Cambio climático

Toneladas de CO2 a cambio de más carne

Toneladas de CO2 a cambio de más carne

Irene Pedruelo

Enrollada en la bandera de los EEUU, una mujer de ojos claros sostiene con orgullo un bote de lo que parece mermelada. En el cartel del que es protagonista puede leerse: “Las frutas de la victoria”. Era 1917 y la Comisión por los Jardines de Guerra de los Estados Unidos acababa de lanzar la campaña Jardines de Guerra. La producción agrícola había decaído en Europa a consecuencia de la Primera Guerra Mundial, y con el objetivo de garantizar un flujo de alimentos estable al continente, la comisión estadounidense decidió promover el uso de jardines privados para cultivar verduras.

En 1942, con motivo de la Segunda Guerra Mundial, la US War and Food Administration decidió limitar la ingesta de carne a poco más de un kilo por semana para los mayores de 12 años. La carne pasó a ser considerada un lujo, y el cebar al ganado con grano que podría alimentar las bocas de miles de seres humanos, una extravagancia inaceptable para semejante momento de escasez. Los gobiernos lo tenían claro: vacas, cerdos y humanos no debían competir por llevarse un puñado de granos a la boca. El Reino Unido siguió el ejemplo de EE.UU., y entre 1939 y 1945 redujo su “población” de cerdos un 60%.

Durante siglos los seres humanos han sabido adaptar su apetito a la escasez impuesta por las guerras. Aunque pioneros en sus iniciativas para racionar la comida existente, los gobiernos de Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill no fueron los primeros en comprender que el ganado es un lujo “caro” de mantener y alimentar. De hecho, religiones como la judía lo hicieron mucho antes. El antropólogo americano Marvin Harris ha dedicado parte de su carrera a entender por qué la religión judía repudia el cerdo de su dieta. Harris rechaza las interpretaciones que muchos han hecho de esta prohibición, entre las que destaca la que alude al carácter impuro del cerdo, que pasa sus días sin pena ni gloria retozando en un barrizal repleto de sus propias heces y orina. En su intento por encontrar una explicación racional a la prohibición, Harvis argumenta que se trataba de una “estrategia ecológica”. Los israelitas eran nómadas en tránsito en tierras áridas faltas de irrigación, y desprovistas de los bosques en los que habitualmente los cerdos encuentran la base (granos, frutos, etc.) de su alimentación. Más que un activo, los cerdos representaban una amenaza para la supervivencia de los israelitas, que competían por llevarse a la boca esos mismos frutos, semillas, etc. El hecho de que los cerdos no proveyesen de leche a la población los convirtió aún en un mayor lujo económico y ecológico difícil de justificar.

La religión judía no es la única que prescribió directrices en lo que a alimentación se refiere como resultado de un fenómeno climático: la sequía. Pero en el último siglo, tan solo las guerras parecen haber sido justificación válida suficiente para Occidente como para limitar la cantidad de carne que consumimos. Con la llegada de la paz tras la Segunda Guerra Mundial y la consolidación de la industrialización, el conocido como “mundo occidental” emprendió un camino hacia la sobreproducción de comida en general, y de carne en particular. Hoy en día EE.UU. produce comida suficiente como para que cada ciudadano ingiera 4.000 calorías al día, y la línea entre seguridad alimenticia y producción innecesaria se ha vuelto más borrosa que nunca. En el año 2013 la industria cárnica de los Estados Unidos procesó casi 9 billones de pollos, 33 millones de reses, 239 millones de pavos y 2 millones de ovejas y corderos.

En esta época de abundancia pocos hablan del impacto que tiene en el medio ambiente la industria ganadera tan ridículamente colosal que hemos ayudado a construir con nuestro desmesurado apetito por la carne.

De acuerdo con un informe publicado por la organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la industria ganadera es responsable de al menos el 15% de las emisiones globales de efecto invernadero. La mayor parte de los gases se atribuyen al proceso digestivo (también conocido como fermentación entérica) de los rumiantes que desprende grandes cantidades de metano, a la elaboración de estiércol y piensos, y al transporte de productos pecuarios.

Todo hace pensar que la situación empeorará en las próximas décadas, cuando países con una tradición vegetariana muy arraigada como India comiencen a diversificar su dieta y a subirse al carro de “más carne, por favor”. De hecho, las predicciones apuntan a que para 2050 el consumo de carne a nivel mundial se habrá incrementado en un 76%. Además, a medida en que los “países en desarrollo” alcancen niveles de ingresos per cápita más elevados, el consumo de carne seguirá in crescendo.

Además de ser uno de los mayores contribuyentes a la acumulación de gases de efecto invernadero (más incluso que el sector del transporte), el sector ganadero y la sociedad occidental del siglo XXI con su dieta rica en carne están incurriendo en una de las mayores injusticias sociales y medioambientales nunca antes vistas. La FAO estima que el 50% del grano (maíz y soja sobre todo) que se produce a nivel mundial se utiliza para alimentar a ganado en lugar de a seres humanos. En los países “ricos” se estima que es un 70%. Quizá estas cifras adquieren aún mayor relevancia si tenemos en cuenta que el 70% del agua dulce disponible en el mundo se destina a la agricultura (datos del año 2000) y, por ende, a producir el grano necesario para alimentar el ganado.

Además de vastas cantidades de tierra arable, la industria ganadera requiere de pastos a disposición de millones de reses ansiosas de hierba fresca. ¿El resultado? La deforestación creciente del Amazonas. El número de cabezas de ganado en el Amazonas brasileño pasó de 9,4 millones en 1990 a 47 millones en el año 2000. Este panorama se repite en países como Colombia, Ecuador, Nicaragua, etc., y los datos apuntan a un empeoramiento de la situación.

Hasta ahora, los mayores actores dentro de la industria ganadera han demostrado una incapacidad total de alinear sus intereses económicos con los intereses ecológicos del planeta y de las generaciones del futuro. Desafortunadamente en la mayoría de ocasiones el debate queda reducido a si deberíamos ser vegetarianos versus carnívoros, cuando en realidad de lo que deberíamos estar hablando es de lo insostenible versus lo sostenible.

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En una semana en la que los líderes del mundo se reúnen en París para tratar de alcanzar un nuevo acuerdo climático, parece propicio recordarles y recordarnos que reducir la cantidad de carne que nos metemos entre pecho y espalda no es solo lógico desde un punto de vista medioambiental, sino una obligación moral para con generaciones futuras, que no dudéis, nos culparán de haber enviado toneladas de CO2 a la atmósfera por nuestro gusto por el chuletón.

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