Análisis

Cristina de Borbón y el nudo gordiano de la imputación

La infanta Cristina de Borbón.

El estallido público del caso Urdangarin caso Urdangarinrompió en noviembre de 2011 el compacto tabú que durante tres décadas había protegido a la Casa Real no solo de críticas sino de informaciones demasiado informativas. Una vez resquebrajado el blindaje y a medida que avanzaban las investigaciones, la incredulidad inicial –“Este se va de rositas, ¿no?”, y era una certeza disfrazada de pregunta- dio paso a un filo de esperanza cuyo diámetro ensanchó por días. La esperanza de que, tal vez sí, la Justicia podía ser igual para todos. Sobre todo, con un juez como José Castro y un fiscal Anticorrupción como Pedro Horrach, ascendidos por la ciudadanía a la categoría de héroes.

Año y medio después, la pregunta vuelve a ser la misma que en el otoño de 2011 pero el sujeto de la oración es otro. Amortizado social y casi judicialmente con el horizonte de un juicio que se da por inevitable, el yerno del rey ha cedido a su esposa el protagonismo de aquel interrogante inicial. A falta de datos científicos que corroboren qué porcentaje de la población cree en la inocencia de la infanta y cuál en su culpa, la cuestión ni siquiera es hoy esa. Lo importante, tanto si hay indicios de delito como si la razón está al completo del bando del fiscal, estriba en que otra certeza, la de que Cristina de Borbón se irá de rositas por ser quien es, ha caído a plomo sobre la opinión pública. Y no por las diferencias de criterio entre el juez y el fiscal sino, sobre todo, por la atropellada entrada en escena de la Casa Real. Sin tapujos.

Que, el mismo día en que el juez imputó a la infanta, los portavoces autorizados de Zarzuela se apresuraran a expresar su apoyo al recurso del fiscal Pedro Horrach contra el auto de imputación solo puede interpretarse a la luz de dos hipótesis: o los asesores del monarca manejaron la situación con extrema torpeza o deliberadamente quisieron lanzar un mensaje inequívoco. Que el rey había decidido eliminar la distancia de seguridad mantenida respecto del caso hasta esa fecha y romper el principio de neutralidad oficial que había presidido su actuación desde el ya célebre discurso de la Nochebuena de 2011. Si la justicia es igual para todos, el alineamiento de la Corona con el fiscal –a quien, por cierto, no hace ningún favor– contribuye de manera formidable a afianzar la idea contraria: que Urdangarin puede bajar la rampa de los juzgados de Palma; no así la hija del rey, pese a que ningún aforamiento oficial ni escudo de inmunidad legal le asiste.

Si esa inopinada intervención de la Casa Real bastaba para dar por buena la tesis de que, diga lo que diga la ley, ningún juez podrá nunca imputar a un miembro de la Familia Real, dos días después las cosas empeoraron. Que Miquel Roca, padre de la Constitución y reputado jurista no especializado en el campo penal, hubiese aceptado la defensa de la infanta apenas suscita debate. Que eligiera como penalista al abogado de un bufete que defendió a Félix Millet, el del Palau, y a UDC en el caso Pallerols –financiación ilegal– tampoco es un dato abocado a copar titulares a toda plana. La clave, de nuevo, residía en La Zarzuela: porque quienes divulgaron la noticia se ocuparon de apostillar que era el propio rey quien había buscado a Roca. Decir, en un momento en que el debate de la abdicación ocupa espacio informativo casi a diario, que el rey estaba uniendo su destino al de su hija resultaría exagerado. Pero lo importante de nuevo es que, pretenda o no unirlo, eso es lo que parece.

En un caso de las características de este, las apariencias cuentan casi lo mismo que el fondo. Esa, de hecho, es la idea que subyace en el auto del juez Castro. Hay una segunda idea en su resolución, que es justamente la que explica por qué el fiscal ha interpuesto recurso ante la Audiencia de Palma. Esa segunda idea viene a ser la de que, con los datos actuales en la mano, la infanta nunca se sentaría en el banquillo. Castro quiere que despeje las dudas que planean sobre su verdadero papel en el rentabilísimo entramado del Instituto Nóos y sus satélites, que lograron seis millones públicos luego trasvasados a las cuentas privadas de Iñaki Urdangarin y su entonces socio, Diego Torres. El juez alega que no imputarla implicaría cerrar el caso en falso. El fiscal sostiene, en cambio, que imputar a alguien sin indicios suficientes resulta no solo innecesario sino lesivo para quien se ve abocado a la condición de imputado.

Vendaval de sospechas

El asunto posee tantas aristas y recovecos que los juristas consultados –dentro y fuera del caso– no se ponen de acuerdo sobre si la razón pertenece a Castro o se sitúa en el terreno de Horrach. Es decir, si la Casa Real hubiera dicho algo tan simple como que respeta la justicia y no se pronuncia sobre las decisiones de ninguno de sus actores, la cosa habría permanecido mal que bien dentro del ámbito aburridamente jurídico. Y el vendaval de sospechas sobre los motivos por los que verdaderamente recurre el fiscal habría terminado pasando de largo como un tornado.

Ahora, en cambio, la intervención de la Casa Real coloca en un callejón muy angosto a los jueces de la Audiencia de Palma que deben dirimir la controversia entre el juez y el fiscal. Porque, aun en el supuesto de que con criterios jurídicos entendiera que no hay base para imputar a la infanta, pocos creerían que esa había sido una decisión autónoma e incontaminada. En otras palabras, la presión –voluntaria o involuntaria- puede acabar teniendo un efecto bumerán.

Ese efecto bumerán es un riesgo cierto –uno más– para la deteriorada imagen del rey. De haberse mantenido al margen, la eventual reválida de la imputación de su hija podría haberse presentado incluso como paradigma de la exquisita neutralidad institucional. En estas circunstancias, si la Audiencia confirma que la infanta tendrá que comparecer ante el juez en compañía de su abogado, el monarca sufrirá un nuevo varapalo.

El juez dice que no imputar a la infanta sería un descrédito para la idea de justicia igualitaria

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Así las cosas, es la infanta la que tiene –o tenía– en su mano la única herramienta capaz de cortar este nudo gordiano. Si nada tiene que ocultar y precisamente por ser quien es, la infanta habría resuelto el dilema y, de paso, habría mejorado su propia imagen y la del rey ofreciéndose a acudir voluntariamente al juzgado sin esperar a que resuelva la Audiencia. Máxime cuando los indicios existentes presagian que su imputación podría ser mucho más efímera que un largo calvario de sospechas de juego sucio. Como hipótesis, hay quien la ha manejado, no se sabe si como opción de realidad o como puro deseo de que una válvula de escape evite un aumento progresivo de presión.

Ahora bien, si la infanta o la Casa Real hubieran concluido que una declaración voluntaria era el camino más rápido para atajar el escándalo, probablemente ya lo habrían anunciado. Transcurridos 14 días desde el auto del juez Castro, parece difícil un paso de ese tenor. La duda, hoy, estriba en saber si, como la Abogacía del Estado, también la infanta se adherirá al recurso del fiscal y hará así a Horrach uno de los peores favores de su vida.

------------------------Esta noticia ha sido editada para corregir el nombre del palacio donde vive la familia real, que se identificaba como "El Pardo", cuando es "La Zarzuela"

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