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La gran ciudad, fin y principio de la miseria

Un fotograma de Metro Manila, de Sean Ellis.

Las vacaciones que el cineasta británico Sean Ellis se tomó en 2007 acabaron convirtiéndose en un verdadero viaje de negocios. Y de trabajo duro. En cuanto llegó a Filipinas, lo primero que le llamó la atención fue el choque cultural. Después, “la energía, la vibración, el peligro”. Paseando por Manila, vio a dos tipos discutiendo acaloradamente. No entendía nada de lo que decían, pero la escena se le quedó grabada en la cabeza.

Primero ahí, y luego en su cámara. Porque aquella riña acabó convirtiéndose en el germen de Metro Manila, de estreno hoy en cines, una película grabada íntegramente en tagalo, el idioma filipino, con la que ha conseguido colarse entre los aspirantes al Oscar a la mejor propuesta en lengua extranjera.

Un fotograma de 'Metro Manila'

Recién llegado junto a su esposa y su hija a la capital filipina procedente de un pequeño pueblo norteño, Óscar Ramírez, el protagonista de la cinta, intenta huir de la miseria que asfixia a su familia entre la humedad y la niebla de las calles de la apabullante y caótica Manila. En lo que cree un golpe de suerte, enseguida encuentra un puesto en una empresa que se dedica al transporte de dinero y objetos valiosos, que le ayudará a evitar que su mujer, embarazada, acabe de bailarina en un club de alterne.

Lo que no sabe es que conducir furgones blindados es uno de los trabajos más peligrosos que se pueden desempeñar en la gran ciudad. Más todavía cuando tu compañero, el único que parecía entenderte y apoyarte en medio de la vorágine, trama un plan a tus espaldas. “Cuando vi a los dos hombres discutir, me pareció que uno de ellos estaba manipulando al otro”, explica Ellis, de visita en Madrid hace unas semanas, “así que empecé a pensar en un hombre que está siendo chantajeado”.

Sean Ellis, durante el rodaje.

Chantajes, riesgo, mentiras y, sobre todo, un giro final. Un desenlace que, dice el director, él “no había visto nunca en el cine”. También, mucha “autenticidad”. Tanta que, cuenta Ellis, cándidamente intentó preguntar a diferentes empresas de transporte en furgones cómo movían el dinero de un lado a otro de la ciudad. “Todas me cortaban el teléfono”, recuerda entre risas. “Se me hizo obvio que nadie me iba a contar cómo trabajaban, así que asumí que me podía tomar alguna licencia artística”.

Cercano, locuaz y con un discurso plagado de anécdotas, el director de Cashback y The Broken explica también el porqué de su paso del género fantástico al realismo social: “Hacer una película es como tener un romance: del mismo modo que no quiero tener la misma aventura con el mismo tipo de chica, no quiero hacer la misma película”, apunta. “El elemento clave es la obsesión, no puedes hacer una película si solo es un trabajo, si solo es negocio”.

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Sin saber hablar absolutamente nada de tagalo (una lengua en la que constantemente resuenan palabras en español), Ellis y el productor Frank E. Flowers, que para ahorrar costes de viaje se repartieron entre los dos todos los puestos técnicos del filme, desde el de director de fotografía a operador de cámara, responsable de iluminación… contaron con un único enlace en el país asiático: Céline López, “la Paris Hilton filipina”. “Ella me dijo que tenía que conocer a Jake Macapagal, el protagonista, que era un actor de teatro, y luego él nos ayudó con el resto del elenco”.

Reunidos los actores, el rodaje, para el que no contaron con ningún permiso –“entrábamos en un banco, grabábamos y dábamos las gracias mientras la gente se nos quedaba mirando con cara de alucine”- supuso para ellos “un parto”. “Fue muy doloroso, muy cansado”. La recompensa, además de en forma de opción al Oscar, les ha llegado con los varios galardones que ya han recogido, desde el premio del público en Sundance al de la crítica en Hamburgo, el del jurado en Cognac y los de mejor director, guion y el galardón del público en el Festival del Amazonas. “No haces el trabajo por ese motivo”, dice Ellis, “sino porque una historia te gusta y esperas que a la gente le guste. Lo demás es colateral”.

Colateral fue también la inclusión en la película, a modo de prólogo y epílogo, de la trágica hazaña de Alfred Santos, un hombre que en la vida real se llamó Reginald Chua. "Cuando contaba la historia de la película a la gente, todo el mundo me decía que se parecía a la suya", rememora el cineasta, que decidió incluirla en el último minuto. Hijo del dueño de una fábrica de seda que fue asesinado, Chua se vio obligado a cerrar el negocio. En su día a día, en su ciudad, se encontraba constantemente con los criminales, que nunca fueron castigados. En un acto de desesperación, Chua secuestró un avión y se hizo un paracaídas de seda para saltar con el dinero que robó a los viajeros. Cuatro días después lo encontraron muerto, semienterrado de cintura para abajo y rodeado de billetes. "Fue una de las imágenes más poéticas que había visto en mi vida, y la usé para mostrar cómo Óscar podía aprender de esos errores para salvar a su familia".  

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