Zac Efron deslumbra en 'El clan de hierro' encabezando la historia más trágica de la lucha libre

Imagen promocional de 'El clan de hierro'.

“Pero es todo falso, ¿verdad?”. Pamela (Lily James) le hace esta pregunta a Kevin Von Erich (Zac Efron) en su primera cita. Flota entonces esa mezcla de perplejidad y condescendencia de quien desconoce los entresijos del wrestling, la lucha libre profesional. Podrá no pegarse “de verdad”, pero en El clan de hierro Kevin replica que no hay nada falso en lo que hace. El entrenamiento es real. Las acrobacias, con sus caídas sobriamente calculadas, lo son. Puede que entrando en la caracterización de los luchadores —marcada por discursos desafiantes ante los medios o supuestas enemistades épicas— ya empiece todo a invocar la performance, pero la película lo matiza en una de sus escenas más impactantes.

Es cuando el mismo Kevin, asolado por tormentos personales, pierde los estribos tras la arrogante arenga de su rival, y deja de lado la deportividad para arrojar contra él una violencia auténtica, por supuesto inaceptable en los parámetros de este espectáculo. El clan de hierro muestra entonces que no importa que los relatos que nos rodean se envuelvan en los ropajes de la ficción: la vida puede desvestirla, el caos confundirla, y pasar todo a aglutinar una dolorosa realidad. El clan de hierro participa de esta operación a varios niveles. Empieza, claro, por el wrestling y su historia: Jack Barton se convirtió en un famoso luchador con el nombre de Fritz Von Erich, presentado ante el público como “el alemán malvado”. Cuando formó una familia todos acogieron el apellido Von Erich.

Naturalmente Fritz (interpretado por Holt McCallany) dispuso que sus hijos también fueran wrestlers. Las expectativas paternas, alineadas fatalmente con la tradicional educación de género, modulan el segundo nivel de la elemental “hiperstición” que hallamos en El clan de hierro: este término fue acuñado por el teórico Nick Land como una idea performativa que acaba generando su propia realidad, lo que englobaría tanto el ejercicio convencional de lucha libre como la abusiva imposición de un futuro deseable que pueda marcar nuestra crianza. También, en lo que sería el tercer nivel de hiperstición de El clan de hierro, una idea tan pintoresca como que el apellido Von Erich esté presa de una maldición mortal.

Podríamos entenderlo como la profecía autocumplida de toda la vida, pero aún así parece haber algo de magia oscura, con reminiscencias a Cien años de soledad, en la puntualidad con que la desgracia se abatió contra los hermanos Von Erich. Kevin Von Erich es hoy el único superviviente de los seis hijos Von Erich si contamos a Jack Jr., que murió cuando era niño y antes de poder dedicarse al wrestling. El resto —Kevin, David, Kerry, Mike y Chris— sí hicieron carrera en el ring. Todos fallecieron en trágicas circunstancias menos Kevin, en una confluencia de acontecimientos tan descabellada y aterradora que El clan de hierro ha tenido que omitir a un hermano en su retrato de la familia. A Chris.

Sean Durkin tenía frente a sí una historia demasiado tremenda, acaso increíble. También una historia que le fascinaba, que llevaba tiempo queriendo adaptar como fan del wrestling y, quizá, como autor en ciernes con unos intereses particulares. Este cineasta canadiense solo había hecho dos largometrajes antes de El clan de hierro, y ambos describían entornos opresivos que atormentaban a sus protagonistas. En Martha Marcy May Marlene hablábamos de una secta de la que Elizabeth Olsen huía con graves secuelas psicológicas, mientras que The Nest se centraba en un matrimonio en crisis (Jude Law y Carrie Coon). 

En ambas películas Durkin practicó una realización milimetrada, donde los escuetos diálogos no eran tan informativos de la acción como los ángulos de cámara o las sobreelaboradas composiciones de plano. Sus imágenes recargadas, en consonancia al parcial mutismo de los personajes, producían una acusada sensación de frialdad. Por eso sorprende, pese a las similitudes temáticas, comparar el trabajo previo de Durkin con El clan de hierro. Su aproximación a la familia Van Erich vuelve a estar llena de decisiones monolíticas de puesta en escena —no tan inspiradas, en cualquier caso, como las de su debut en Martha Marcy May Marlene—, pero en esta ocasión no hay frialdad alguna.

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Si la hubiera, y esta se combinara con las peculiares caracterizaciones de los protagonistas —el aspecto de Efron ha dado mucho que hablar en redes sociales, al igual que el fichaje de Jeremy Allen White como Kerry tras el éxito de The Bear—, acaso se habría corrido el peligro de que los hechos fueran tan rocambolescos como para llevar al escepticismo o incluso la burla. Por muy socorrido que sea hablar de hipersticiones con respecto a su triángulo wrestling-crianza-maldición, El clan de hierro no es una propuesta cerebral. Es, ante todo, un drama intensísimo, al que Durkin se compromete sacrificando cálculos o sobreinterpretaciones, sin más elementos cuestionables que los automáticos de llevar al cine tamaña tragedia según el paradigma hollywoodiense. Esto es, la música manipuladora, las fugas orgullosamente cursis y la indispensable estetización del sufrimiento. 

Obviamente El clan de hierro es un film muy eficaz. Su guion, en conjunción a los hechos reales, reclaman despóticamente nuestra empatía, y la satisfacen con una narración transparente y oficiosa: el biopic en su expresión más afortunada. Pero también en una que ya sabemos leer como construcción artificial, de ahí que para esquivar ese conocimiento, antes que los anecdóticos estilemas indies que mantiene Durkin, sea finalmente mucho más útil el trabajo de Efron. 

En los últimos años el actor consagrado como ídolo adolescente por High School Musical ha puesto este reconocimiento al servicio de la comedia, con interpretaciones tan encomiables como las del díptico Malditos vecinos o Baywatch. Para El clan de hierro ha dado un salto suicida, quizá sin dejar de jugar del todo con este reconocimiento, pero retroalimentándolo con una apertura emocional impresionante. Suyo es el corazón de El clan de hierro, el motivo de que la película prospere en todo lo que se propone lo ofrece este hermano angustiado por dejar de serlo. Suya es la responsabilidad de que, entre tal amasijo de proyecciones confusas, divisemos algo parecido a una verdad.

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