Cuando ser una democracia plena ya no es suficiente

“Cuando la democracia se termine, probablemente, nos sorprenderá la forma en que lo hará. Puede que ni siquiera notemos que está ocurriendo, porque nos estaremos fijando en otros aspectos o en otras cuestiones.”, y continúa: “Cuanto más se da por asumida la democracia, más oportunidades hay de subvertirla sin tener que derrocarla.” Lo dice el politólogo de Cambridge David Runciman en Así termina la democracia (Paidós).

Cuando escribo estas líneas se desconoce la decisión que tomará el presidente del Gobierno tras su misiva en la que se preguntaba si merecía la pena seguir en el cargo. Cinco días que han desatado movilizaciones de adhesión a su persona, ataques durísimos por parte de la derecha sin un atisbo de empatía, y en algunos sectores –no todos los que cabría esperar– debates sobre los problemas de fondo que erosionan las democracias. Vaya por delante el más absoluto de los respetos a la decisión del Presidente, sea la que sea, pues sólo a él y los suyos les corresponde valorar el coste y optar por la salida más adecuada. Tan legítimo y valiente es irse como desistir. Ojalá tanto él como el resto de la sociedad aprovechemos el momento para entender mejor las amenazas que tienen hoy nuestras democracias y vislumbrar caminos por los que buscar la salida.

A los politólogos nos gusta medir la calidad de la democracia a través de unos índices construidos sobre lo que se consideran las variables fundamentales para que un sistema sea considerado democrático. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, conviven buenas puntuaciones de algunos países como España con una sensación de que la democracia está erosionada, debilitada, y para algunos, incluso en peligro. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción?

Decimos que España es una democracia plena porque tanto el Democracy Index de The Economist como otros similares así la puntúan. The Economist mide cinco grandes áreas: el proceso electoral y pluralismo, las libertades civiles, el funcionamiento del gobierno, la participación política y la cultura política. Otros índices se fijan en áreas e indicadores relativamente similares, y recogen la información a través de encuestas ciudadanas o de análisis de personas expertas. La discusión sobre su idoneidad lleva décadas llenando simposios de ciencias sociales.

Lo novedoso de estos tiempos es que algunas de las bases que estos índices dan por asentadas hoy se encuentran en cuestión. En unos casos, por fallos y fallas de diseño institucional; en otros, por realidades sobrevenidas que provocan problemas nuevos. En esto consiste también el retroceso de las democracias, en no ser capaces de avanzar para superar las nuevas dificultades que aparecen. Y ya se sabe: cuando no se avanza, se retrocede.

Entre los fallos de diseño del sistema, el más obvio en el caso de España es la clamorosa ausencia de rendición de cuentas por parte de jueces y fiscales. Aunque es necesario avanzar mucho más en transparencia y rendición de cuentas de todos los poderes, ya desde el diseño institucional se establece que el Ejecutivo rinde cuentas ante el Legislativo cada semana, y tanto uno como otro están sometidos al escrutinio ciudadano cada vez que se instalan las urnas. ¿Qué control democrático o procedimiento de rendición de cuentas tiene el Poder Judicial? Probablemente al legislador no se le ocurrió que fuera necesario hacerse esta pregunta, pero seguro que António Costa, Monica Oltra, Vicky Rosell y tantos otros se lo han preguntado en más de una ocasión.

Entre los fallos de diseño del sistema, el más obvio en el caso de España es la clamorosa ausencia de rendición de cuentas por parte de jueces y fiscales

Junto a estas carencias conviven otras provocadas por los cambios del momento. En el espacio digital han aparecido pseudocabeceras que alimentan el odio, llenan sus páginas de bulos que no tardan en desvelarse como tales, y envenenan el debate público sembrando dudas sobre los adversarios y provocando el consabido “todos son iguales”. Nuestro sistema democrático consagra la libertad de prensa, pero eso hoy no es suficiente para garantizar que los medios de comunicación cumplan con su auténtico deber democrático, que no es otro que articular una conversación pública de calidad. ¿Qué conversación pública y de qué calidad construyen estos libelos cuyas noticias acaban desvelándose falsas una y otra vez?

Si calan en la opinión pública es porque existe una predisposición a que así sea. Hay mucho empeño en hacer valer el “todos son iguales”, empezando por el desprestigio de quienes se dedican a labores institucionales. Bajo un escrutinio permanente, juzgados con una severidad que luego no se aplica a otros actores sociales y muy alejados de los salarios que, por menor responsabilidad, se pagan en el ámbito privado, quienes se dedican hoy a la política saben que se les va a aplicar sistemáticamente el principio de sospecha. De un par de décadas a esta parte, el desprestigio de la política ha ido en aumento y nadie, ni la nueva política, ha hecho nada para pararlo. Al revés, la defensa de la política y de los políticos era vista como una adhesión al status quo. De esos polvos…

A esto hay que sumar la guerra sucia, los casos en los que el Partido Popular ha usado a las cloacas del Estado espiando a políticos como Pedro Sánchez y su familia para “matarlos políticamente” como se ha desvelado estos días (aquí). Al hilo de este artículo del politólogo Oriol Bartomeus, que recuerda las similitudes del momento actual con el que vivió Felipe González en 1994, un grupo de analistas políticos recuerdan que estamos viviendo la tercera ola de la crispación (ver aquí). La primera llegó con la última legislatura de Felipe González. Recuerden aquello del Sindicato del Crimen y las declaraciones de Luis María Ansón, entonces director de ABC, unos años después (ver aquí): "Felipe González era un hombre con una potencia política de tal calibre que fue necesario llegar al límite y poner en riesgo el Estado con tal de terminar con él". La segunda ola llegó con Zapatero, a quien se le dijo que entraba en el Congreso montado en un tren de cercanías, acusándole de llegar al poder tras los atentados del 11M de una forma ilegítima. La tercera empezó con la moción de censura de 2018 que llevó a Sánchez a la Moncloa, y desde entonces la ultraderecha y sectores de la derecha no han dejado de acusar a los gobiernos de Sánchez de ilegítimos y traidores. Esto nos indica que nada de lo que hoy se vive es nuevo, pero su trayectoria es ascendente, llegando a cotas difíciles de soportar.

El resultado de todo esto es una profunda desconfianza de la ciudadanía en el conjunto de las instituciones, en el Gobierno, en los partidos políticos, en los medios de comunicación y en el resto de actores e instancias de intermediación, como acertadamente señala Ignacio Sánchez-Cuenca en su ensayo El desorden político: Democracias sin intermediación (Catarata). Quien tenga dudas, que repase los datos de los últimos Eurobarómetros (por ejemplo, aquí), o de cualquier otro estudio que pregunte por la confianza institucional. Desconfianza que no se responde con mayor organización y potencia de la sociedad civil, sino que contribuye a la desafección social y a la pasividad de una sociedad preocupada por la política pero sin la infraestructura ni las capacidades necesarias para erigirse en actor democrático.

Esta es, a mi juicio, la crisis de la democracia de nuestro tiempo, la que nos está tocando vivir, y que difiere de otros momentos en los que la democracia también estaba en apuros por motivos bien diferentes. Por todo esto, hoy, ser una “democracia plena” ya no es suficiente para ser una democracia. Mientras seguimos detectando carencias de diseño, ha cambiado el contexto, y han aparecido nuevas amenazas que nos obligan a retrotraernos a lo más básico, recuperar la confianza de la ciudadanía en las instituciones y actores de intermediación, o dar con otros que sean dignos de ella. Decida lo que decida el presidente del Gobierno, estos son algunos de los grandes debates que hoy las democracias occidentales tienen ante sí.

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