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Luces Rojas

Robots y rentas

Robots y rentas

Lucas Duplá

The second machine age

Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, del Massachusetts Institute of Technology, se refieren al incipiente periodo histórico en el que estamos inmersos como The second machine age (la segunda era de las máquinas). La primera era de las máquinas se caracterizó por tecnologías que reemplazaron el trabajo físico de personas y animales.

Las máquinas de la segunda era no van a sustituir nuestra fuerza física: van a sustituir, y mejorar, nuestra inteligencia. Lo que impulsa esta revolución es fundamentalmente, el ritmo de aumento exponencial de la capacidad computacional disponible, conocido como ley de Moore.

Dos tecnologías nuevas

Todos tenemos una percepción clara de que cada vez hay una mayor automatización de todo tipo de procesos en nuestras vidas: máquinas cada vez más inteligentes que ayudan a cocinar, aspiradoras que se mueven por sus propios medios dentro de casa –este aparato lleva ya un tiempo vendiéndose en España–, o coches que se conducen solos (para cuyos dueños el estado de Nevada ya ha promulgado una legislación específica).

Más allá del plano del consumidor doméstico, hay dos nuevas tecnologías que están cambiando a marchas forzadas el plano de la producción industrial y todo apunta a que, junto a otras que están en camino, van a enterrar casi totalmente las cadenas de montaje características del trabajo industrial cualificado del siglo XX.

Una de ellas es la impresión 3D. Las impresoras 3D fabrican cosas, de capa en capa, a partir de un determinado material –en lugar de agujerearlo, moldearlo o recortarlo–, motivo por el que también se llama a este proceso “fabricación aditiva”. Estas máquinas pueden fabricar casi cualquier objeto imaginable: desde piezas de precisión utilizadas en la industria aeronáutica a implantes auditivos, pasando por mobiliario de diseño, o armas; en la actualidad se utilizan principalmente para elaborar prototipos que, si funcionan, pasarán a elaborarse en una línea de producción.

El otro cambio a gran escala que se avecina es el uso masivo de robots en las fábricas. En la industria se usan “robots” desde hace décadas: pensemos, por ejemplo, en brazos mecánicos articulados del tamaño de postes de teléfono que mueven piezas de coches a tal velocidad que si, por algún accidente, un trabajador se acercara a la zona restringida en la que se ubica la máquina, pondría su vida en serio peligro. Sin embargo, hoy en día la fase final del montaje de un coche todavía la siguen haciendo manualmente los trabajadores.

La innovación relevante en este plano son los que se ha dado en llamar “robots colaborativos”. Los ingenieros que los diseñan están centrados en crear máquinas que combinen la destreza, la flexibilidad y la capacidad de resolución de problemas características de los seres humanos con la fuerza, la resistencia y la precisión de un robot. Estos nuevos robots cooperativos podrían utilizarse en la oficina, en el colegio o en casa.

En una fábrica de BMW en Carolina del Sur (EEUU) ya se están utilizando. Allí, un robot coopera con un trabajador humano aislando y sellando puertas de coches: el robot distribuye y pega un material que es sostenido en su lugar por la mano más ágil del trabajador. Cuando se hace esta tarea sin ayuda de un robot, los trabajadores no pueden trabajar en turnos de más de una hora por riesgo de tendinitis.

En Dinamarca, una empresa está desarrollando un robot al que se le pueden programar las nuevas tareas a realizar directamente con la voz, o apretando un botón REC, mientras se muestra la tarea en cuestión para que el robot la registre. La previsión es que el uso de estas máquinas sea generalizado en pocos años, tanto en el ámbito industrial como en muchos otros.

No desconfíes de un robot

¿Hasta qué punto vamos a aceptar a estos nuevos y probablemente omnipresentes compañeros de viaje? Esta es una cuestión en la que ahora mismo se están invirtiendo muchos recursos. Hay varios estudios de “robótica social”, citados por The Economist, que señalan algunas características, a las que los fabricantes ya se están ateniendo, que deben tener los robots para que los trabajadores humanos estén cómodos.

Los resultados son reveladores: i) en primer lugar, el tamaño del robot no debe ser mayor que el de un niño de 6 años (de este modo, el humano tendrá la sensación de que, si es necesario luchar contra el robot, podrá doblegarlo); ii) la gente desconfía de robots llenos de sensores, o de los que cuelgan cables; iii) los humanos confían más en un robot que use metáforas que en uno que solamente utilice lenguaje abstracto; iv) si una persona entra en una estancia en la que está el robot, conviene que el robot haga una pequeña pausa a modo de deferencia; v) debe evitarse que el robot mire fijamente a las personas más de un tiempo prudencial; vi) para ganarse la confianza del humano, conviene que el robot cometa algún pequeño error sin consecuencias de vez en cuando.

Algunos programas financiados por la UE, centrados en crear robots capaces de dar clase en educación primaria, tienen como objetivo principal promover los “vínculos sociales” entre humanos y robots. Esta clase de robots sería capaz de detectar, vía sensores, si los niños están aburridos, confusos o nerviosos.

El futuro: polarización laboral creciente

Pongámonos en antecedentes. La desigualdad dentro de la mayoría de las sociedades, y singularmente en la mayoría de las occidentales, lleva aumentando en los últimos 40 años casi ininterrumpidamente. En EEUU, el 1% más rico recibió un 22% de las rentas totales del país, y esta proporción es el doble de la que recibieron en media en la década de 1980. Un factor clave para ello ha sido la aparición de mano de obra disponible en cantidades masivas, y a precio ínfimo, en países emergentes (anteriormente conocidos como “subdesarrollados”). De momento, esto se ha traducido en una importante caída de salarios reales para la mano de obra no cualificada, y en algunos casos también para la cualificada.

Añadamos ahora al escenario anterior la llegada de grandes cantidades de robots y nuevas tecnologías a los puestos de trabajo. Un artículo reciente de Carl Frey y Michael Osborne, de la Universidad de Oxford, concluye que el 47% de los puestos de trabajo en EEUU se pueden perder como consecuencia de la automatización que se avecina. Mientras que en el siglo XIX las máquinas sustituyeron a los artesanos favoreciendo a la mano de obra no cualificada, en el XX han sido los ordenadores los que han acabado con muchos puestos de trabajo remunerados con salarios medios.

En el futuro a corto plazo, según estos autores, el empleo en logística, transporte y la mayor parte de las tareas administrativas de oficina, junto a muchas tareas de manufactura, va a ser sustituido en parte por ordenadores y robots. En general, hay un consenso en cuanto a que es el empleo no cualificado y escasamente remunerado el que va a sufrir en mayor medida la llegada de la segunda era de las máquinas. En cambio, los trabajos muy especializados que requieran un alto nivel educativo, permanecerán de momento a salvo.

¿Qué podemos hacer?

Que se avecina un futuro más desigual es una idea que casi es un lugar común; la solución que suelen plantear los expertos para “competir en el mundo global” que llegará pronto suele ser mejorar nuestro sistema educativo y centrar la formación de los jóvenes en tres pilares: un nivel muy alto de inglés, un sólido nivel de matemáticas y a poder ser programación, y la capacidad de pensar por sí mismos.

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Esto suena muy bien, pero no es realista. No es viable, ni creíble, una sociedad compuesta enteramente por investigadores, programadores y académicos. La solución que se plantea, por tanto, es una solución individual que a nivel colectivo no será efectiva y que valdrá de muy poco si pretendemos protegernos del shock que puede suponer enfrentarnos a tasas de paro cada vez mayores y a salarios cada vez menores.

Si queremos poner remedio a las potencialmente desastrosas consecuencias del desarrollo tecnológico en ciernes, será necesaria una redistribución a gran escala de la riqueza y la renta. Como sugiere Martin Wolf, esa redistribución podría concretarse en una renta básica para cada adulto, además de en la financiación por parte del Estado de la formación (universitaria o de otro tipo) en cualquier etapa de la vida de una persona.

Por otra parte, será también necesario replantearse radicalmente el concepto de ocio. En tiempos pretéritos, el ocio fue un lujo del que disponían las clases más pudientes. La llegada de las máquinas inteligentes hará posible que, si se quiere, mucha gente pueda vivir una vida de ese tipo, pero ahora sin explotar a otras personas.

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