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Luces Rojas

El síndrome de Estocolmo de la socialdemocracia

David Lizoain

El recetario reciente de la socialdemocracia es tristemente familiar: en primer lugar, se hace una campaña electoral basada en un estímulo a la demanda y/o el fin de la austeridad. En segundo lugar, en caso de ganar (normalmente por un estrecho margen), se descubre de repente la existencia de una serie de limitaciones que hacen que sea difícil, si no imposible, llevar a cabo el programa original. En tercer lugar, se gana tiempo durante varios años antes de una capitulación, que se materializa en el nombramiento de un gobierno tecnocrático más aceptable para los gustos neoliberales. Finalmente, se espera una derrota electoral contundente a manos de unos votantes frustrados y decepcionados.

Este guión ya se ha desarrollado en Hungría, Grecia y España; el gobierno de François Hollande va de camino de proporcionar otro ejemplo espectacular de este fenómeno.

No tiene por qué ser así. Pero la combinación de primero negar la existencia de restricciones (por ejemplo, el funcionamiento del BCE, el pacto fiscal europeo, las mayorías políticas en Europa, etc.), para luego justificar su existencia, es pasar de ser ingenuo a ser patético. Sin embargo, el guión que sigue el ex ministro de finanzas de François Hollande, y su actual lugarteniente en la Comisión Europea, Pierre Moscovici, es aún peor. Este diciembre, Moscovici fue a Atenas a inmiscuirse en los asuntos internos de Grecia en el papel de procónsul Europeo para tratar de poner obstáculos en el camino de Syriza.

Su mensaje consistía en una vigorosa defensa del statu quo bajo un disfraz de preocupación paternalista: o se mantiene el rumbo de la "responsabilidad fiscal y reformas estructurales adicionales" o habrá consecuencias. Lo que Moscovici llegó a decir es que el precio que se paga por desafiar Berlín-Bruselas-Frankfurt es que siempre pueden empeorar las cosas. De ahí las amenazas de expulsar a Grecia del Euro que se murmuran desde las sombras.

Moscovici hizo una argumentación contrafáctica casi risible, sugiriendo que "sin la solidaridad europea Grecia habría estado en una situación aún peor". Esto es una proposición difícil de tragar, ya que si tus únicos amigos son la Troika, eso significa que ya tienes suficientes enemigos.

Que las instituciones europeas chantajean a gobiernos y electorados desobedientes no es, por desgracia, algo nuevo; pero es especialmente desagradable ver que el socialdemócrata con la cartera económica más relevante dentro de la Comisión tenga este comportamiento. No podría haber una más clara manifestación de la bancarrota intelectual del punto de vista que él representa.

Moscovici aconseja el quietismo político con la hastiada y cínica voz de la experiencia: “porque nosotros lo intentamos y fracasamos, sabemos que os iría mejor sin intentarlo”. Pero va más allá, porque ha comenzado a identificarse con los que han secuestrado la posibilidad de realizar una Europa social: “si lo intentas, trabajaremos activamente para asegurar vuestro fracaso”. Esto equivale a una capitulación escandalosa.

Los socialdemócratas han aprendido la amarga lección de que la "anti-austeridad en un solo país" está plagada de dificultades. Pero la respuesta no debe ser el cumplimiento a regañadientes de la línea neoliberal; esta conclusión es totalmente incorrecta. Más bien, la lucha política debe centrarse en el cambio de las instituciones europeas que imponen restricciones a la reestructuración de las deudas excesivas y que se lleve a cabo una agenda social más igualitarista.

Es vergonzoso tener que señalar que los progresistas de toda Europa deben desear que Syriza tenga éxito, no colaborar con aquellos que esperen que fracase. La situación en Grecia está dejando claro que la mayor amenaza para la democracia en Europa son sus poderes fácticos, cuya única respuesta a una rebelión contra la austeridad será la de tratar de suprimir la democracia. Pero cuando un electorado repudia el statu quo, ignorar su voluntad supone un coste para la legitimidad de las instituciones europeas.

Moscovici representa complicidad con el orden europeo del estancamiento económico, de la austeridad perpetua, del retroceso democrático y del racismo creciente. Esta es la dirección actual de Europa. En tanto que la socialdemocracia se contente con desempeñar el papel de socio menor en este estado de cosas, la situación va a seguir empeorando. Claramente, no ayuda que el actor más fuerte en la socialdemocracia europea (el SPD alemán) sea también un firme apoyo al mayor obstáculo para la socialdemocracia europea (Angela Merkel).

Continuar respaldando a los conservadores neoliberales alrededor de Europa en nombre de la estabilidad y el orden sólo hará que las condiciones políticas sean más complicadas con el paso del tiempo, pues esta alianza centrista no genera legitimidad ni en sus procedimientos ni en sus resultados. Los partidos de la socialdemocracia seguirán su declive. Este es un escenario de sonambulismo hacia un socialismo al estilo Craxi, contento con los beneficios asociados con representar una cuota del 10-15 por ciento del electorado que alguien necesita para gobernar.

La alternativa, por supuesto, es rechazar la subordinación política estructural existente y embarcarse en la tarea mucho más difícil de ayudar a construir mayorías progresistas en toda Europa.

La ironía más terrible es que Hollande podría haber sido el precursor de un nuevo tipo de mayoría progresista en Europa. Logró una victoria, por los pelos, en medio de una recesión económica, con una coalición que incluía a comunistas, verdes, liberales y centristas contra un presidente que atendía a los ricos y le hacía el juego a la derecha xenófoba.

Ahora, Hollande está de camino de crear una situación donde el electorado progresista se tendrá que movilizar detrás de Sarkozy parar frenar a Marine Le Pen. Esta es la imagen de un fracaso total.

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Este artículo apareció originalmente en la web Social Europe-----------------------------------------David Lizoain se licenció en economía en Harvard University en 2004 y realizó una Maestría en Estudios de Desarrollo en la London School of Economics en 2005. Formó parte del gabinete del presidente de la Generalitat, José Montilla.

  

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