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Trump y la carga del hombre blanco

Me sorprende que haya gente sorprendida porque Donald Trump esté comenzando a aplicar el programa que le ha permitido conquistar la Casa Blanca. En general, la ultraderecha es mucho más cumplidora de sus promesas electorales que, digamos, el centroizquierda; Adolf Hitler no dudó en llevar a Alemania y buena parte del resto de la humanidad a un colosal desastre en su intento de materializar lo que había escrito en Mein Kampf. Y en el caso concreto de Trump, el multimillonario estadounidense ha demostrado a lo largo de su vida que dice lo que piensa, piensa lo que dice y no ceja en su empeño en convertirlo en realidad; ese ha sido, precisamente, uno de sus puntos fuertes en la batalla con Hillary Clinton.

¿De veras nos extraña que Trump confirme que es nacionalista, machista y racista? No ha nombrado a ningún hispano en su gabinete ministerial y ha cerrado sin tardanza la versión en castellano de la página web de la Casa Blanca. Resulta coherente con su visión de Estados Unidos y el mundo. Trump quiere resucitar, urbi et orbi, el imperio del varón blanco, anglosajón y protestante. Si de él dependiera, la lengua de Shakespeare sería oficialmente la única usada en Estados Unidos. Aún no lo es porque los Padres Fundadores no lo quisieron así, pensaban que la ciudadanía debía tener la libertad de hablar en cada momento de su historia el idioma –o los idiomas– que buenamente le apeteciera.

En lo internacional, Trump es transparente cuando proclama que Estados Unidos debe gobernar el planeta y debe hacerlo cogido de la mano de sus parientes británicos. La alianza entre Uncle Sam y John Bull es su primer objetivo estratégico y está al alcance. El Reino Unido quiere salir de Europa (Brexit) y qué mejor pareja que su hijo trasatlántico puede encontrar para reacomodarse en este valle de lágrimas.

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El 10 de febrero de 1899, el escritor Ruyard Kipling publicó en The New York Sun un poema llamado La carga del hombre blanco (The White Man's Burden). Lo había pensado para celebrar las bodas de diamantes en el trono imperial británico de la reina Victoria, pero la guerra hispano-americana le hizo cambiar de destinatario. Kipling dedicó el poema a animar a Estados Unidos a asumir sin complejos el control colonial de las Islas Filipinas, que acababa de arrebatar al decadente reino de España. Como sus parientes británicos, los norteamericanos debían comprender que la carga que Dios ha impuesto al hombre blanco consiste en tutelar a las gentes de pieles más oscuras e ir llevándolas por el camino de la civilización cristiana y occidental. Aunque sea arrastrándolas por las orejas.

La carga del hombre blanco es una de las manifestaciones literarias más conspicuas del imperialismo anglosajón. Lo que predicaba Kipling es que Uncle Sam y John Bull están predestinados para regir a la humanidad. En esta noble tarea los primeros en ayudarle han de ser sus parientes de lengua inglesa (australianos, canadienses, neozelandeses) y los segundos, otros pueblos genuinamente blancos como los germanos y los eslavos. Por debajo deben quedar los latinos, los indios, los negros, los amarillos, los eternos menores de edad.

Trump se ha formado en la primera versión estadounidense del mensaje de Kipling, la expresada por la teoría del Destino Manifiesto. Por ahí va a caminar: eje Washington-Londres, buenas relaciones con Alemania y Rusia, desprecio a los latinos, peligrosa hostilidad hacia China. Con el plus del hallazgo de los últimos lustros: la alianza milenarista de los anglosajones evangélicos con los ultras de Israel. Vienen curvas, hay que agarrarse bien.

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