Verso libre

Enrique Morente

El 13 de diciembre se cumplen 3 años de la muerte de Enrique Morente en la Clínica de la Luz de Madrid. Oigo sus discos para recordar al amigo y voy del Homenaje a Antonio Chacón, por el que recibió en 1978 el Premio Nacional al mejor disco de música folclórica, hasta Omega, la maravillosa aventura que protagonizó con Lagartija Nick para cantar los poemas de Federico García Lorca. La versión del Pequeño vals vienés de Poeta en Nueva York es una de las canciones que más me han conmovido nunca. Consigue acompañar mis peores soledades.

La cultura rueda, no se está quieta, es una lagartija en movimiento. García Lorca, un poeta andaluz aficionado al cante jondo, viajó a Nueva York y en febrero de 1930 escribió allí un vals vienés para mirar hacia el hombro en el que solloza la muerte. Muchos años después, un joven canadiense llamado Leonard Cohen empezó a escribir poemas por admiración a García Lorca y aprendió música con un guitarrista flamenco. Ya convertido en un cantante famoso hizo una versión en inglés del Pequeño vals vienés, que Enrique Morente trajo de vuelta a España, apoyándose en un grupo de rock y en su tímido acento granadino. Algunos de los matices que ahora oigo en los jóvenes flamencos de más interés son herencia de las indagaciones de Morente.

Enrique fue un maestro a la hora de distinguir entre la pureza y los puritanos, es decir, entre la tradición y los tradicionalistas. Respetar la exigente verdad del arte, amar la historia de un oficio, no puede confundirse con la voluntad conservadora de la simple repetición. El amor y el respeto no se miden con los códigos santificados por una academia. La memoria es vida cuando dialoga con el presente. Enrique aprendió de la mano de Pepe de la Matrona lo que su maestro había aprendido de Antonio Chacón, y los jóvenes aprenden ahora de él porque supo utilizar el pasado como una forma de búsqueda, como un compromiso. Los tradicionalistas pierden la memoria con facilidad, olvidan el instinto de búsqueda y la piel en carne viva del pasado.

Con su pureza y su rechazo al puritanismo, Enrique Morente nos dio otra lección importante. Escucharlo supone entender la hermandad entre lo popular y lo culto, entre el folclore y la alta poesía. Lo mismo trabajaba una letra campesina que componía una Misa flamenca con versos de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Lope de Vega. Buscaba siempre la misma intensidad de quiebro, la misma sabiduría en las miradas y las palabras, la misma elegancia.

Flamenco desde la tierra prometida

Flamenco desde la tierra prometida

La humillación de la telebasura

Vivimos malos tiempos para la cultura. Pero nos equivocamos al preocuparnos sólo de la falta de inversión pública y de las trabas e impuestos que cargan con voluntad agresiva el teatro, el cine, la música, los libros y las demás actividades que suelen englobarse en la Cultura con mayúscula. La agresión más desoladora está produciéndose sobre la cultura popular, ese sedimento de comunidad y de saberes que ha sostenido durante tantos años la sensualidad, el respeto y las relaciones de la gente con la vida. La telebasura, la humillación todopoderosa a la zafiedad y el mercantilismo, están dejándonos sin arraigo más allá del rencor y la sospecha. Junto a la desaparición de los oficios, la conversión de la gente en audiencia es uno de los mecanismos más graves de perversión de la realidad. El tradicionalista pervierte la tradición, el puritano la pureza y el populista la cultura popular.

Recuerdo ahora la conferencia de Federico García Lorca sobre las canciones de cuna españolas. Vuelvo a oír su Pequeño vals vienés en la versión de Leonard Cohen que canta Enrique Morente. Pienso en la realidad de un mundo habitable por encima o por debajo del mercantilismo. Pienso en una ciudad sin grandes producciones en la que poder ir al cine, al teatro o a una librería decente. Pienso en una sanidad que no convierta las enfermedades en negocio y la vocación médica en una máquina de emitir facturas. Pienso en el amigo perdido.

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