Ensayo

Los filósofos que avivaron la llama del nazismo

Adolf Hitler mira un busto del filósofo alemán Friedrich Nietzsche.

Mucho se ha discutido sobre la torticera interpretación que los nazis, con su jefe de propaganda, Joseph Goebbels, a la cabeza, hicieron del legado intelectual de su compatriota Friedrich Nietzsche, ídolo confeso de su führer, Adolf Hitler. En su libro de 1885 Así habló Zaratustra, el pensador dio forma a ideas como la de Superhombre, una persona fuerte en su cuerpo y sus convicciones, capaz de superar la moral del esclavo y generar su propio sistema de valores basado en su voluntad de poder. Frente a aquel Übermensch al que todos debían aspirar, se encontraba el Untermensch (término que los nazis, y no Nietzsche, acuñaron), el infrahombre asociado por ellos a judíos, gitanos, o cualquier no ario. No fue aquella, no obstante, la única inspiración que encontró el nacionalsocialismo en la filosofía.

Los filósofos de Hitler (Cátedra), de la académica de Oxford Yvonne Sharratt, explora en el recuerdo de los que fueron los referentes del autodenominado filósofo líder a la hora de emprender su delirante misión de conquistar el mundo. Él mismo dio rienda suelta a sus neuronas en su obra Mi lucha, a la que originalmente llamó Cuatro años y medio (de lucha) contra las mentiras, la estupidez y la cobardía, donde desgranaba los básicos de su ideología, acompañados de extractos de su propia biografía. Aquel núcleo de su credo, amalgamado durante su estancia en la prisión de Landsberg en 1924, bebía ya de fuentes como Arthur Schopenhauer, a quien Hitler leía –según él mismo presumía- en las trincheras del Frente occidental durante la Primera Guerra Mundial, y de quien llegó a decir que aprendió “muchísimo”.

No solo analiza Sherratt las influencias que Hitler recibió, sino también las que él mismo dejó para la posteridad en forma de reacciones contrarias. Por ejemplo, sobre la judía Hannah Arendt (también lo eran otros contemporáneos como Walter Benjamin o Theodor Adorno, reseñados en el volumen como víctimas), quien desarrolló tras ser testigo del juicio a Adolf Eichmann en 1961 su ensayo La banalidad del mal, donde teorizaba sobre el hecho de que la participación en actos tan terribles como los sucedidos durante la Segunda Guerra Mundial podía hacerse sin mediar alevosía premeditada, como así creía que ocurrió con el teniente coronel de la SS. La filósofa alemana ocupa un capítulo clave en esta historia debido a su controvertida relación con otro relevante intelectual a la par que nazi, Martin Heidegger, quien fuera su profesor y amante, que no dudó en borrar la dedicatoria que ofreció en  El ser y el tiempo a Edmund Husserl, su mentor y también judío. 

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En aquella prisión en la que Hitler estuvo encerrado 264 días por un fallido intento de golpe de Estado, le dio tiempo no solo a barruntar y mecanografiar la primera versión de su magnum opus, sino también a introducirse en los trabajos de grandes filósofos alemanes, remontándose hasta la Ilustración de Johann Gottlieb Fichte e Immanuel Kant, quien llegó a escribir en su día que el judaísmo no era una religión. Sus paisanos constituyeron el pilar de su ideología, aunque también dejara penetrar el influjo de otras latitudes, como los clásicos griegos o Darwin y su teoría de la evolución. En el mundo germanoparlante se interpretó que el naturalista inglés sostenía que el ser humano no era una sola especie, sino un género dividido en subespecies, lo que al dictador le vino de perilla para cuadrar su particular cosmovisión.

Si históricamente ya se había puesto el punto de mira en los colaboradores y facilitadores del régimen desde el punto de vista logístico o material, ahora Sherratt intenta arrojar algo más de luz sobre los sustentadores teóricos -voluntarios o no; anteriores, contemporáneos e incluso posteriores- de terroríficos proyectos como la solución final. Lo hace no a modo de ensayo canónico sino, como ella misma explica, siguiendo el esquema de un "docudrama". "Es una obra de no ficción", apuntilla, "cuidadosamente investigada sobre la base de material de archivos, cartas, fotografías, pinturas, informes y descripciones verbales, que han sido en todo caso meticulosamente referenciados. Pero está escrita en un estilo narrativo que pretende transportar al lector al vívido y peligroso mundo de la Alemania de la década de 1930". 

Del mismo modo que buena parte de la intelligentsia germana de aquellos tiempos se puso de lado del horror, también se ocupa el libro de subrayar la labor de oposición de personajes como los señalados Arendt, Benjamin o Adorno, además de otros como Kurt Huber, profesor universitario condenado a muerte por su participación en el grupo de resistencia antinazi Rosa Blanca. De sus "proezas intelectuales" Sherratt subraya que permanencen "tan silenciadas en el mundo occidental como lo estuvieron bajo Hitler". "Huber se esforzó por mantener con vida la presencia judía en la universidad", señala Sherratt, "disertaba sin ocultarlo acerca de filósofos judíos proscritos, como Spinoza. Husserl había sido depurado, y mientras que otros eran arrestados, ejcutados o forzados a exiliarse, el valiente Huber alzaba la llama agonizante de la tradición intelectual judía". 

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