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Desde la tramoya

Debates: elegir pareja de baile

Demos por aceptado que los debates presidenciales son buenos para la democracia. En realidad, se trata de espectáculos televisados en los que no domina necesariamente el más solvente, sino que suele hacerlo el más habilidoso; de representaciones muy preparadas en las que la estrategia prima sobre la naturalidad; de shows en los que juegan un papel fundamental elementos – como la telegenia, la rapidez, el estilo – que no necesariamente tienen que ver con la buena gestión del país. Por lo demás, los debates en sí mismos influyen muy poco en el resultado electoral y si lo hacen es más bien por anécdotas casi siempre irrelevantes y no por la sustancia de los argumentos que esgrimen los candidatos.

Dicho eso, bienvenidos sean. En España ya no podemos imaginar unas elecciones generales sin debates, un mérito que debemos atribuirle a Zapatero, que en 2008 aceptó debatir con Rajoy sin tener motivos estratégicos para hacerlo, sentando un precedente que luego Rajoy no pudo obviar con Rubalcaba, y que probablemente ya nadie ose saltarse.

Pero alguien tiene que decidir cuántos debates y en qué condiciones. En Estados Unidos, referente mundial, no hay ley que obligue a los candidatos a debatir, pero sí una tradición inexcusable desde 1976, marcada hoy por la Comisión de Debates Presidenciales, una organización neutral y sin ánimo de lucro que garantiza su realización, formada por periodistas y expertos de otras áreas. Aquí en España algo parecido quiso hacer la Academia de la Televisión, pero no ha logrado concitar el consenso ni las ganas como para ejercer ese papel crucial. Sucede entonces que son los partidos y los medios quienes deciden qué hacen y cómo, generando siempre un ruido previo marcado por las estrategias y las tácticas y los intereses de cada cual.

Pues bien, parece que en esta extraña campaña electoral en la que ya estamos informalmente, los partidos no tienen muchas ganas de debatir. O al menos no tantas como parecían tener en diciembre. ¿Cuáles son los intereses de cada cual, y por qué?

Mariano Rajoy

habría querido debatir con Pablo Iglesias en un cara a cara, si eso no requiriera el esfuerzo de prepararse para la actuación. El propio Rajoy dijo recientemente a Pepa Bueno aquello de que “a nadie le apetecen los debates”. Es obvio que no se refería a los medios ni a la audiencia, que seguirían con deleite un debate entre el señor serio barbado y el agresivo revolucionario de la coleta. Damos por hecho que Rajoy se refería al penoso hecho de tener que encerrarse con los asesores durante dos, tres o cuatro largas sesiones de preparación. Pero el miércoles pasado el propio Pablo Casado, del PP, rechazando la oferta del PSOE para un cara a cara, dejó claro cuál sería el interés del PP si Rajoy no fuera perezoso para debatir. En caso de que Rajoy aceptara un cara a cara, dijo, “habría que preguntarse entre quienes sería”, puesto que hay “dos fuerzas que las encuestas reflejan con mayor importancia de cara a los comicios". Se refería, claro, al PP y a Podemos.

Pedro Sánchez habría querido debatir con Mariano Rajoy, por supuesto. Aunque mucha gente simpatiza con Podemos, la gente no imagina a Pablo Iglesias presidiendo el Consejo de Ministros, ni recibiendo a los líderes mundiales en las escaleras del palacete correspondiente de Moncloa. El PSOE defiende, y es muy verosímil, que a día de hoy sólo hay dos presidentes posibles: Mariano Rajoy o Pedro Sánchez. Un debate entre los dos grabaría esa decisión en la mente de los votantes. Pero en España dos no debaten si uno no quiere y Rajoy prefiere ningunear al socialista, porque contra Iglesias vive mucho mejor.

Albert Rivera no tiene inconveniente, y así ha quedado acordado, en repetir la curiosa experiencia con Jordi Évole, que tan buen resultado le dio. No era un debate propiamente dicho, puesto que fue emitido en diferido previo corte y edición. Pero Iglesias estuvo claramente torpe y poco afortunado, frente a un Rivera mucho más locuaz y dominante. El baile les fue bien a ambos, sin embargo, por aquello del contraste de la “nueva política” frente a “la vieja”. Por lo demás, Rivera se cuidará mucho en sus debates de no aparecer como el árbitro en una partida ajena. Como ya hemos dicho aquí a propósito de otros asuntos, “nadie compra camisetas del árbitro”. La afición prefiere comprar las de los equipos que compiten entre sí, y a nadie le emociona, por muy buena que sea, la actuación del colegiado.

De manera que, si no hay sorpresas, nos limitaremos a ver un debate con los cuatro candidatos. Más aburrido que los vibrantes duelos, pero representativo de la nueva realidad de la política española. O al menos eso es lo que se dice.

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