Desde la tramoya

Soy un manipulador

El lenguaje es como la plastilina: puedes moldearlo para construir casi cualquier cosa. Un miembro de ETA puede ser “pistolero”, “terrorista”, “asesino”, “activista” o “gudari” (un soldado en euskera). Esos operadores que vemos negociando en las bolsas del mundo pueden ser descritos como “especuladores” (especular: efectuar operaciones comerciales o financieras con la esperanza de obtener beneficios aprovechando las variaciones de los precios o de los cambios) o como un “mercado”. Tu propia pareja puede pasar en un día de ser “mi amor” a ser “esa señora, ese señor”. Los presidiarios se sienten mejor si se les llama “internos” en lugar de “presos”. Cataluña (o Catalunya) puede ser “región”, “comunidad autónoma”, “país” o “nación”.

Como el lenguaje no es nada inocente y las palabras emiten constantemente destellos morales, es muy importante eso que llamamos la “corrección política”. A lo largo de los años hemos desterrado un concepto discriminatorio y hoy moralmente despreciable, como “subnormal” (que antes sin embargo era ampliamente aceptado por los especialistas y usado en los libros de texto en la materia) y lo hemos sustituido por “persona con discapacidad intelectual”, o incluso, últimamente, por “persona con capacidades especiales”.

Quienes tienen el poder de utilizar el lenguaje en la sociedad (los líderes de opinión, los expertos en cada área, los políticos, los periodistas, los profesores, los especialistas en comunicación como este servidor…) tienen necesariamente – sí, necesariamente – que manipular el lenguaje. Eligen unas palabras y desprecian otras. Seleccionan un determinado marco para explicar lo que sucede. Componen relatos verosímiles (y seguramente tan veraces como cualquier otro relato alternativo) sobre el pasado, el presente y el futuro de sus sociedades. No hay opción, tienes que elegir. Debes decidir si a tu ex la llamas “esa señora” o la mencionas por su nombre. Si además, la materia prima de tu trabajo es el lenguaje, entonces la elección es, además, consciente y estratégica, profesional. Pasas de ser el manipulador que todos llevamos dentro, al profesional de la manipulación. Como una cocinera sabe manipular los ingredientes para crear un plato suculento, o un publicitario sabe manipular los eslóganes y las imágenes más seductoras, un profesional de la comunicación política es un manipulador de palabras.

Viene esto a cuento porque acaba de presentarse un excelente documental llamado Clase valiente, en el que el joven Víctor Alfonso Berbel y sus colegas, unos audaces estudiantes, reflexionan, con una decena de testimonios de especialistas, sobre el poder de las palabras en la construcción social de la realidad política. Sobre los límites en el uso de las palabras. Sobre la verdad, la mentira y la manipulación.

Claro que el hecho de que yo me confiese un manipulador no significa que renuncie a la verdad. Hay mentiras blancas o piadosas (“hija mía, tú puedes ser lo que quieras en la vida”, “eres el hombre más guapo del mundo”, “perdona, había mucho atasco”…), y embustes negros e inaceptables (“no subiré los impuestos”, “yo no sabía nada de lo que hacían a mi alrededor”…). Y hemos inventado incluso una palabra – “posverdad” – para referirnos a lo que no es más que sencilla y llanamente mentira. La ciencia nos dice que la mayoría de los seres humanos mienten de manera constante desde que son bebés. El niño ya sabe a los seis meses simular el llanto para llamar la atención, y en una conversación normal, seis de cada diez interlocutores mienten ya en los primeros diez minutos un par de veces. La película estadounidense Increíble, pero falso, de 2009, es una interesante comedia sobre esa realidad. En ella todo el mundo dice la verdad todo el rato. No existe el concepto de mentira. Hasta que uno sólo de los ciudadanos descubre que puede mentir…

Pero no: ni el documental Clase valiente ni yo mismo aquí estamos hablando de mentir. Hablamos de la manipulación en el sentido literal y no peyorativo del término. La necesaria selección de las palabras que utilizamos para definir la realidad. Por supuesto, en mi tarjeta de visita yo no pongo “manipulador”, sino “consultor de comunicación”. Pero lo confieso: soy un manipulador.

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