientos de toda la historia de ETA. En ese breve espacio de tiempo la escalada terrorista dejó una cuenta macabra de 167 asesinatos, entre ellos 21 militares de alta graduación, lo que contribuyó a exaltar los ánimos de los militares del búnker franquista y a que las voces aisladas de los más descontentos intentaran unirse alrededor de una conspiración golpista.

Por fin, lo que muchos temían y algunos habían jaleado desde los despachos de los cuarteles, el golpe de Estado, se produjo en las Cortes en la tarde del 23 de febrero de 1981. Según el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, “cuando eran aproximadamente las dieciocho horas y veinte minutos, tras escucharse en el pasillo algunos disparos y gritos de «¡Fuego, fuego!» y «¡Al suelo todo el mundo!» irrumpe en el hemiciclo un número elevado de gente armada y con uniforme de la Guardia Civil, que se sitúa en lugares estratégicos, amenaza por la fuerza a la Presidencia y, tras un altercado con el Vicepresidente Primero del Gobierno, teniente General Gutiérrez Mellado, conmina a todos a tirarse al suelo, sonando ráfagas de metralleta. Queda interrumpida la sesión”.

La sesión del Congreso de aquella tarde inolvidable no era un pleno ordinario. La entrada en el hemiciclo pistola en mano del teniente coronel Tejero, al mando de dos centenares de guardias civiles, impidió que se llevara a cabo la segunda votación de la propuesta de Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a la presidencia del Gobierno. Para sorpresa de la mayoría de los españoles y de algunos de sus ministros, el 27 de enero Suárez había presentado su dimisión al rey, que no intentó disuadirle. En la situación de parálisis política y crisis de liderazgo que motivó su abandono influyeron el malestar creciente de la opinión pública por el deterioro económico, pero el factor determinante fue la división interna de la UCD, donde era difícil separar las disputas ideológicas de los enfrentamientos personales.

La crisis interna del partido del Gobierno y la dimisión de Suárez dieron el último empujón a los mandos militares que sondeaban las posibilidades de éxito de un golpe de Estado. La irrupción en el Congreso de Tejero era parte de una trama dirigida por el general Alfonso Armada, segundo jefe del Estado Mayor, con la colaboración decidida de Milans del Bosch, al frente de la capitanía general de Valencia. El plan de los golpistas preveía la marcha sobre Madrid de los vehículos blindados de la División Acorazada Brunete, el concurso posterior de los capitanes generales al mando de las diferentes regiones militares y la intervención final de Armada, antiguo secretario general de la Casa del Rey, para actuar en nombre de la Corona y encabezar un Gobierno de salvación nacional. Un golpe monárquico contra la democracia.

Juan Carlos I se negó a recibir a Armada en el Palacio de la Zarzuela y comenzó a telefonear a los capitanes generales de las once regiones militares para que no siguieran el ejemplo de Milans del Bosch, que había declarado el Estado de Guerra en Valencia sacando los tanques a la calle. La actitud de la mayoría de ellos, de ideología franquista y claramente hostiles al régimen constitucional, se movió entre la duda y la ambigüedad. Los pocos que manifestaron su voluntad inequívoca de mantenerse al lado de la legalidad lo hicieron más por su sentido de obediencia al rey, el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, que por sus convicciones democráticas. Tejero quedó aislado en el Congreso y después de largas horas de confusión e incertidumbre, a la una y veinte minutos de la madrugada del 24 de febrero, los televisores de toda España reprodujeron el mensaje grabado del rey: “He ordenado a las autoridades civiles y a la Junta de Jefes de Estado Mayor que tomen todas las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente”. El golpe de Estado había fracasado.

Fue el último intento de derribar un régimen democrático por la fuerza de las armas. Las manifestaciones multitudinarias que se celebraron en toda España el 27 de febrero, con varios millones de ciudadanos ocupando las calles, reforzaron la democracia y la Constitución. Pero costó conseguir la supremacía del poder civil frente a la larga tradición histórica de intervencionismo militar, ver la luz de la libertad frente al autoritarismo. _________________

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, autor, junto a Carlos Gil Andrés, de 'Historia de España en el siglo XX' (Ariel).

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