A la carga

La cerrazón de las élites socialistas

Cuando una organización se ve amenazada, suele cerrarse en banda. Es como la tortuga que se esconde dentro de su caparazón.

Desde que se rompió la conexión entre el Gobierno de Zapatero y buena parte de su electorado en 2010, el aparato del PSOE, en mi opinión, no ha sido capaz de ofrecer un diagnóstico mínimamente riguroso de los problemas que aquejan a su partido. De hecho, el establishment socialista ha entrado en una fase de “negacionismo”establishment , de pérdida incluso del principio de realidad; cualquier disenso lo ha entendido como muestra de deslealtad o, incluso peor, de “podemización”.

El mayor error ha sido suponer que la pérdida de apoyo ciudadano se debe a un problema de liderazgo y no a un problema de credibilidad en las propuestas. Los esfuerzos del aparato han consistido en buscar un líder atractivo, como si eso fuera suficiente para recuperar la credibilidad perdida.

Con este error de partida, cabe además argumentar que todas las decisiones orgánicas que ha tomado el partido desde 2010 han sido equivocadas y solo han servido para agravar la crisis interna. Cuando había una demanda imparable de mayor democracia y control ciudadano, el PSOE, mediante una operación marrullera, suspendió las primarias en la primavera de 2011 y presentó por aclamación a un candidato que, por mucha inteligencia y méritos que atesorara, era claramente inadecuado para hacer frente a los nuevos tiempos y las nuevas exigencias, Alfredo Pérez Rubalcaba. Al año siguiente se hizo un congreso con delegados y el aparato consiguió frenar el cambio y derrotar las aspiraciones de la hoy añorada Carme Chacón. Rubalcaba hizo una oposición blanda al PP y no entendió las transformaciones que se estaban produciendo en la sociedad española.

El aparato, por razones que a mí me resultan inescrutables, puso entonces todas sus esperanzas en Susana Díaz. Desde ese momento, el partido se supeditó a los planes de la secretaria general andaluza. Como a esta no le convenía dar el salto a la política nacional, el aparato buscó a un candidato de conveniencia que impidiera la victoria de Eduardo Madina en la elección de secretario general de 2014. Consiguieron temporalmente sus objetivos con Pedro Sánchez, un candidato al que sus promotores quisieron darle condición de interino (queda para la historia la frase lapidaria de Díaz sobre Sánchez, “no vale, pero nos vale”). Era un operación imposible y mal diseñada, pues Sánchez, una vez en la Secretaría General, quiso emanciparse de las condiciones que le habían impuesto.

Sin respeto alguno al resultado de la elección de Sánchez por la militancia, las élites del partido comenzaron a moverle la silla a Sánchez en cuanto este anunció que deseaba ser el candidato a presidir el gobierno. Se fue gestando un enfrentamiento irreversible entre Diaz y Sánchez que, como muestra Jesús Maraña detalladamente en su reciente libro Al fondo a la izquierda, tuvo consecuencias tremendas no solo para el PSOE, sino también para la política española, pues el partido se colocó en una posición imposible cuando el Comité Federal marcó unas líneas rojas en diciembre de 2015 que impedían explorar la formación de un gobierno de izquierdas y rechazaban cualquier entendimiento con el PP, lo que no dejaba más opciones que nuevas elecciones. El Comité Federal no se atrevió a apostar por la abstención, esperando que a Sánchez no le quedara más remedio que asumir él personalmente el coste de dejar gobernar a Rajoy.

Sánchez, sin embargo, se resistió hasta el último momento, abanderando el ya célebre “no es no”, lo que obligó al aparato del partido a tomar una medida extrema y drástica, una conspiración palaciega torpemente ejecutada que transformó la vida interna del partido en un espectáculo circense. En octubre pasado escribí un artículo muy duro argumentando que, al actuar así, las élites del PSOE demostraban definitivamente que no entendían al electorado progresista y se situaban fuera del momento histórico que estaba atravesando España.

En la parte baja del ciclo de movilización

Las encuestas constataron que el electorado socialista, no solo la militancia, prefería a Sánchez que a Díaz, por amplio margen. La primera de ellas, la de la empresa My Word para la Cadena Ser, mostraba bien a las claras que Sánchez era el candidato mejor valorado entre los votantes del PSOE (en este sentido, es evidente que Sánchez no es Corbyn, un líder bien valorado por la militancia y mal por los votantes). Luego vinieron otras encuestas en la misma línea, pero no se les quiso hacer caso.

El batacazo que se ha dado el aparato del partido es de tal magnitud que ya no le queda más remedio que admitir sus errores de interpretación de la realidad política. Que Susana Díaz, con el apoyo de los barones territoriales, los ex secretarios generales del PSOE, los cuadros medios del partido, una gestora diseñada a su medida y la prensa en papel toda, no haya llegado a un 40% de apoyos en la militancia es prueba irrefutable de que los lazos de confianza entre la militancia y la dirigencia han saltado por los aires.

La campaña vacua de Díaz, su exceso de seguridad, y su empeño en reivindicar glorias pasadas sin ofrecer nada más que una voluntarista recuperación electoral del partido, solo ha servido para agrandar la figura de Sánchez, un político que ha dado llamativos bandazos en el pasado pero que ha encontrado su legitimidad en la resistencia tenaz a las decisiones de un aparato zombi. El hecho de haber salido elegido con todas las estructuras del partido en contra es, irónicamente, lo que puede devolver la credibilidad al PSOE.

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