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Dos caimanes

Felipe González y Juan Luis Cebrián en un desayuno informativo en 2013.

Cuando en 1982 comencé a publicar en El País, la redacción de Miguel Yuste 40, sede madrileña del periódico, apodaba El Señorito a Juan Luis CebriánEl SeñoritoJuan Luis Cebrián. Cebrián procedía del barrio de Salamanca, era hijo de un preboste de la prensa del Movimiento, había sido educado en el elitista colegio del Pilar y, con apenas veintitantos años y Franco aún vivo, ya había desempeñado los cargos de subdirector del diario Pueblo y jefe de informativos de TVE. Pero también era el joven director del periódico que a mí me gustaba entonces porque contaba España y el mundo con una libertad, una pluralidad y un buen estilo ausentes de nuestra prensa en las décadas anteriores.

Cebrián me sorprendió gratamente en mi primer encuentro con él en la tercera planta de Miguel Yuste 40. No se limitó a darme una breve bienvenida; me preguntó qué me parecía una determinada sección del diario. Cuando le respondí con una trivialidad -algo así como que era bastante buena- pude leer en sus ojos que le estaba decepcionando. Le dije entonces la verdad: la sección me parecía aburrida y desconectada de las muchas novedades que se estaban produciendo en España. Se le puso instantáneamente la cara de pillo satisfecho que volvería a verle después muchas otras veces. En aquel tiempo, Cebrián era feliz mostrándose perspicaz, irreverente e inconformista, se vanagloriaba de haber estado en Mayo del 68.

Trabajé en El País durante las tres décadas siguientes como reportero, corresponsal en varios países y hasta director adjunto, llegué a tener amistad con Cebrián durante el tiempo en que viví en París y fui testigo de su mal envejecer moral e intelectual. Su rebeldía de los últimos años de la década de 1970 y primeros de la siguiente, fue dando paso al conservadurismo, la complicidad con los ricos y poderosos y el ansia por obtener mucho dinero para sus cuentas personales. Los peores defectos del señorito, clasismo y soberbia, fueron acentuándose. Lo último que hemos sabido de él es que ha presentado una demanda contra El Confidencial por las informaciones que lo relacionaban con negocios en Panamá. También que un empresario hispano-iraní le regaló acciones de una empresa petrolera en Sudán de Sur. Y que su gran amigo Felipe González hizo un vídeo elogiando a ese empresario.

Me han preguntado muchas veces por la línea editorial de El País. Lo han hecho lectores decepcionados por el sesgo cada vez más previsible y derechista de sus informaciones y opiniones. Siempre he respondido lo mismo: El País nunca ha sido un diario de izquierdasEl País; ha sido, ciertamente, progresista en cuestiones culturales y sociales, pero en las cosas del comer, los temas económicos y laborales, siempre ha estado con los grandes empresarios y banqueros. En cuanto a su actitud política, calificarle de “socialista” o incluso de “portavoz del PSOE” ha sido siempre incorrecto. El País ha sido y es felipistaEl País .

Una alianza granítica

La amistad de Felipe González con Cebrián y el fallecido Jesús Polanco, los intereses económicos compartidos por ese trío y sus socios comunes, la confluencia de visiones del mundo, forjaron ya hace más de 30 años una alianza granítica. En su tiempo esa alianza podía resultar moderna en relación a lo padecido con Franco. Propugnaba una España capitalista con una democracia y un Estado de bienestar elementales, una España avanzada en derechos civiles, integrada en Europa y con lazos con América Latina. ¿Pero constituía eso un programa de izquierdas? En absoluto; todo ello era asumible por un centro-derecha mínimamente civilizado. Por ejemplo, las juventudes democristianas de Acción Católica en las que se formó Felipe.

Felipe, Cebrián y Polanco suscribieron un pacto por el cual iban a compartir el monopolio de la razón y el corazón en la España de Juan Carlos I. El PSOE sería el partido de todos los ciudadanos no franquistas -una especie de PRI ibérico- y el grupo Prisa, fraguado a partir del éxito de El País, se encargaría de la comunicación, la cultura y el entretenimiento de esa mayoría de ciudadanos que no eran unos ceporros. Bien cocinado y presentado, el menú tuvo éxito durante lustros: se votaba al PSOE, se leía El País, se escuchaba la SER, se abonaba uno a Canal +, se compraban los libros de Alfaguara en Crisol, se usaban los manuales de Santillana en las escuelas e institutos y se veían las películas producidas por Sogecine-Sogepaq. ¿Para qué complicarse la vida? El PRISOE te ofrecía el paquete completo.

La expansión de Prisa en los años en que González ocupó La Moncloa tuvo episodios de favoritismo gubernamental que fueron denunciados por otros grupos de comunicación: la adquisición de la SER, la eliminación de Antena 3 Radio, la concesión de la licencia a Canal+, la exportación de libros de Santillana a América Latina con ayudas oficiales… Cebrián y Polanco devolvieron esos favores cuando, ya en la década de 1990, el felipismo se vio involucrado en escándalos de corrupción y guerra sucia contra ETA. Según Gran Vía 32, sede de Prisa; y Miguel Yuste 40, el caso Roldán, el caso Rubio, los GAL, los fondos reservados y todo eso sólo era el fruto de una conspiración de la caverna política y mediática. Tal conspiración existía, ciertamente, pero también los escándalos. El País pagó su política del avestruz con una primera gran pérdida de credibilidad sobre la que prosperaría El Mundo, de Pedro J. Ramírez.

El diario de Cebrián siempre estaba contra el Partido Comunista, Izquierda Unida, Comisiones Obreras y cualquiera que estuviera a la zurda de la línea felipista del PSOE. Si osaban criticar al Gobierno socialista, eran unos despreciables aliados de la derecha, con la que formaban una pinza que amenazaba con enviarnos a todos al infierno troglodita. Y, por supuesto, siempre apoyaba a Felipe en las querellas internas del PSOE. Los guerristas, por ejemplo, eran unos demagogos y populistas que no habían entendido nada de la modernidad global que nos llegaba desde Wall Street, Hollywood y Silicon Valley.

Contra los enemigos del expresidente

Cuando Felipe perdió las elecciones en 1996 y, poco más tarde, Josep Borrell le ganó las primarias del PSOE a su candidato, Joaquín Almunia, sobre el catalán llovieron los rayos y truenos de Cebrián. La campaña para devolverle al felipismo el control del PSOE fue obscena: El País, que jamás publicaba exclusivas sobre estos escándalos, dio a todo trapo que dos de sus antiguos colaboradores no estaban al tanto de sus deberes con Hacienda. Borrell tuvo que irse y se quedó Almunia.

Me consta que José Luis Rodríguez Zapatero le cayó mal a Cebrián desde el primer momento. Había tenido el descaro de hacerse por su cuenta y riesgo con el liderazgo del PSOE cuando Cebrián y Felipe hubieran preferido de lejos a, digamos, un Javier Solana. Durante los años que estuvo en Moncloa, la hostilidad de Prisa contra ZP fue evidente. Era un chisgarabís que retiraba las tropas de Irak, quería acelerar el final de ETA, aspiraba a encontrarle a Cataluña un mejor acomodo y reabría heridas con su ley de Memoria Histórica. Daba igual que nadie quisiera reabrir ninguna herida, sino, al contrario, cerrar la que sigue supurando por el hecho de que muchos españoles aún tengan a sus abuelos enterrados en las cunetas. Cuando cargaba con toda su artillería contra el juez Baltasar Garzón por abrir una causa contra el franquismo, Cebrián revelaba que tiene un problema con el pasado: jamás luchó contra el franquismo.

Si el Gobierno de ZP hacía de vez en cuando algo bueno a los ojos de Cebrián, sólo era porque tenía excelentes colaboradores felipistas como Rubalcaba, Solbes o MAFO (Miguel Ángel Fernández Ordóñez), gente siempre moderada y razonable. Pero cuando ese Gobierno no le dio las dos nuevas licencias de televisión (una fue para Cuatro, entonces de Prisa; la otra para La Sexta), la indignación de El Señorito fue colosal. Lo pagaría Carme Chacón en su intento de conquistar la secretaría general del PSOE: Cebrián y Felipe actuaron al unísono para que su común amigo Pérez Rubalcaba terminara haciéndose con el cargo. El partido fundado por Pablo Iglesias Posse a finales del XIX volvía a ser el PRISOE.

El PSOE perdió con Rubalcaba la oportunidad de liderar desde una posición auténticamente socialdemócrata el deseo de cambio expresado por millones de españoles en el 15-M y las marchas y mareas contra los recortes que le siguieron. Para entonces, los autoproclamados tutores vitalicios de este partido, Felipe y Cebrián, se habían convertido en los abuelos cebolletas del régimen de 1978, con el que tan bien les había ido. En materia de defensa de la monarquía; de la unidad de España tal y como la impuso Felipe V, el primer borbón; de los intereses del IBEX; del europeísmo arrodillado ante Berlín y Bruselas; y de las virtudes del capitalismo global, resultaba imposible distinguirlos del resto del establishment. Su tono, además, siempre era gruñón y endiosado. Pero la naturaleza tiene horror al vacío y surgieron Podemos, los nuevos medios digitales de comunicación, las editoriales independientes y otras novedades políticas y culturales. La pareja de caimanes había perdido el casi monopolio del que había disfrutado durante tantos lustros. En el caso de Cebrián pagaba el pecado de su aventurerismo empresarial y su esclerosis moral e intelectual. Su impostura quedaba al desnudo.

Cebrián firmaría en 2002 un libro conjunto con su amigo sevillano, El futuro no es lo que era, mientras Carlos Solchaga y otros antiguos mandamases del felipismo encontraban un nuevo ganapán en el seno de Prisa. El pasado octubre, tras dirigir junto a Susana Díaz, su nueva patrocinada, una conspiración destinada a conseguir la abstención del PSOE en la investidura de Rajoy, los dos compinches se fueron a la Universidad Autónoma de Madrid. Iban a predicar la sensatez del que se fuma un puro en su yate mientras navega por aguas templadas y una dama le embadurna con protector contra el sol. Un grupo de estudiantes les recordó la cal viva de los GAL y otras tropelías y la conferencia tuvo que ser suspendida.

En mi último período en El País, coordiné sus páginas de Opinión. Cuando llegaban los artículos de Felipe González, se paraban las máquinas. Aunque fuera la hora de cierre y hubiera que cambiar por completo la sección, las homilías del entonces consejero de Gas Natural entraban de inmediato en la siguiente edición, un privilegio que solamente tenía el propio Cebrián. Había que retocarlas: tenían errores gramaticales y sintácticos y sus parrafadas eran oscuras y hasta vacías. La labia de Felipe funciona en el discurso oral, pero no en el escrito.

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Ni que decir tiene que la redacción de El País ha sido siempre mucho más plural, crítica y profesional que el pensamiento crecientemente señorito de Cebrián; recuérdese que en 2007 se amotinó contra un editorial que emparentaba al Che Guevara con Bin Laden. Me apena que, tras una catarata de purgas de disidentes, ese patrimonio se vaya perdiendo –aún no del todo, lo sé- en aras de una uniformidad que provoca el bostezo. Que Rubalcaba, el eterno mamporrero del felipismo, se haya incorporado al consejo editorial no me sorprende, aunque francamente lo encuentro demasiado descarado. Una de las fortalezas de El País era que sabía guardar las formas con bastante habilidad. También esto ha ido desapareciendo.

*Este artículo ha sido publicado en el número de noviembre de la revista tintaLibre, de venta en quioscosPuedes consultarla también aquí

 

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