Repensar la Universidad: una tarea ineludible

Ílison Dias dos Santos

Al igual que los barcos que a veces navegan en aguas tormentosas y a veces en mares tranquilos, o que en ocasiones pierden el rumbo y otras consiguen recuperarlo, la universidad contemporánea experimenta desde hace algún tiempo la experiencia de navegar en aguas revueltas

Este balanceo que bordea el abismo es producto de un tiempo universitario marcado por los rápidos cambios en las tecnologías del saber, por su perenne crisis de legitimidad y por la pérdida –a cuentagotas– de su hegemonía como institución productora de capital simbólico. Parece ser que estamos fuera de rumbo y que recuperarlo, más allá de una mera búsqueda romántica por la isla de la utopía, se trata de un imperativo de resistencia de la universidad como brújula de transformaciones sociales y de acción política. 

Esto implica un giro epistemológico capaz de hacer oír algo prácticamente inaudito en nuestros claustros universitarios, o sea, que la universidad debe evitar convertirse en una mera institución emisora de títulos o de formación de cuadros profesionales, aunque sea esta su más conocida función manifiesta. Así, quizá surjan en el horizonte los elementos heurísticos idóneos para hacer ver su marginada función latente, que es la producción de saberes emancipadores que forman, antes que nada, ciudadanos con actitud crítica, capacidad creadora y autonomía intelectual. 

Desde esta perspectiva se plantea una pregunta ineludible: ¿Cómo comenzar a poner en práctica una formación que, por su carácter aparentemente etéreo, parece disolverse en el aire como las llamas de una vela al viento? La respuesta, enfaticemos, parece consistir en la urgencia de un nuevo abordaje pedagógico que de modo ecuánime privilegie en la formación universitaria ambas funciones, tanto la latente como la manifiesta, sin limitarse al reduccionismo de nutrir al mercado laboral del capital financiero. Esta tarea se impone, sobre todo, porque al olvidarnos de la primera, también estamos comprometiendo seriamente la segunda, produciendo cuadros profesionales cada vez más apáticos, dóciles o a menudo resignadamente paralizados ante la complejidad del mundo. 

El mismo mercado, con su inagotable capacidad regenerativa, ya se ha dado cuenta de esto y frecuentemente sus coach de reclutamiento buscan a lo que llaman profesionales “versátiles” y “proactivos”. Debido a eso es que, precisamente, crece su predilección por los egresados de dobles grados, algo que solo responde aparentemente a sus necesidades, porque tampoco se trata de condensar carreras o amontonar disciplinas aleatoriamente, en procura de recuperar la interdisciplinariedad perdida

Desde una mirada apresurada, es posible que se considere que abogar por otro abordaje pedagógico se asemeje a algo así como un hermoso camino de baldosas amarillas que no lleva a lugar alguno, es decir, una retórica hueca que muy a menudo nos imputan a los académicos. Sin embargo, cada abordaje pedagógico es un lenguaje y el estudiante responde siempre en el lenguaje pedagógico en que se le pregunta, de forma similar a la relación dialéctica entre método y aprehensión de la realidad. 

Insistir hoy en este viejo modelo pedagógico, que privilegia la enseñanza reducida a una suerte de repetición memorística que nada crea, es como entrenar a un ejército con cañones para operar en una guerra nuclear

Ocurre que el lenguaje pedagógico predominante en nuestras aulas sigue siendo el de la pedagogía del recuerdo, en que no se privilegia el pensamiento complejo e interdisciplinario, que es el camino más idóneo para aproximarnos a la comprensión de nuestra etnodiversa y compleja sociedad. Esta toma de posición pedagógica asfixia en su cuna la capacidad creadora, crítica y analítica del alumnado. De este modo se afecta seriamente la posibilidad de dar cumplimiento a la tantas veces evocada tarea de transformar el mundo, en la línea de lo proclamado por el viejo Marx en 1845, en su famosa undécima Tesis sobre Feuerbach, hoy reproducida –a modo de advertencia– en la entrada central de su Universidad Humboldt de Berlín. No por azar esa institución es el escenario del modelo humboldtiano de educación superior, que dio origen a la idea de universidad de investigación

La pedagogía que aprisiona al futuro es también la que sigue presuponiendo una relación con el saber en la que existe un sujeto cognoscente pasivo, entendido como receptáculo de contenidos solamente aprehensibles por intermedio del maestro. Es obvio que esto ya no se corresponde con nuestro tiempo histórico ni con su nuevo paradigma de la Inteligencia Artificial (IA), que tanto asusta a esta vieja pedagogía de las preguntas cerradas, de los exámenes tipo test y de la labor científica sin pasión investigadora. Solo una práctica pedagógica unidimensional puede generar temor a la inteligencia artificial frente a la humana. 

Insistir hoy en este viejo modelo pedagógico, que privilegia la enseñanza reducida a una suerte de repetición memorística que nada crea, es como entrenar a un ejército con cañones para operar en una guerra nuclear

En este modelo pedagógico estático, donde prevalecen las clases somníferas con sobrecargadas diapositivas, se sigue exigiendo a un alumnado nacido en la era digital, una atención hipnótica en el aula, reprochándole cuando da preferencia a los móviles durante la lección. Sería bueno preguntarse a qué se debe que el móvil resulte más interesante que la clase, porque es muy probable que el problema radique en la clase. 

Para no convertirse en la antítesis de su vocación ontológica, la universidad debería aprovechar las aguas intranquilas que provoca toda crisis para (re)pensar su quehacer pedagógico. Además de la necesidad insoslayable de probar nuevos diseños curriculares capaces de asumir la interdisciplinariedad en serio, esto implica adoptar una posición realmente activa en la promoción de las pedagogías emancipadoras que fomenten la formación crítica, creadora y comprometida con la realidad social. 

La nueva Ley Orgánica para el Sistema Universitario (LOSU), vigente desde marzo del año pasado, si bien tímidamente, abre una oportunidad en este sentido, al establecer que a partir de ahora al iniciarse en la carrera docente, los profesores deben frecuentar un curso de formación pedagógica. Dado que las características de estos cursos serán establecidas por cada institución, bien podrían convertirse en un primer paso creativo hacia un cambio de paradigma pedagógico en las universidades y no quedar recudido a un curso cosmético más, de los que aportan poco o nada. 

Si bien es verdad que un cambio de cultura universitaria, como el que supone todo esto, no se alcanza solo mediante un curso de corta duración ni tampoco de la noche a la mañana, es igualmente cierto que todo porvenir surge de un presente que se materializa en el coraje del primer paso. Aunque la universidad –por miedo a lo nuevo o por demasiado apego a la tradición– suele preferir las viejas y conocidas rutas, con brújula en una mano y seguridad en la otra, no debemos pasar por alto que todo viaje pionero conlleva siempre una sana dosis de incertidumbre. Icemos, así pues, las velas de la imaginación rumbo al futuro de la universidad y a la universidad del futuro.

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Ílison Dias dos Santos es Investigador Postdoctoral de Derecho Penal y Criminología en la Universidad de Barcelona, donde también imparte docencia. Su último libro es 'La perenne expansión del poder punitivo' (BdeF).

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