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Cansadas

Nuria Varela

infoLibre publica parte del capítulo 5 de Cansadas. Una reacción feminista frente a la nueva misoginia,

obra de la escritora y periodista Nuria Varela. El libro, de Ediciones B, sale a la venta el 1 de febrero.

CANSADAS DE LA NUEVA MISOGINIA

Entonces recuerdo que existe el grito.Que puedo gritar.No lamentarme, que en eso nos hemos pasado la vida,de pura niebla se convertiría el firmamentosi juntásemos los lamentos dispersos de cada una,opacaríamos al sol para siempre y nos gusta tanto el sol.Tampoco silenciarme, de ello ya tenemos bastante,sílabas opacas cayendo a un vacío que no controla mi boca.Ni llorar.La hora del llanto ya se heló, copó todas las vasijas.Rebasó la peor de las lluvias precipitadas.¡Ni una lágrima más!Es la hora del grito.

Marcela Serrano

Salomón no era sabio, dice Celia Amorós. Se trataba, tan solo, de un patriarca con capacidad para tomar decisiones que, una vez tomadas, y por la única razón de que eran suyas, se convertían en sabias... por los siglos de los siglos... Es decir, Salomón tenía autoridad. Amorós ha estudiado a fondo la razón salomónica no porque tuviese o no razón en el famoso juicio sobre la madre verdadera, sino porque con su aclamada sentencia, aquella de partir el niño por la mitad, el supuesto sabio sentó cátedra y fundó escuela al determinar que la palabra de las mujeres no vale nada, aún más, que precisamente dice la verdad quien reniega de lo dicho hasta entonces. Vamos, que las mujeres no tenemos palabra de honor.

El juicio se desarrolla, según cuenta la Biblia, cuando se presentan ante Salomón dos mujeres disputando sobre quién es la madre de un bebé. Ambas aseguran que el niño es suyo. Sin más elementos a tener en cuenta que la palabra de ambas, Salomón sentencia que se parta al pequeño por la mitad para repartirlo entre las dos. Una de ellas, entonces, se retracta. Y así se relata en el texto cristiano:

La mujer que era madre del hijo vivo clamó al rey (porque se le conmovieron sus entrañas por amor a su hijo): Dale, te ruego, ¡oh señor!, a ella vivo el niño, y no le mates. Al contrario, decía la otra: ni sea mío ni tuyo, sino divídase.Entonces el rey tomó la palabra y dijo: Dad a la primera el niño vivo, y no hay que matarlo, pues ella es su madre.Divulgóse por todo Israel la sentencia dada por el rey, y se llenaron todos de temor hacia él, viendo que le asistía la sabiduría de Dios para administrar justicia.

De esta manera —sin ninguna prueba ni investigación de tipo alguno—, el patriarcado, como explica Amorós, da la razón al patriarca: madre es la que quiere la vida del hijo aunque se lo arrebaten, aun a costa de su propia deslegitimación, de la descalificación de su palabra. Nadie ha explicado por qué no podía ser la verdadera madre la que coloca por delante su honor, la honradez y verdad de su palabra. Todo lo contrario, se entrega el niño, como premio, a la que se desdice de su propio testimonio.

Frente a ello, la propia Celia pone dos ejemplos históricos de cómo se resuelven estas situaciones en el caso de los varones. En el primero, recuerda la leyenda de Guzmán el Bueno en la Reconquista, quien, puesto ante el dilema de ceder la plaza militar o ver cómo sus enemigos asesinan a su hijo tomado como rehén, decidió lo segundo. También se cuenta que el general Moscardó se vio en situa­ción parecida en la guerra civil al tener que decidir entre la vida de su hijo y la rendición del Alcázar de Toledo. Como Guzmán el Bueno, optó por sacrificar a su hijo. Ambos son considerados héroes y hombres de palabra, de palabra de honor. Aún más. A diferencia de la madre salomónica, a pesar de optar por la muerte de sus hijos, no por ello dejan de ser considerados verdaderos padres. Guzmán, el BUENO, así ha pasado a la historia­.

Así, y por los siglos de los siglos, ha quedado insertada en nuestra cultura la convicción de que la palabra de las mujeres es irrelevante y carece de valor testimonial. Celia Amorós profundiza magistralmente cómo, desde entonces, las mujeres quedamos inhabilitadas para fundar genealogía —íntimamente unida a la herencia—, y por lo tanto no acumulamos ni instituimos sabiduría.

La vigencia de la escuela salomónica es tal, que aún hoy la palabra de las mujeres no es creída. En algunos países ratificado por ley, es decir, las mujeres no pueden testimoniar en un juicio; en otros, se necesitan dos testigos mujeres por cada hombre —legalmente la palabra de las mujeres vale la mitad—; y, en otros, la igualdad ante la ley no ha sido capaz de modificar la costumbre. En nuestro imaginario colectivo permanece la verdad patriarcal de que las mujeres mienten (las niñas también).

Solo con ese sustrato cultural es posible el arraigo popular de un bulo como el que dice que hay miles de denuncias falsas en los casos de violencia de género, por ejemplo. Una gran mentira desmentida sistemáticamente por los datos oficiales, que sin embargo se continúa empleando como si fuera cierta. Pero, además, aún quedan salomoncitos a montones, como diría Amorós, dictaminando sus sentencias en las cuestiones que afectan a las mujeres y emitiendo­ juicios, tan sabios como el del rey sabio, es decir, aprovechándose de que la autoridad y la sabiduría son patrimonio masculino puesto que a las mujeres nos ha sido expropiado.

Rebeca Solmit ha puesto nombre, mansplaining —o al menos lo ha popularizado—, a la versión moderna de este expolio masculino de autoridad. «Los hombres me explican cosas, a mí y a otras mujeres, independientemente­ de que sepan o no de qué están hablando. Algunos hombres», dice Solmit. El Diccionario Oxford ha definido mansplaining así: «Dícese de la actitud (de un hombre) que explica (algo) a alguien, normalmente una mujer, de un modo considerado condescendiente o paternalista.» No estamos hablando (solo) de la cara del encargado del taller cuando llevas el coche a reparar y del tono con el que te explica que se ha roto el manguito sin que se le pase por la cabeza que quizá puedas ser ingeniera de automoción. La cosa es que si supiera que eres ingeniera de automoción, te lo explicaría con la misma cara y el mismo tono.

Como te explican «eso del feminismo» señores que no han leído una línea sobre el tema, ni sabrían decirte el nombre de ninguna filósofa feminista, aunque tú acabes de publicar un libro sobre el asunto (pongamos por caso).

Una palabra nueva para una actitud antigua, pero cotidiana aún en los hombres del siglo XXI. Algunos hombres. Solmit ha dado en el clavo poniéndole nombre a otro problema que no lo tenía y que además es uno de los pilares de la nueva misoginia, la convicción de que la autoridad y la sabiduría son cualidades masculinas y atributos de los que aún no gozamos las mujeres.

La nueva misoginia

El término misoginia está formado por la raíz griega miseo, que significa «odiar», y gyne, «mujer», y se refiere al odio, rechazo, aversión y desprecio hacia las mujeres y, en general, hacia todo lo relacionado con lo femenino. Esperança Bosch y Victoria A. Ferrer señalan que, cuando hablamos de misoginia, nos estamos refiriendo a una actitud que tiene claros puntos de contacto con lo que se ha denominado sexismo tradicional u hostil.

Paradoja donde las haya, en los últimos años se ha extendido una corriente de opinión que defiende la paulatina desaparición de la misoginia e incluso del sexismo, a pesar de que los indicadores muestran que la violencia de género, en todas sus manifestaciones, lejos de desaparecer es un fenómeno en plena expansión al que ninguna sociedad es capaz de poner freno.

Con esta expresión, violencia de género, denominamos la violencia que sufren las mujeres por ser mujeres, no por ninguna otra razón. Es la violencia que ejercen los hombres que consideran que las mujeres son de su propiedad y/o les deben sumisión y obediencia. Naciones Unidas la define como todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada. El ase­sinato es su máxima expresión, la mayor expresión de desigualdad entre mujeres y hombres, pero la violencia de género también se manifiesta con violencia sexual, económica, psicológica, verbal, estructural, simbólica, obstétrica, con los micromachismos, la explotación sexual, la mutilación genital femenina o los matrimonios forzosos, entre otras agresiones.

No, el sexismo y la misoginia no han desaparecido. Lo que plantean Bosch y Ferrer es la existencia de un sexismo sutil, un sexismo moderno que se materializaría en la negación de la discriminación que padecen las mujeres, en el antagonismo hacia nuestras demandas y en la falta de apoyo a las políticas de igualdad. Abundando en ello, entienden que podríamos hablar de un nuevo y un viejo sexismo. El viejo sexismo sería el hostil tradicional y el nuevo sexismo incluiría tanto el tradicional como el sutil. Es decir, que nos enfrentamos a nuevas formas de sexismo, mucho más sutiles, sin habernos librado de las que antaño se hacían directamente sin ningún disimulo. Como si a la vista de que la discriminación y las agresiones no disminuyen, el patriarcado hubiera decidido meterlas debajo de la alfombra. En vez de combatirlas, se esconden, se niegan o se disimulan, según los casos.

En ese sincretismo de género que explica Marcela Lagarde que sufrimos las mujeres actuales, estamos en la frontera de mujeres domésticas y públicas, madresposas-semiciudadanas. Y se concreta en poseer atributos modernos y, sin embargo, ser objeto de valoraciones premodernas.

Hoy, cualquiera de nosotras puede ser directora de un periódico, utilizar toda la tecnología a su disposición, liderar un equipo amplio de colaboradores y, al mismo tiempo, tener la obligación de ocuparse de todas las tareas domésticas y de cuidados en casa, sufrir el mansplaining del becario, leer una crítica sobre su aspecto cuando le toca ir a un acto público y haber sorteado un par de preguntas sobre su estado civil o sobre si es madre o no el día de su nombramiento.

Hoy, cualquiera de nosotras puede ser una parada de larga duración que soporta lecciones de jefes tan temporales como los trabajos precarios que ofrecen y, al mismo tiempo, sacar minutos para hacer los deberes con su hijo, poner lavadoras y terminar la tesis doctoral.

Hoy, cualquiera de nosotras puede ser una admirada abogada de prestigio con un largo historial de malos tratos a sus espaldas.

La nueva misoginia: discriminaciones antiguas, sobre nuevas formas sutiles, cubiertas todas ellas bajo el velo de la igualdad. Es el neomachismo del que habla Miguel Lorente,cambiar todas las apariencias para que nada cambie porque los salomoncitos continúan ahí.

Podríamos incluso asegurar que se trata, en lo que se refiere a la violencia de género —como explicó Baudrillard en referencia al capitalismo—, de un intento de hacer coin­cidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación. Y ya sabemos que disimular es fingir no tener lo que se tiene y simular es fingir tener lo que no se tiene.

Vivimos en una cultura del simulacro en la que el patriarcado disimula el poder que tiene —cuanto menos se le note, mejor— y simula que la igualdad entre mujeres y hombres es un objetivo ya conquistado en las sociedades democráticas —el famoso velo de la igualdad—. Para todo ello necesita perpetradores, pero también son necesarias las complicidades y el silencio que alimenta la impunidad.

La cultura del simulacro

Un ejemplo. Es habitual escuchar cómo sacan pecho representantes políticos y sociales de lo más variopinto respecto a la legislación española contra la violencia de género. Se presume de que la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género fue aprobada por unanimidad en el Congreso de los Diputados —lo que tiene el subtexto de que toda la sociedad está unánimemente en contra de esta violencia—. Sin embargo, se olvida que hasta que el 13 de mayo de 2008 el Tribunal Constitucional avaló la constitucionalidad de la Ley (por 7 votos a favor y 5 en contra, no por unanimidad, desde luego), se habían presentado 180 cuestiones de inconstitucionalidad. Probablemente, sea la ley más recurrida al Constitucional de la historia de la democracia.

Otro, la Constitución afgana. El régimen talibán caía en 2001 y en enero de 2004, la Loya Jirga afgana promulgaba una nueva constitución, actualmente en vigor. En el artículo 22 se prohíbe cualquier discriminación o distinción entre la ciudadanía señalando que «hombres y mujeres tienen iguales derechos y obligaciones ante la ley». El texto constitucional también prohíbe las tradiciones que atenten contra los derechos humanos. He sido testiga en varias ocasiones de cómo representantes del Gobierno afgano o alguno de sus embajadores sacaban pecho hablando del principio de igualdad entre hombres y mujeres recogido en su Constitución. Les he visto dar lecciones de igualdad y respeto a los derechos humanos de las mujeres incluso en la sede de Naciones Unidas en Nueva York o en debates internacionales en El Cairo sobre la nueva constitución egipcia, poniendo la suya como ejemplo a seguir.

En la actualidad, más de 125 países cuentan con una legislación específica que formalmente contempla políticas en materia de prevención y protección de las víctimas y sanción de los maltratadores. Leyes que han visto la luz gracias a la presión de los movimientos feministas de todo el mundo por visibilizar, denunciar, teorizar y, con ello, politizar la violencia de género.

Buena parte de la cultura del simulacro en la que vivimos respecto a la igualdad entre mujeres y hombres proviene del uso sexista del lenguaje, es decir, de su uso ideológico. Eso significa, como mínimo, errores en la comunicación­. En castellano, por ejemplo, el uso del masculino como universal provoca que indistintamente atribuyamos a hombres y mujeres características, derechos, bienes o situaciones que no les corresponden; invisibili­zación de las mujeres y asentamiento del androcentrismo —el hombre como medida de todas las cosas—, que a su vez provoca lo que ya Kate Millett llamó «falacias viriles».

La cuestión no es baladí. Dicho así, parece poca cosa, pero traducido en la vida cotidiana, es una potente arma ideológica. Por ejemplo, ya podemos encontrar el término feminicidio en el Diccionario de la Real Academia Española. Aparece como: «Asesinato de una mujer por razón de su sexo.» Así lo anunció la institución en 2014 al avanzar que ya estaba lista la 23 edición del Diccionario con la que conmemoró los 300 años de la Academia y que incluye alrededor de 6.000 nuevos términos. Tardó cuarenta años en incorporar el término —desde los años setenta del siglo XX trabaja el feminismo sobre su definición—, y cuando al fin se decide, lo hace mal. El feminicidio no se refiere al sexo, se refiere al género, a la construcción social que tolera, permite e incluso justifica y sanciona impunemente el asesinato de miles de mujeres en el mundo.

A estas alturas ya no se puede aducir ignorancia —numerosos países de América Latina y el Caribe tienen este delito tipificado en sus legislaciones, la Corte Interamericana de Derechos Humanos se basó en el mismo para condenar a México por los asesinatos de mujeres en el caso del Campo Algodonero de Ciudad Juárez, y hay miles de estudios, tesis doctorales, publicaciones y artículos centrados en el feminicidio, sus causas y sus consecuencias—. Así pues, la decisión de la Academia solo puede entenderse dentro de su militancia y su activismo contra las mujeres.

En este caso, no pueden defenderse ni aludiendo a que la Academia solo recoge el hablar común, el uso que los hispanohablantes hacen de la lengua —que es su argumentación habitual—, ni tampoco esgrimiendo la manida excusa de que nuestro Diccionario forma parte de una tradición y de una época. En 2014, cuando lo incorporó, la Academia, una vez más, decidió que no tenía ninguna responsabilidad sobre la misoginia, que es la semilla de la violencia contra las mujeres. Todo lo contrario, decidió continuar siendo beligerante contra la tradición intelectual feminista y, especialmente, contra el conocimiento acumulado en las últimas décadas sobre la violencia de género.

Marcela Lagarde, responsable del desarrollo del término en castellano —lo recogió del trabajo de las expertas Diana Russell y Jill Radford— y promotora, durante su legislatura como diputada en el Congreso Federal, de la incorporación del delito de feminicidio en el Código Penal Federal y de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, ley vigente en México desde el 2 de febrero de 2007, compartía sus reflexiones sobre el trabajo de la RAE: «Ya sabíamos que el poder toma lo que creamos y nos lo devuelve pervertido, convertido en otra cosa. El feminicidio ya no es un concepto, es una categoría analítica que forma parte de una teoría política. El feminicidio se produce como la punta del iceberg de una violencia generalizada que cuenta con una enorme tolerancia social y del Estado que produce además injusticia e impunidad.» Para Lagarde, la definición de la RAE, en su empeño de ignorar el concepto género y su significado, utilizando sexo en su lugar, «pretende despojar el contenido político de ese análisis de la violencia contra las mujeres y las niñas. Cuando desarrollamos el concepto feminicidio, cuando nos referimos a él, estamos mencionando el horror misógino contra las mujeres y las niñas. El feminicidio es el asesinato de una mujer por razones de género, no de sexo».

Más allá de su machismo o de su misoginia, según los casos, lo más preocupante de la Academia es, en estos momentos, su irresponsabilidad.

En vísperas de la aprobación en España de la Ley Integral contra la Violencia de Género, la Academia realizó una pirueta parecida. En esa incursión de militancia partidista, la RAE se dejó parte de su prestigio. Sus académicos realizaron un informe de urgencia (curioso en comparación con su lentitud habitual), y sin que nadie se lo hubiese solicitado, con la intención de evitar que se usara género en el nombre de la ley. El informe, vergonzoso desde el punto de vista académico, entra al fondo ideológico, es decir, defiende la expresión violencia doméstica precisamente para quitar el significado político que tiene violencia de género y que ya había sido ratificado por Naciones Unidas.

En aquella ocasión, la RAE señalaba por escrito: «Critican algunos el uso de la expresión violencia doméstica aduciendo que podría aplicarse, en sentido estricto, a toda violencia ejercida entre familiares de un hogar (y no solo entre los miembros de la pareja) o incluso entre personas que, sin ser familiares, viven bajo el mismo techo; y, en la misma línea —añaden—, quedarían fuera los casos de violencia contra la mujer ejercida por parte del novio o compañero sentimental con el que no conviva. De cara a una Ley integral la expresión violencia doméstica, tan arraigada en el uso por su claridad de referencia, tiene precisamente la ventaja de aludir, entre otras cosas, a los trastornos y consecuencias que esa violencia causa no solo en la persona de la mujer sino del hogar en su conjunto, aspecto este último al que esta ley específica quiere atender y subvenir con criterios de transversalidad.»

Es decir, la RAE considera que su misión, cuando se trata de cuestiones que afectan específicamente a las mujeres, es legislar. Tanto entonces como ahora, la RAE se posiciona políticamente en la defensa de que no existe una violencia específica contra las mujeres, ejercida por los varones por razones de género y que tiene por finalidad la exigencia de sumisión de las mismas, ya que para la institución es una ventaja, precisamente, que no haya una ley que combata específicamente la violencia que sufrimos por el hecho de ser mujeres. Teniendo en cuenta los 970 asesinatos de mujeres en los primeros quince años de este siglo, la militancia misógina de la RAE es una anomalía democrática.

Es la estrategia habitual de la nueva misoginia. Como los cadáveres son lo único que no se puede esconder, ya no hay tanta alfombra para tanto asesinato, los negacionistas están desarrollando el discurso de que todos, hombres y mujeres, niños, niñas, personas mayores, homosexuales, bisexuales y transgénero, sufren violencia, por lo tanto, el concepto de violencia de género es artificial. Lo dicen los negacionistas conservadores y los negacionistas progresistas. Unos y otros confluyen en el mismo objetivo. Como ejemplo, valga la definición de la Wikipedia: «La violencia de género es un tipo de violencia física o psicológica ejercida contra cualquier persona sobre la base de su sexo o género que impacta de manera negativa su identidad y bienes­ tar social, físico o psicológico.» De acuerdo a Naciones Unidas, el término es utilizado «para distinguir la violencia común de aquella que se dirige a individuos o grupos sobre la base de su género», enfoque compartido por Human Rights Watch en diversos estudios realizados durante los últimos años.

Para la organización ONU-mujeres, este tipo de violencia «se refiere a aquella dirigida contra una persona en razón del género que él o ella tiene, así como de las expectativas sobre el rol que él o ella deba cumplir en una sociedad o cultura». Ésta presenta distintas manifestaciones e incluye, de acuerdo al Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, actos que causan sufrimiento o daño, amenazas, coerción u otra privación de libertades. Estos actos se manifiestan en diversos ámbitos de la vida social y política, entre los que se encuentran la propia familia, la escuela y la Iglesia, entre otras.

«La violencia de género es un problema que puede incluir asaltos o violaciones sexuales, prostitución forzada, explotación laboral, el aborto selectivo por sexo, violencia física y sexual contra prostitutas y/o prostitutos, infanticidio en base al género, castración parcial o total, ablación de clítoris, tráfico de personas, violaciones sexuales durante periodos de guerra, patrones de acoso u hostigamiento en organizaciones masculinas, ataques homofóbicos hacia personas o grupos de homosexuales, bisexuales y transgéneros, entre otros.»

La definición de la Wikipedia, como la de la RAE, es negacionista. Una y otra representan la nueva y la vieja misoginia, que se parecen como dos gotas de agua, la única diferencia está en que la nueva se viste de modernidad y de saber colectivo, como le gusta definirse a la Wikipedia. Ambas son aliadas del patriarcado. La RAE no es una aliada cualquiera, la resistencia de los académicos —ya no a fomentar, pero al menos a no entorpecer un lenguaje menos sexista— tiene una tremenda potencialidad simbólica puesto que aún se considera referente. La wiki tiene el peso de la popularidad, solo su versión en español recibe una media de 423 millones de consultas por mes y la Wikipedia es cosa de hombres. Así lo pone de manifiesto el estudio que realizó en 2015 la propia enciclopedia online y que, entre otras cosas, concluía que solo alrededor del 12% de los que editan sus artículos (wikipedistas) son mujeres y que las publicaciones dedicadas a personajes femeninos presentaban desigualdades de género.

Conceptualizar es politizar, nos enseñó Celia Amorós: «Cuando se describía el asesinato de una mujer por parte de su ex pareja como crimen pasional, estos asesinatos ni siquiera se contaban: se trataban como casos aislados, diversos y discontinuos. No se suman magnitudes heterogéneas, melones con manzanas. La conceptualización emergente, por parte del movimiento y el pensamiento feministas, de estos casos como ejemplificaciones de un tipo específico de violencia que tenía un carácter estructural fue determinante para hacer que estos casos se homologaran y, por tanto, se contaran. A su vez, el hecho de que se ­contaran fue fundamental a la hora de insistir en la pertinencia del concepto acuñado desde el feminismo. Solo cuando este concepto estuvo disponible, se incorporó al vocabulario público, se volvió tema de debate y se asumió la necesidad de tomar medidas políticas para erradicar esa lacra social.» Antes de acuñar el concepto de violencia de género, insiste Amorós, se utilizaba el recurrente violencia doméstica —que tanto le gusta a la RAE—, que no era más que un batiburrillo, un guirigay. En torno al maltrato, se pretende que exista la misma indefinición respecto a sus términos y conceptos que respecto a las cifras. El baile es muy similar. Cambia la letra pero lleva la misma música, el menosprecio. Parece que cada quien puede elegir la definición que más le guste porque, claro, conceptualiza quien puede. Como constata Amorós, «quienes tienen el poder son quienes dan nombre a las cosas». Es decir, conceptualizar empodera. Utilizar un concepto erróneo en cualquier otra área de conocimiento sería un desprestigio para quien lo haga, sin embargo carece de importancia cuando hablamos de la violencia que sufren las mujeres. La violencia doméstica esconde la finalidad de la violencia de género: la sumisión; esconde quiénes son sus víctimas: las mujeres por el hecho de ser mujeres, sin distinción de edad, cultura, clase social, nacionalidad, raza o religión; esconde su magnitud y es un argumento en contra de leyes específicas. Es decir, utilizar «violencia doméstica» cuando se trata de violencia de género es pretender esconder la desigualdad debajo de esa gran alfombra de la nueva misoginia.

En la cultura del simulacro, la reina es la hipocresía política y social. Recuerda Raquel Osborne unas declaraciones de Vladimir Putin, en noviembre de 2006. En una reu­nión internacional, creyendo que los micrófonos estaban apagados, el mundo entero pudo escuchar por televisión las palabras del presidente ruso que expresaba su envidia por lo «macho» que era el presidente de Israel, acusado de haber agredido sexualmente a varias mujeres que trabajaban bajo su dirección incluso siendo ya presidente:

«Transmitan mis saludos a su presidente. ¡Vaya machote! ¡Violar a una decena de mujeres! No lo esperaba de él. Nos ha sorprendido a todos. Todos le tenemos envidia.»

Vladimir Putin fue reelegido en marzo de 2010 presidente de Rusia. Un Putin que casualmente apoyó sin disimulo la candidatura del misógino presidente Donald Trump.

A David Campayo se le ocurrió lanzar un plátano al jugador brasileño Dani Alves en un partido de fútbol entre el Villarreal y el Fútbol Club Barcelona. Era abril de 2014 y a David Campayo se le cayó el pelo. En menos de 48 horas, se enfrentó a una pena de prisión, a una multa, el Villarreal le retiró el carnet de socio de por vida, además de impedirle­ el acceso tanto a El Madrigal como a las instalaciones de la Ciudad Deportiva, y se quedó sin trabajo.

Fueron medidas ejemplarizantes y tomadas de urgencia. Es decir, desde todas las instancias se envió un mensaje claro: el gesto es deplorable —lo es, sin duda—, y no se puede volver a repetir. Pero, además, la reacción contra la escena racista fue mucho más allá. Alves había cogido la fruta del suelo y le dio un bocado antes de seguir con el partido. Esa fue la imagen que dio la vuelta al mundo, ídolos del deporte y personajes populares comiéndose un plátano como símbolo de rechazo al racismo. Todos los gestos —espontáneos o no, luego se supo que ese gran movimiento de repulsa había sido orquestado por una agencia de publicidad— coincidieron además con una campaña contra el racismo emprendida por el mundo del deporte en la que se puede ver y oír frente a la cámara a figuras destacadas mundialmente con un rotundo: ¡No al racismo!

Hasta aquí, nada que objetar. Todo lo contrario. Enfrentar y combatir el racismo es un deber que nos compete a todos los seres humanos sin excepción, máxime a figuras seguidas e incluso idolatradas especialmente por los niños y niñas de medio mundo.

Sin embargo, pocas semanas antes del incidente en el campo del Villarreal, miles de personas (no una, miles) gritaban en el estadio del Espanyol: «Shakira es una puta.» Misoginia y machismo en estado puro. Obviamente, la frase no tenía nada que ver con Shakira. Era, en la concepción patriarcal de que las mujeres son propiedad de sus parejas, una agresión contra su compañero, el jugador del Barça Gerard Piqué. No hace falta explicar todo el sexismo que encierra el hecho, y seguro que tampoco aclarar que parte de quienes esto gritaban eran puteros y no de manera simbólica, como hacían al gritar la frasecita de Shakira, sino puteros reales, de los que se aprovechan de la explotación de mujeres y niñas.

'El lento aprendizaje de Podemos'

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Frente a esta multitudinaria manifestación de misoginia no ha habido reacciones, no se ha cerrado el campo del Espanyol ni ha habido medidas ejemplarizantes. Nada de nada. El mensaje es igual de claro que en el caso de Alves: el gesto deplorable se puede volver a repetir porque no pasa nada. La misoginia es impune.

El caso es que el artículo 3 de los Estatutos de la FIFA dice: «Está prohibida la discriminación de cualquier país, individuo o grupo de personas por su origen étnico, sexo, lenguaje, religión, política o por cualquier otra razón, y es punible con suspensión o exclusión.» ¡Qué oportunidad perdida! Con lo fácil que hubiese sido añadir al compromiso de tanto ídolo tres palabras. Qué sencillo hubiese sido decir: «No al racismo ni al machismo.» Aún peor, si cabe, fue lo ocurrido en el campo del Betis, en febrero de 2015. Hacía poco que se había hecho público que el futbolista Rubén Castro estaba imputado por un presunto delito de violencia de género. La reacción de las gradas fue entonar cánticos que decían: «Rubén Castro ale. No fue tu culpa. Era una puta, lo hiciste bien.» El discurso oficial dice que todos y todas estamos contra la violencia de género.

En la cultura del simulacro, todo el mundo está en contra del machismo, pero miles de personas pueden gritar puta a una mujer y posicionarse a favor de la violencia de género sin que se les mueva una ceja a quienes tienen la obligación de combatirlo.

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