¿Ser poeta o ser poema?

Todavía conmueve y da que hablar la famosa escena en la que Hamlet ve a un sepulturero cantar mientras cava una fosa. León Felipe sacó una conclusión herida en uno de los poemas más famosos de Versos y oraciones de caminante: “No sabiendo los oficios los haremos con respeto. / Para enterrar a los muertos / como debemos / cualquiera sirve, cualquiera…menos un sepulturero”.

No faltan razones para temer a los profesionales que pierden el sentido humano de su oficio. Sólo un tecnócrata puede llegar a dos de las conclusiones más dañinas del saber humano: el fin justifica los medios y los medios sin un fin están justificados por sí mismos. La paradoja del tecnócrata es que busca su provecho en su insensibilidad, y esto suele provocar un lío peligroso entre fines y medios que acaba con los motivos de su vocación y, lo que es peor, con la responsabilidad pública de su oficio.

Los votantes también pueden caer en la tentación de la tecnocracia electoral. Hace dos años se extendió la idea ridícula de que una crisis económica la pueden gestionar mejor los que están acostumbrados a tratar con el dinero. Si hay que hacer políticas de derechas, se dijo, será mejor que las haga la derecha. El resultado fue que los sepultureros se pusieron de inmediato a cavar fosas y a cantar sobre nuestros cadáveres.

He escrito más arriba que León Felipe sacó una conclusión herida. Sus versos están heridos por una historia injusta y pueden infectarse, infectarnos, si acabamos aceptando que nuestros oficios no tienen que ver con el respeto a nosotros mismos, que es el fundamento del respeto a los demás. Aunque parezca cursi reivindicar la vocación en estos tiempos, creo que la herida tecnocrática es una de las primeras que conviene curar si queremos devolverle un compromiso social a la economía, la ciencia y la política.

El historiador francés Marc Bloch escribió su Apología de la historia en un campo de concentración, poco antes de ser fusilado por los nazis. Buscarle sentido a su vida supuso en primer lugar la obligación de encontrar un sentido para su oficio: “¿Qué artesano, envejecido en su oficio, no se ha preguntado alguna vez, con un ligero estremecimiento, si ha empleado juiciosamente su vida?” Este historiador, acostumbrado a los documentos, los datos objetivos y los análisis sociales, encontró parte de la respuesta en una advertencia profesional: “Evitemos quitar a nuestra ciencia su parte de poesía. Evitemos, sobre todo, como he descubierto en el sentimiento de algunos, sonrojarnos por ello”.

Me gusta abrir como un abanico las palabras de Bloch. Cualquier oficio, ya sea técnico, humanista o científico, conlleva un compromiso humano, una emoción sobre el sentido del saber y del vivir, que puede identificarse con la poesía. En la tarea cotidiana se juega esa dimensión ética que suelen traicionar los tecnócratas. El trabajo mal hecho tiene la misma lógica deshonesta que una promesa electoral incumplida. Se ponen en juego sobre todo las razones y las formas del vivir. En su último libro, El salto del ángel (Aguilar, 2013), el filósofo Ángel Gabilondo escribe: “La verdadera mentira, lo que encierra una paradoja, no es que digamos lo contrario de lo que pensamos, es que vivamos lo contrario de lo que decimos”. Los malos políticos nos hacen vivir lo contrario de lo que dicen. Convierten la democracia no ya en una profecía mentirosa, sino en una mentira de vida, una estafa cotidiana.

Me parece que esa aspiración de verdad construida enlaza el vivir y el oficio, la conciencia y la mano, y justifica una de las confesiones más llamativas de Jaime Gil de Biedma. En una recopilación de sus poemas, Las personas del verbo, admitió lo siguiente: “yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema”. Su oficio era inseparable de la búsqueda de una identidad vital y su personaje literario implicaba un modo de cuestionar y comprometer su yo biográfico.

La educación democrática insiste en que es tan importante formar como informar en libertad. La voluntad de dar forma, esa formación de los profesionales bien informados, es incompatible con la tecnocracia. Nos conviene mucho que los sepultureros, los economistas, los políticos, los poetas y los maestros hagan bien su trabajo. Sólo nos deben tomar el pelo, y con respeto, en una peluquería de confianza. Evitaremos así los trasquilones.

En esta época de listas de libros para regalo, he citado una novedad y tres títulos clásicos. No es una mala medida de oficio. Creo que es un buen consejo literario: la mejor forma de estar al día es leer tres clásicos por cada novedad.

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