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Crisis económica

Mali, capital Toledo

Kamady Sisoko

Creí que iba a morir sin ver a un negro”, exclamó un viejo de Recas al cruzarse con el primer inmigrante de color. Nadie recuerda el nombre del africano ni la fecha del gran acontecimiento: hace 20, 30, 35 años... Entonces ser negro era exótico. En la huerta requeña, en la comarca toledana del Sagra, trabajaban gitanos y marroquíes. Eran tiempos de bonanza y optimismo: la construcción desplazó a la lechuga y la cebolla y los españoles dejaron los empleos más duros a los inmigrantes. Hoy, casi sin tierra que labrar, hundidos en una crisis que devora empleos, amabilidades y valores, ser negro ha dejado de ser una rareza para convertirse en un problema. De los 4.610 habitantes censados en Recas, 1.481 son foráneos (el 32%); 653 proceden de Mali. Se trata de la mayor concentración de malienses en España.

Cuando en los días claros el sol transita por el mediodía, la plaza de España de Recas se puebla de varones ociosos. No tienen empleo ni subsidio ni energía para el paseo. El billete de vuelta a la pobreza cuesta 300 euros y con la guerra de Francia contra los islamistas partidarios de Al Qaeda, España es su única opción. En los corrillos se comentan las noticias de Bamako, Gao y Tombuctú, o el último partido de fútbol, su pasión. Aunque el alcalde, José López, sostiene que “no hay conflictos con los extranjeros”, la plaza de España es un escaparate de realidad: marroquíes, por un lado; españoles y malienses por otro: tres mundos paralelos; apenas se rozan, solo conviven, se toleran.

Los inmigrantes de Mali no entran en el bar Sol; prefieren Los Ángeles, donde trabaja Eli Humanes, la novia de Moussa. En él, los jubilados hacen estallar las fichas de dominó y los negros se sumergen en el Marca ajenos al ruido. “Aquí les tratamos bien, sobre todo cuando estoy yo”. Humanes asegura que hay racismo en el pueblo; ella lo padece por tener novio africano. “En mi casa es un tema tabú. Mi padre no quiere hablar de él aunque Moussa y yo llevamos nueve años juntos y nos gustaría casarnos. He viajado a Mali y conocido a su familia. No les molesta que yo sea blanca y no musulmana. Aunque no entiendo su idioma, me doy cuenta por sus gestos. Aquí todo el pueblo sabe que salgo con Moussa. A veces me dicen: 'Es una vergüenza que estés con un negro, ¿es que no hay españoles aquí?”.

Korotoum Diakite fue la primera maliense en pisar Recas hace 21 años. Seguía a su marido, Adama Colubaly, ahora en paro. “Cuando llegué solo había siete u ocho [subsaharianos] y mucho trabajo”. De sus cinco hijos cuatro han nacido en Toledo: Bintu (llegó con cinco años; ahora tiene 25 ), Moussokura (19), Nieba (16), Chifolo (14) y Kani (seis). Su casa huele a África, a comida especiada y toó (pasta de maíz); también huele a tristeza y desarraigo. Una televisión enorme preside el salón. Escupe el sonido de una cadena francesa que informa de los movimientos de las tropas extranjeras en Mali, tierra rica en uranio, pobres e islamistas radicales. “Aquí todos estamos a favor de la intervención”, dice. Ella está empleada en el matadero del Grupo Sada en la vecina Lominchar. Rellena bandejas de aves troceadas ocho horas al día cinco días por semana. Le pagan 9,60 euros la hora. Está contenta, pero sueña con regresar a su país.

Lassina tiene 40 años y lleva dos sin trabajo. Era camionero. Escucha la conversación dejándose mecer en una silla del salón. “Lo que hacen los islamistas no es de buenos musulmanes. No existe la Sharia sin juicio. Hay cosas que están escritas y que nadie sigue. Sucede también en España”, dice. Cuando viajó a Mali de vacaciones en 2009 tuvo que pagar el visado porque es español. “Le enseñé el pasaporte al policía de fronteras y me preguntó por qué lo tenía si había nacido allí. Después me preguntó qué tal me iba y si era fácil la vida en España”.

El 90% de la población de Mali es musulmana, pero los que dirigen la mezquita de Recas son marroquíes. No hay alminar ni pomposidades; se trata de un local modesto al que se asciende por una escalera repleta de zapatos desordenados. Es lo único que tienen después de que la alcaldía no diera permiso para construir una mezquita de verdad. El cuidador del templo a falta de imán se llama Ziad Tayed. A sus 64 años parece un hombre cansado dentro de una chilaba gastada. “No viene mucha gente porque no damos regalos. Cuarenta o cincuenta los viernes. La mayoría son marroquíes. Los de Mali deben de rezar en sus casas”.

La mezquita no puede ayudar a sus fieles porque son los creyentes los que ayudan al pago de los 220 euros mensuales de alquiler, además de la luz y el agua. Lo cuenta Alami Azouz, que regenta la tienda situada debajo de la mezquita. Presume de ser socio del Real Madrid desde 1996. Vende pan, pasta, latas y lo más importante: tarjetas de teléfono. Una cabina de Western Union para enviar dinero preside la entrada. “Todos los que pueden mandan dinero. Es una obligación social: sostener a la familia”. Alami lleva 24 años en Recas, lejos de su Tánger natal. Dice que la crisis afecta a todos y que ahora apenas vende tarjetas, entre 50 y 100 euros al día.

Kamady Sisoko es uno de los hombres que aprovechan el sol de invierno en la plaza de España. Tiene 50 años y la cara marcada por unos cortes verticales. Son parte de los ritos de iniciación. No tiene trabajo. Como la mayoría de los varones sueña con regresar a la tierra donde viven sus tres hijos. “Somos africanos, nos ayudamos entre nosotros”, responde a la pregunta de cómo puede vivir sin empleo ni subsidio. A su lado, Mamadou, de 28 años, apenas sonríe. Mira desde otro mundo, preñado de una saudade africana que parece dominar el aire de Recas. Es de Costa de Marfil. Trabajaba en la recogida de lechugas; ahora no tiene nada. Se peina como un rasta y es fuerte, una roca. Juega al fútbol en Preferente en un equipo de la provincia. “Soy defensa derecho y no soy leñero. Me gusta el Real Madrid”. Es uno de los pocos que ha saltado barreras: su novia es española.

La tasa de desempleo alcanza el 22% en este pueblo toledano, una cifra elevada en un lugar que siempre presumió de horticultura y abundancia. Hay muchas familias sin ingresos, jubilados con la pensión cercenada e inmigrantes sin papeles.

Emilio Sánchez es el párroco. Cuando llegó hace 20 años procedente de un pueblo de Extremadura ya había inmigrantes de color. Dirige un grupo de Cáritas que recibe ayudas del Banco de Alimentos y donaciones privadas que distribuye entre los más necesitados. Parece sobrepasado por las circunstancias. Ha intentado acercamientos con la mezquita. Tampoco ha logrado coordinarse con el Ayuntamiento. Se queja de duplicidades.

La Iglesia tiene censadas a 381 familias necesitadas, de las cuales 120 son de Mali. “Los españoles no quieren venir al reparto. Les avergüenza que les vean los demás vecinos. Les digo que pueden recoger las ayudas de forma discreta o se las llevo yo”. “Les pedimos el DNI, el pasaporte, el justificante de paro antes de incluirles en la lista”, asegura el sacerdote. “Pero los de Mali son muy listos: se turna toda la familia para recoger varias ayudas. Tuvimos que cambiar el día de reparto porque coincidía con las libranzas del matadero y venían en tropel”.

Aquí tenemos dificultades todos

En un parque juegan a la petanca seis jubilados. En cada pareja uno es especialista en alejar las bolas de los contrarios y otro en intentar ganar la partida. Acadio, que lleva una gorra con los colores de España, es el mejor: casi siempre consigue ganar la ronda. Su mujer Florencia, de 72 años, le observa junto al quiosco de helados que regentó durante 15 años. “¿Qué pasa? ¿No os interesan los españoles, solo los de Mali?”, espeta al periodista con una media sonrisa. “Porque aquí tenemos dificultades todos. Los españoles dejaron los trabajos más duros hace años y ahora que quieren volver a ellos están los de Mali que no los sueltan. ¿Cómo se los van a quitar si llevan 10, 15 o 20 años trabajando en el mismo sitio?”.

Acadio repite una frase que se escucha a menudo en Recas: “Los negros son buenos trabajadores y buena gente; no dan problemas. Los que son un poco más complicados son los marroquíes”. Florencia es menos comprensiva: “Los de Mali se meten en un piso y realquilan las habitaciones, incluso cobran por los colchones en el suelo. Sacan dinero por todo y encima las ayudas son para ellos”.

El alcalde José López es del PSOE, una anoMalia en un pueblo con calles que resuenan a dictadura: Camilo Alonso, José Antonio. “No hay problemas con los inmigrantes. Tenemos más robos debido a la crisis, como sucede en otros pueblos, y algún incidente aislado, pero ellos no están metidos”, asegura. “No sé cuándo apareció el primer inmigrante de color. Antes llegaron los marroquíes atraídos por la huerta (…) Recas es un nombre de origen árabe fácil de pronunciar. Quizá el primero se enteró de nuestra existencia al cruzar Marruecos. Aquí siempre les hemos tratado bien. Por eso nos han elegido para vivir. Algunos trabajan en otros pueblos o se van de temporeros al sur, pero regresan aquí para dormir”.

Los malienses muertos vuelven a su tierra, a su pueblo, no se entierran en tierra extranjera. “Hasta ahora hemos tenido dos fallecimientos. En el último se realizó una colecta entre la comunidad. Participó el Grupo Sada, el Ayuntamiento y algunos vecinos. Creo que se recaudaron unos 3.700 euros”, dice López.

El centro de salud es moderno; un gran ventanal lo inunda de luz. En el banquillo de espera aguarda Korotoum, a punto de viajar de vacaciones a Mali. “Tengo que comprar medicinas que no hay en Bamako. Aún no nos cobran por ellas pero he escuchado en la televisión que van a obligarnos a pagar”. A su lado está Batoma Niumu, de 33 años con un pañuelo oscuro que enmarca su rostro. No es lo frecuente en Recas. Lleva en brazos a Aisha, su hija pequeña. Batoma estudió en Noruega y vive en Recas, pero sin trabajo ni esperanza de tenerlo ha decidido regresar a casa. La guerra y la inestabilidad le han obligado a aplazar sus planes.

Álvaro y Carmen son médicos; se quejan de la escasez de medios. “Somos dos para atender a más de 4.600 habitantes (…) Además de las enfermedades corrientes tenemos malaria y hepatitis B. Los casos de sida, que los hay, se tratan en Toledo (…) No hemos encontrado casos de ablación”, asegura la doctora.

Mali tiene junto a la vecina Burkina Faso una de las tasas de ablación más elevadas de África Occidental: la padecen cerca del 85% de las niñas. Esta tradición afecta a cerca de 140 millones de mujeres en todo el mundo. En España, la ablación es un delito.

Cerca del centro de salud pasean Manuela y María Jesús, dos cuidadoras de ayuda a domicilio. Se encargan de asear y empujar las sillas de ruedas de Petra Visitación, que cumplió los 93 años, y Marisa, de 40 años. “A malos tiempos, buena cara. Cada día nos encontramos con un nuevo recorte”, exclama Manuela. Petra escucha atenta y exclama que el Gobierno quiere quitar “la ley de independencia”. La ocurrencia provoca risas en el grupo. “No va tan descaminada”, añade Manuela.

Marisa cuenta que se cayó de un segundo piso en una Nochevieja y se lesionó la médula. No da detalles de cómo ocurrió el accidente, aunque por lo que cuentan las cuidadoras es un caso de malos tratos en el que el ex marido salió bien librado del juicio. “Estuve un año en rehabilitación en Toledo, en el centro de parapléjicos. Me dieron el alta porque ya no podían hacer nada más por mí”, dice Marisa. Su cuidadora está convencida de que tiene margen de mejora aunque no vuelva a caminar.

Korotoum prepara sus vacaciones en Mali. Parece contenta aunque no es muy expresiva. Anda de un lado a otro de la casa perseguida por Kani, la hija pequeña. Está preocupada porque su marido no encuentra trabajo y la casa les cuesta 600 euros al mes de hipoteca. “Si perdiera mi empleo en el matadero no podríamos pagar; nos quedaríamos sin nada”. Su español es bueno pero arrastra un acento extranjero casi tanto como el que tiene Moussokura, su segunda hija, cuando habla malinka.

La comarca del Sagra arrastra fama de conflictiva entre el profesorado. El instituto Arcipreste de Canales, de Recas, no es una excepción. “No es que los niños sean difíciles, es que hay mucho desnivel educativo y los medios escasean. Llegan chicos de Mali que no hablan castellano. La barrera idiomática es un problema grave”, asegura Rebeca Arquero. En el recreo se repite la escena de la plaza de España con los alumnos de bachillerato: los de color, a un lado; los blancos, a otro. Apenas hay mezcla. Les separa un abismo cultural, idiomático.

Moussokura ya terminó el instituto. No lo recuerda con cariño, habla de racismo. “La mayoría de los niños no se juntaban conmigo, me dejaban sola”. Su hermano Chefolo, de 14 años, no tiene esos problemas. Se pasa la tarde delante del ordenador jugando a una especie de futbolín de chapas en una conexión a Internet extremadamente lenta o en su habitación imaginándose boxeador. A Chefolo le gusta ir a casa de Laura, su mejor amiga del colegio. Laura es blanca como su madre, Rosa Pascual. “Es muy majo. Siempre quiere bocadillos de jamón serrano y cuando le digo que se lo voy a decir a su madre, se ríe y me pide que no se lo diga”. Rosa cree que los más jóvenes, como Chefolo y Laura, no se fijan en el color de la piel. Viven la realidad de otra forma, más natural. No siempre el racismo procede de los blancos de Recas. A Korotoum no le gusta que su hija mayor, Bintu, viva con Jesús, un español. La echó de casa y habla de ella como si ya no fuera de la familia.

Bintu y Eli Humanes, la novia de Moussa que trabaja en el bar Los Ángeles, donde los jubilados hacen estallar las fichas de dominó y los negros se sumergen en el Marca ajenos al ruido, son pioneras y víctimas de un problema universal que atraviesa fronteras y afecta a credos y razas: la falta de tolerancia con el diferente, con el Otro. El fondo es solo ignorancia. Y miedo.

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